Te despiertas en
medio de la calle. Haz pasado la noche ahí, bebido hasta el culo. Te preguntas
cómo has llegado a algo así. Sabes que es tu culpa. De nadie más. Pero no
puedes evitar culpar a todos los demás. A tu ex mujer, sobre todo.
Una mujer bonita pasa y te mira con una mueca. Ahora no estás al alcance de
ninguna mujer; ni siquiera de tu ex esposa, la que te amó y te acogió cuando
más lo necesitabas. La que te alimentó hasta dejarte hecho un barril de ego.
Ego que usaste para humillarla y caer más bajo que cuando la conociste y no
eras más que el escritor fracasado que aún tiene huevos para enviar su basura a
las editoriales y afrontar los rechazos con orgullo, como si ellos, los
editores de una gran editorial, no supieran nada de literatura y estuvieran
locos, idiotas, por no publicar tu trabajo, que es, por supuesto, el mejor
trabajo literario que jamás se haya escrito y que jamás hayas escrito tú, etc.
Y tu mujer, esa pobre jovencita ingenua que te levantaste de un grupo de
lectores de café, fue la única persona sobre la faz de la tierra que creyó en
ti. La engatusaste. A eso ibas a los grupos de lectores de café, ¿no?, a
levantarte mujercitas ingenuas que no sabrían diferenciar entre el Ulises y una
mierda. ¿Quién puede? Pero sabes de qué hablo.
Fue una noche muy larga. De haber sabido que acabarías así… Pero no te
hubieras escuchado ni a ti mismo. No escuchaste a tu instinto de bestia, el que
te decía: para, no insultes más a esta mujer, la que te abre las piernas cada
noche a pesar que llegas borracho y maloliente. La que pagó para que un
seudoeditor (otro que la impresionó y la timó) leyera tu novela y dijera que, a
pesar de ciertos altibajos, fluía y podría ser publicable si tan solo cambiaras
un par de groserías por aquí y por allá, que le dieras un tono menos vulgar, y que cambiaras el título. ¡Ah,
pero no! ¡Qué iba a saber ese hijo de las mil perras lo que es vulgar si él
mismo no era capaz ni de comer sin ensuciarse, y qué iba a saber de buena o
mala literatura si no conocía el nombre completo de Salinger! Sí, eso le
dijiste a tu ex mujer, que aquel imbécil no podía juzgar tu novela porque si no
estaba enterado de que la J. Y la D. eran por Jerom y David, no sabía ni una
mierda sobre literatura.
A veces no puedes creer todo lo que aquella mujer era capaz de tragarse.
Mentías con tanto descaro y tanta seguridad que hubieras impresionado al
mismísimo Herralde (según tú). Si tan sólo tuvieras la oportunidad de hablar con
él. De explicarle porqué tu novela… Pero…, claro, tú no estás en España. E ir es
muy caro. A menos que… Y pensar que estuviste a punto de sacarle un viaje a
España a esa pobre infeliz. Lo único que la detuvo fue la cordura de su madre. Oh,
sí, odias a esa mujer. La madre de la mujer que te chupa el pito pensando que
eres un gran hombre, un gran escritor, un gran amigo y compañero. ¿De verdad
creíste que soportarías hasta el final? ¿Fingir? Bueno, cinco años no es un
juego de niños. Si en algo eres bueno es en eso.
No cabe duda. Pero ya no tienes veintitantos años. Las mujeres de tu edad
ya no se creen pendejadas. Ya han pasado por eso. Ya se han enamorado de otro
como tú y ya han sufrido y pagado el precio de ser idiotas. Ahora son como tu
ex esposa: una mujer fuerte y segura, que sabe exactamente lo que no quiere de
un hombre. Tú eres todo lo que las mujeres saben exactamente que no quieren de
un hombre. Fuiste demasiado lejos.
¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué te acostaste con… un hombre? ¡Anoche! ¡Eso
fue lo que pasó! ¿Por qué le contaste tus penas si sabías que era homosexual y
que sentía por ti el mismo extraño deseo que sintió tu ex mujer, y que, además,
no podrías sacarle nada, ni siquiera una copa; era evidente que estaba a un
paso de la indigencia? Pero ya te conformas con la mínima muestra de cariñó. A
cualquiera que te muestre la mínima atención… te lo chingas. Eres como te gritó
ella, una de tantas noches: un hijo de la chingada al que le dan la mano y se
coge las nalgas. Un enfermo metal. Un descarado, un traidor, un llorón por
atención, un hijo de puta, en pocas palabras, un rastrero y mezquino hijo de
puta que es capaz de asesinar a lo que ama con sus propias manos, lentamente,
como una boa constrictor que te succiona y te come vivo, lentamente, en un
abrazo de falso cariño.
Oh, oh, oh, pero esta vez… ¡esta vez te comieron y te escupieron a ti! ¡Y
te cogieron! y piensas en tu ex mujer en estos momentos, como el ateo que
reniega de Dios pero le implora cuando se siente perdido. Estás borracho,
cogido y tirado a una cuadra de su casa. En tu dolor, en tu infierno, te
arrastraste hasta la calle donde te despedías de ella cada noche, cuando aún
eran novios, y le decías que la amabas por sobre todas las cosas y que un día
le pagarías todas las comidas que te ha invitado, todo el dinero que te ha
prestado para solventar tus borracheras y todo el amor… el amor… que te ha
dado. Un día. El día en que tu nombre se alce por sobre todos los demás
escritores. Aunque sabías que si ese día llegaba, la dejarías. ¿Recuerdas?
¿Recuerdas que pensabas en dejarla a penas tuvieras el mínimo éxito? Pensabas:
si alcanzo el éxito necesitaré a otra mujer. A una que esté más a mi altura. A
una que sepa recitar pasajes de Vallejo de memoria y que tenga un poco más de
culo. A una que no tenga mamitis y con la que pueda viajar y fumar marihuana. Todavía
no llegabas a la cima y ya tenías planes para cuando eso pasara. ¿Quién fue más
ciego? ¿Ella por creer en ti, o tú por creer en ti?
Aceptaste irte con él porque tu instinto de reptil te susurró al oído que
era el único en aquel bar que estaría dispuesto a dejarte pasar la noche en su
casa. Supusiste que tendría una casa. Quisiste considerar la situación como un
encuentro de amigos, o de borrachos; de hermanos, de carnales, de un hombre
ebrio que invita a pasar la noche en su casa a otro hombre ebrio tan solo porque
uno de ellos no tiene donde quedarse. Sí, fuiste tan ingenuo como ella. Creíste
que no mentía cuando te decía que tú le gustabas, pero no por puto, sino por
algo más, algo que sólo él era capaz de ver, de sentir, algo que ningún otro
ser humano podría ver en ti: tu éxito como novelista. ¡Te dio en el talón de tu
Aquiles personal! Te fuiste con él a pesar de que en dos ocasiones dejó caer su
mano sobre tu pierna y te sobó de un modo extraño. A pesar de que se acercó
muchísimo a ti para decirte que tienes un cabello hermoso. Pensaste: si se
quiere propasar, le parto la cara. Pero ya estabas muy borracho como para
mantenerte en pie si quiera. Te fuiste con él a pesar de que te miró el pene
mientras orinaban en los mingitorios del bar y se relamió los labios y susurró
algo ininteligible. Ambos soltaron una carcajada. Tú seguías pensando que era
una risa de fraternidad, de dos borrachos jugando ser jotos o algo así. Tú
mismo habías joteado en broma tantas veces…
Es probable que tu ex mujer ya no viva aquí. Sin embargo, aquí estás. En el
peor de los estados. En tu humillación más grande. Derrotado. Acabado.
Implorando a todos los dioses que rechazaste en discursos ateos, en ensayos y
hasta en poemas, que por favor te permitan verla una vez más, una última vez. Únicamente
para saber si aún es capaz de tenderte la mano, de auxiliarte, de perdonarte
ahora que eres menos que nada. De amarte. Aún queda en ti la soberbia
suficiente para creer que ella es capaz de amarte, de creer que te dirá que
nunca dejó de amarte y que esperaba tu regreso a pesar de su orgullo y rechazo.
De sentir lástima por ti. A eso vienes: a dar lástima. Este es tu último
pensamiento: vienes a dar lástima. En cuanto lo concibes sabes que no mereces
verla una vez más. No mereces nada. Lo sabes desde que eras niño. Tú no mereces
nada. Quizá por ello te empeñas en merecerlo todo: la fama y el dinero, el
reconocimiento social, que la gente te llame Señor y que hablen sobre tus
novelas. ¿Qué escritor no desea todo eso? No eres tan diferente a los demás.
Probablemente el éxito sea la cura de tanto mal. Si llegaras a ser famoso es
posible que aprendieras a ser humilde.
Cuando anunciaron que cerrarían el bar y que ésta sería la última copa no
dudaste ni un segundo en que te irías con él, en que él mismo te ofrecería
pasar la noche en su casa. En que irían a su casa y te ofrecería más alcohol y
más oídos para tus charlas sobre lo cerca que has estado de la fama y lo buena
que será tu próxima novela. No te pasó por la mente que sólo te quería coger. No imaginaste que él era más diestro que tú
en este juego. El mismo juego que has jugado toda tu vida, pero… esta vez tú
eras la mujer. Porque no era un joto normal. No era de esos que parecen jotos y
que les gusta acostarse con otros jotos. Era, más bien, uno de esos pocos jotos
que no lucen como tal y que no sabes que mientras les hablas sobre tu estilo
narrativo, están pensando en lamerte el ano y meterte la verga mientras te
retuerces de dolor: eso es lo que les gusta: que te retuerzas mientras te
tienen bien ensartado para que los estimules más. Pero no te mientas: tú sabías
que era homosexual. Aún así, no creíste que fuera capaz…
Lo mismo le hiciste a tu ex mujer, ¿verdad? La obligaste a tener relaciones
sexuales por el ano. Ella te dijo que no, que eso no iba con ella. Pero un día,
mientras hacían el amor, mientras ella abría su alma y se entregaba a ti de la
manera más noble, te pareció buena idea sorprenderla. Y chilló. Vaya que
chilló. A pesar de todo se quedó contigo. Lograste convencerla de que era
normal, de que era por amor. A pesar
del sangrado y el dolor de tres días, a pesar de la posible hemorroide y de que
en adelante te tomaste la libertad de penetrarla así apenas se recuperaba, se
quedó contigo. Te vanagloriabas de hacer con ella lo que querías. En el fondo
sabías que algún día pagarías por ello. No querías creerlo, como no quisiste
creer que corrías peligro yéndote con un desconocido.
No recuerdas nada después el último trago. Sacó una licorera de su
chamarra, te invitó un trago de esa cosa y luego… Te llevó a un puente a
desnivel sobre calzada de Tlalpan y te violó. Qué fácil es decirlo, ¿no? Qué
fácil es deducir lo que pasó, aunque no recuerdes nada. No recuerdas el momento
exacto en que salieron del bar, ni el momento en que caminaron hacia allá, ni
cómo llegaron o cómo acabaron así. No recuerdas ni su nombre ni su cara. Fue
como un sueño. Como una pesadilla. Recuerdas el dolor. Recuerdas haber dicho que
no, que no por favor, que tú no… Recuerdas su voz. Recuerdas su aliento en tu
nuca y cómo te jaló el cabello. Recuerdas el sentimiento de esa cosa entrando
en ti por la fuerza. En algún momento dejaste de sentir. Tu sistema se bloqueó
y te convertiste en un muñeco de trapo dejado y manso. Y el muy hijo de puta te
pegó en la cara para que despertaras y volvieras a sentir. Lo sabes porque te
duele la nariz, porque tienes la nariz ensangrentada y porque después del golpe
cobraste conciencia y supiste que estabas siendo violado por un desconocido de
bar, en la calle, de la manera más grotesca e inverosimil. A tu ex mujer le dijiste: no te
preocupes, amor, después de un poco de dolor viene el placer. ¿Es verdad?
No sabes cuánto duró, pero te
pareció eterno. Sí, lo de siempre. Las víctimas de violación siempre cuentan
más o menos la misma historia. ¿Y luego? Despertaste. ¿En dónde? En la calle
dónde vivía tu ex esposa antes de casarse contigo. ¿Cómo llegaste hasta ahí? No
lo sabes, no, claro. ¿Cómo pudiste caminar tanto después de haber sido violado?
No quieres ni imaginarlo. ¿Te arrastraste? Bueno, un día ella te gritó que un
día volverías arrastrándote y ese día ella ya no estaría ahí. A eso has venido,
¿no? A ver si hoy es ese día. El día en que ella ya no estará para aliviar tu
vida.
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