Mira, te lo voy a contar porque te considero mi hermano, cabrón, y… porque ya estoy muy borracho. Y porque ya no quiero esconderlo más. ¿Okey?
Bueno, mira… todo comenzó hace un año,
cuando…
No, fue hace como año y medio. Sí, como
dos años a lo mucho.
Fui a la fiesta de Javier Escamilla, el
escritor. El que te caga la madre porque no te quiso saludar un día, creo que
en la fiesta de Carlos, o en la de Pedro. No sé, chinga. Da igual.
El chiste es que en la fiesta esa me dieron
ganas de orinar. Normal, ¿no? Así que le pregunté a todos por Javier. Nadie
sabía dónde estaba, o nadie me quiso decir; yo lo quería para preguntarle por
el baño. No sé por qué no le pregunté a alguien más, o a uno de los que pregunté
por Javier. A veces pasan cosas raras en esta vida. Más cuando está uno pedo.
¡Y yo estaba bien pedo! Más que ahorita, en serio. Creo que me bebí una botella
de whisky yo solo antes de llegar a la fiesta, imagínate. Además ya sabes que
cuando me empedo me pongo paranoico y no quiero hablar con desconocidos. No
quiero que se burlen de mí porque cuando estoy pedo ya no sé ni lo que digo, me
cae.
Bueno, el caso es que me fui a buscar
el baño yo solo. Me puse a pasear por los pasillos de la casa. Era una casa
grande, en Xochimilco. Una casa de pueblo, de esas de una sola planta, pero bien
pinche grande; con puertas que dan a habitaciones con puertas que dan a otras
habitaciones. De esas puertas que interconectan habitaciones, pues.
La casa me recordó a la de mi abuelo, la
que tuvo mi abuelo, el padre de mi madre, en el pueblo de San Francisco Magú.
De niño estaba chingón ir a su casa porque la habitación que nos daban a los
primos conectaba con la habitación que les daban a las primas. No directamente.
Pa que me entiendas, pues: en la habitación de los primos había un baño. Ese
baño tenía otra puerta, que daba a la habitación de las primas. Y ya sabes,
jajaja, los primos y las primas…
Ahí andaba yo, pues, abriendo todas las
puertas de la casa de Javier, que, creo, heredó de su padre, quien la recibió
de su padre, o sea del abuelo de Javier; porque una casa de esas ya no la
puedes comprar, ¡ya no hay!, ya valieron madre aquellos días donde uno decía: ¡este
pinche pedazo de tierra es mío!, y construía ahí lo que le daba la gana. ¡Esas
sí eran casas, chinga! ¡No como los pinches huevitos de caja de cartón que
venden ahora en tres millones de mis pinches huevos!
Carajo, bueno, abrí una puerta y entré
a una habitación. A la cocina. Y de ahí, otra puerta me sacó al patio. Un patio
grande con una fuente sin agua al centro. Pero como era de noche y hacía frío y
lo que yo quería era llegar al baño, entré a otra puerta que estaba enfrente.
Atravesé el patio, pues. Esa sí era una recámara. Supuse que era la de Javier
porque además de la cama sólo había un escritorio de madera vieja y un montón
de libros viejos encima.
Y pa no hacerte el cuento largo, pinche
Luis, el caso es que de puerta en puerta llegué al baño, a uno de los muchos que
supuse habría, no sé. Todo bien hasta ahí. Descargué el tanque y todo y me
dije: ay, ojalá hubiera traído tantita coca. Por pinche puto no llevé. Porque pensé
que la gente de la fiesta de Javier sería muy mamona. Ya sabes, los selectos
superamigos del superescritor Javier Escamilla. No quería hacer quedar mal a
Javier con mis vicios delante de su gente. A mí al primer lineazo se me enchueca
la mandíbula, caray, se me ponen los ojos rojos y comienzo a tartamudear.
Además, no pensaba quedarme mucho tiempo. Fui porque el pinche Javier me cae a
toda madre y me invitó de corazón, yo sé, aunque supiera que yo no encajo en su
círculo de intelectuales. Siempre me invitaba a sus pinches fiestas en la casa
de Xochimilco, pero nunca iba. Bueno, hasta esa vez nunca había ido. Digamos
que ya se la debía. Siempre me contaba de lo chingona que se puso la fiesta en
Xochi, y la chingada… ¿ves?
Ah, sí, bueno, olvida eso… el chiste es
que… ay, no mames, qué cagado, neta, qué pinche cagado… en el cuarto de baño
había otra puerta. Como en la casa de mi abuelo, sí. No sé, de repente me entró
algo así como un deyabú, o una epifanía, o un recuerdo cabrón cabrón, con la
sensación y todo, de los días en que iba a casa de mi abuelo. De lo que te
conté de los primos y las primas. No sé, te digo que ya iba pedísimo. Sentí
como si esa casa y esa puerta fueran las mismas en que yo jugaba, y que si la
abría encontraría la habitación llena de mis primas, como hace casi veinte años.
Abrí la puerta. Daba a otra recamara,
claro. Y bueno, pues… vi a una mujer.
Ahí adentro había una mujer sentada en un tocador rústico. Era una mujer
muy rara. Vieja y regordeta, pero con un vestido rojo muy ajustado. Era rubia.
Se maquillaba con delicadeza. Me miró por el espejo y me sonrió. ¡Ay, cabrón,
estaba pedísimo y se me bajó la peda! me dijo: ven, no te voy a comer. ¡Era Javier!
¡Neta, te lo juro! ¡Era el pinche Javier Escamilla vestido de mujer!
Me salí en chinga. Corrí como pude por la casa hasta encontrar una salida
al patio central. Ahí tomé aire. Estaba muy nervioso. Eso de los jotos a mí no se
me da. Busqué la manera de regresar a la fiesta para encontrar la salida
principal de la casa y largarme de ahí en putiza. Me subí a mi coche y ruuuunnn
hasta mi casa, cabrón. Estaba impactado, de verdad. Yo nunca…
No volví a ver al joto de Javier nunca más. No lo he visto desde ese día.
Ni él me ha llamado. Supongo que sabe que no lo voy a perdonar.
Bueno, eso no importa. Lo que importa
es… que…
Mira, no sé muy bien cómo explicar
esto, pero… ver a Javier así, vestido de mujer, sentado con naturalidad frente
a un tocador y pintarse los labios... y decirme, ay, con esa voz de hombre que
finge ser mujer, con su voz de puto, pues… y su risa. Y su frase: …no te voy a
comer. Vale verga, Luis. No sabes lo
que sentí. Javier era…
Ya sé que vas a decir que cómo digo que
no me gusta el ambiente gay si yo… pero… chinga, Luis, te lo voy a contar en
serio porque eres mi hermano, canijo. Espero que tú sí puedas entenderlo.
Confío en ti, cabrón. No te vayas a burlar…
Íralo, ya te estás riendo, culero. No, ya. En serio, puto, lo que te voy a
decir es de cabrones. De cabrón a cabrón.
Ver a Javier así me marcó. No sé cómo…
me marcó mucho, Luis.
Javier era como un hermano mayor para mí, tú lo sabes. A pesar de que en
nada nos parecemos él y yo. Además de que casi no lo veo ni entiendo su mundo
intelectual de libros y novelas y cuentos y la mamada y media que hace… siempre
sentí admiración por él, un cariño muy especial. Y verlo así me deshizo. Como
si un vaso de cristal chocara contra el
suelo. Como dicen las pinches viejas cuando las ofendes y les pides perdón: ¡a
ver, culero, deja caer un vaso de cristal al suelo y luego pídele perdón e
intenta dejarlo como estaba antes! jajajaja.
Bueno, Luis, pues después de ese día me dio por pensar mucho en Javier. En
su vida, en sus diversiones. Me dije: ¿entonces en sus fiestas de Xochi siempre
se viste de mujer, el puñal? Ya sé que es raro, pero yo sé que no es puto. No
se acuesta con hombres, estoy seguro. Nunca me lo dijo. No sé cómo lo sé, pero
lo sé. Te lo apuesto, cabrón. No puede ser. Yo creo que más bien es una de esas
excentricidades de escritor, de artista. Ya ves que esos canijos están bien
chiflados. Bueno, así lo quise ver. Pensé que quizá se trataba del personaje de
una novela, ¿no? Que vestirse de mujer era para él como encarnar a alguno de
sus personajes femeninos. Quién sabe.
Me obsesioné. Primero con la imagen, luego con la idea. Sí, con la idea.
Necesitaba saber por qué Javier se vestía de mujer.
¡Y no, cabrón, que no es por puto, chinga! ¡Yo sé que no! Antes lo
sospechaba… ahora… lo sé, Luis. Lo sé porque… mira, esto es lo que trato de
explicarte desde que te traje a esta pinche cantina: yo me visto de mujer. Sí,
Luis, lo que se cuenta de mí es verdad. Aunque no es como se cuenta, no es tan
pinche vulgar ni tan pinche exagerado. Sobre todo lo que cuenta Raúl; ese hijo
de la chingada nomás quiere joderme la reputación.
Me obsesioné, como te digo, cabrón. ¡Tenía qué saber!
Las piernas peludas de Javier… el color artificial de las medias encima de
las piernas… su trasero gordo empujando la tela roja con todas sus fuerzas… el
cabello de la peluca cayéndole sobre el pecho descubierto… Imágenes, Luis,
imágenes e ideas que no me podía sacar de la cabeza.
La primera vez lo hice en mi casa. Compré una botella, coca… oh, sí, ya
antes había comprado la ropa. Compré medias y calzones de mujer y un vestido
negro. Todo lo compré en la glorieta de Insurgentes. En el local que vende ropa
pa putas, el que está del otro lado de la glorieta, donde ponen los maniquíes
esos y venden disfraces pa estríper y la madre.
¿Qué cómo fue? Ja. ¿Sabes qué? Me sentí chingón, jajaja. No te rías,
culero, ya sé que es vergonzoso, pero, neta, me sentí chido, me sentí bien.
Hasta me dieron ganas de salirme a la calle a jotear. Pero no había comprado
zapatos ni peluca ni nada. Sólo la ropa interior y el vestido. Claro que ahora
ya tengo de todo. Zapatos, vestidos, blusas, tangas de todos colores y… ¡sabores!,
jajaja no es cierto, y hasta tengo pelucas y maquillaje y dos bolsos.
Y bueno, un día sí me salí. Y pa colmo, ese pinche día, el único que me
armé de valor pa salir, me encontré a Raúl en la calle. Sí me reconoció, eh. Y
por eso corrió el chisme de mí. ¿Pero sabes qué? No me voy a detener por él,
Luis. La neta no. Y hasta te voy a decir una cosa. De hombres, de canijos… de
hombre a a hombre, cabrón: todos los hombres deberían vestirse de mujer al
menos una vez en su vida.
Te lo cuento a ti, derecho, porque te quiero, cabrón. Porque eres como mi
hermano. Y para que no te lo cuenten por otro lado, pues.
Impredecible. Debí anticiparme a la sorpresa en la trama, pero no. Caí en la trampa, como siempre. Estupendo narrador Martín Petrozza.
ResponderEliminarMuy bueno
ResponderEliminarMuy bueno. Me hizo reir demasiado. Quiza ese no era el objetivo, pero bueno, lo hizo. Tu hermano. Van.
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