Texto por: Adrián Silva
Pensé
que jamás volvería a pasar por una de esas típicas escenas de celotipia.
Ingenuo. Me equivoqué…
Ya
habían pasado varios años desde que, por fin, pude superar un problema de apego
patológico. ¡Vaya que me costó trabajo!
A veces uno se encuentra tan enfermo que ya no sabe qué diablos es lo
que le ata a una persona. Es aquí donde aparece el recuerdo de Patricia. El
problema fue que nos conocimos muy jóvenes. Ambos teníamos 15 años (yo me
encontraba en vísperas de los 16). Honestamente, pensé que se trataría de una
aventura más, de esas que se suscitan en plena adolescencia, pero no fue así.
Nuestros primeros encuentros, ni se quedaron en primeros ni en últimos, sino
que se extendieron más de una década. Ahora me pregunto cómo pudo ser posible. ¡Quién
no se lo preguntaría!
Dado
que mi propósito no se trata de exponer una radiografía de nuestra absurda (y
nada interesante) relación amorosa, únicamente me remitiré a destacar un caso
sumamente incómodo y gracioso de sus tan típicas escenas de celos (porque,
aunque nuestras, se distinguieron por ser muy suyas).
En
cierta ocasión asistimos al cine. Ella prefería las películas de acción. En mi
caso, me daba igual, al final si yo decidía qué película ir a ver de inmediato
recibía una mueca, así que mejor, sumiso, aceptaba su decisión. A veces uno prefiere ceder a discutir por
casi cuatro desgastantes horas (o quizás, días).
Jamás
creí posible que alguien pudiese sentir celos de una mujer ficticia, pero es
real.
Noté
que Patricia estaba encabronada, claro, no era nada atípico, sin embargo, solía
estar así en plena conversación y/o interacción (de cualquier naturaleza), pero
¿en plena estaticidad y silencio? ¿viendo una película? De verdad no lo pude
comprender de inmediato. Pues sucede que estaba así porque sintió celos de un
maldito personaje de la película. Increíble, pero cierto. Por supuesto tuve que
preguntar el porqué de su característica jeta. Típico, hubo un silencio largo y
prolongado, acompañado de una extraña rigidez corporal. Luego respondió:
-Te
haces pendejo…
A
lo que respondí que, por supuesto, a veces nos hacemos pendejos, pero que
propiamente ese día no era mi intención. Incluso me imaginé que había
descuidado un poco otorgarle mi atención, ya que, a veces, tenemos que tomarlas
de la mano para que “sientan tu compañía y cercanía”. (¿en el cine? ¡Merde!).
Particularmente, eso sí me parece hacerse pendejo, pero bueno…
Luego,
como ya comenté, evidenció una expresión inédita de los celos, ¿encelarse de un
personaje de una película? ¿es en serio? ¿cómo puede ser posible? Pues ella
insistió en que yo no dejaba de mirarla (esto sí que es de cagarse de risa) ¡no
mames! ¡Es una película! La experiencia es ¡audiovisual!
Nos
retiramos del cine. En ese momento fingí estar sordo y ser una transparencia.
Creo que ella dijo cosas, no las tomé en cuenta. De hecho, irme del cine no me
perturbó en ningún sentido, de todos modos, ella elegía las películas y nunca
me gustaban. Lo perturbador de la situación fue soportarla, desde su rostro
fruncido hasta las arduas horas de alegatos sin sentido. E, insisto, fingía ser
una transparencia, pero obvio, aunque tratase de omitir sus arrebatos soñando
despierto, la padecía.
A
partir de ese día lo volvió a hacer y en múltiples ocasiones. Incluso ya no le
importaba interrumpir a los asistentes de la sala. Muchas veces enloqueció por
completo. Bajo esas circunstancias me colocaba unos audífonos simbólicos y me
la imaginaba en camisa de fuerza, encerrada en un pozo y tres metros bajo
tierra.
II
Después
de esa particular e insólita experiencia pensé que ya no experimentaría algo
parecido. Ingenuo. Me equivoqué…
Hace
unos días, mi carnal, Dani, “el lanoso”, me invitó a su comida de graduación. Asistí
con Elizabeth. Ellaya había manifestado un par de escenas muy particulares de
celos, pero en esta ocasión “se voló la barda”.
Parecía
que esa tarde todo transcurría en plena tranquilidad. Ricas carnitas, chelas,
buena conversación. Sin embargo, Elizabeth, comenzó a beber. ¿Qué significa
eso? Ah, pues anteriormente, le prohibí beber, pero no fue por macho, ni mucho
menos por autoritario, sino porque cada que comenzaba a beber realmente me
preocupaba. Solía ponerse agresiva, o sea malacopa,
en serio, muy malacopa.
Bebió.
Todo comenzó con la típica mueca, rigidez y seriedad absoluta. Por supuesto,
supe que ya había valido madre. ¿Qué hice? Según yo, nada para faltarle al
respeto; según ella, le estuve coqueteando a dos chicas. A una porque le serví
un vaso de refresco; a otra porque no dejaba de observarla.
Me
valió madre (pues alucinó por completo). Seguí bebiendo, conversando e
interactuando con todo el que se me cruzara. Supuse que entre menos la tomara
en cuenta todo menguaría significativamente. ¡Qué pendejo! ¡se trataba de una
mujer peda, celosa, ignorada y malacopa!
En
efecto, intensificó terriblemente su enojo y se convirtió en performance, todo mundo se percató de la
“parejita peleándose”. Incómodo muy, pero muy incómodo. ¿Qué cómo lo resolví?
La enfrenté con comicidad, ironicé y reí, seguí bebiendo. Aproveché la
situación para hacer nuevos amigos. Me di cuenta de que todos habían o seguían
teniendo problemas similares. Alevoso, lo utilicé a mi favor.
Todos
se dieron cuenta de la verdadera situación, pero, además, ella no se mesuró,
por lo que la bandera de loca fue ondeada por su propia voluntad…
Texto por: Adrián Silva
Nunca falta la novia que arma un pancho, se pone como la mole y se convierte en Celosina.
ResponderEliminarOigan, nunca de los nunca, jamás, jamás, le vayan a mirar en donde la espalda pierde el nombre a otra chava o chavas mientras estén con sus novias, aguántense estoicamente como los buenos machos.
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