Texto por: Alberto Blazquez
Acabábamos
de “hacer el amor” y ya volvía a odiarla con toda mi alma. Tras mi última
embestida y sin esperar a que llegase a sacársela, se había quedado quieta, con
los ojos cerrados y una extraña sonrisa en sus labios enrojecidos. Ahora
escuchaba su respiración pausada. El mero hecho de
tenerla allí dormida a mi lado me producía nauseas. La odiaba. Hasta la última
fibra de mi ser odiaba ese cuerpo, esa mente, esa voz… todo lo que suponía.
Me
incorporé y me senté en la cama. Mientras liaba un cigarrillo observé su pecho
subir y bajar lentamente, al ritmo de su respiración. Fumé fijándome en sus
pezones, los cuales había mordido miles de veces y sentí deseos de volver a
hacerlo. Respiré hondo, embriagado por el ambiente. Apestaba a sexo, tabaco,
sudor y odio. Cuando el odio se vuelve tan intenso que no lo puedes ocultar
también puede olerse.
Sonó
mi teléfono móvil. Lo dejé sonar durante unos veinte segundos con la intención
de que el sonido la despertase, no por sentir necesidad de hablar con ella o
algo por el estilo, más bien solo por joderla, pero no se movió de su posición.
Deseé que hubiese muerto. Me levanté y cogí el teléfono, ya que su sonido me
estaba desquiciando.
– ¿Si? – pregunté, sin mirar siquiera el
nombre del contacto que me llamaba.
– Pedro, – contestó la voz de mi encargado al
otro lado del teléfono, – hay demasiada mercancía hoy. Tienes que entrar antes
para ayudar a cargar.
Diez
segundos de silencio.
–
Pedro, ¿estás ahí? – se impacientó el desgraciado.
–
Sí, estoy “ahí”. En veinte minutos llegaré.
Colgué
el teléfono antes de que me diese las gracias, porque sabía que no iba a
hacerlo, y me puse a liar otro cigarro, con calma. Estaba harto de ese
bastardo. Siempre había mucho trabajo, pero el sueldo era igual. Con gusto
podría hacerlo él todo, no pensaba ir cuatro horas antes a trabajar. Lo acababa
de decidir. Podía esperar sentado.
Subí
la persiana haciendo el máximo ruido posible al tirar de la cinta con la intención
de putear a esa desgracia que dormía en la cama, y salí de la habitación dando
un portazo. Esperé tras la puerta en silencio para ver si se había despertado,
pero no escuché ningún movimiento. Ya se había acostumbrado. Al fin y al cabo,
tenía suerte, yo también pensé durante muchos años que podría acostumbrarme,
pero jamás llegué a conseguirlo. Durante otra serie de días interminables probé
a ignorarla, pero, qué va, me resultaba imposible. Ahora me dedicaba a
envenenarme pensando cuanto la odiaba a cada momento. Solo con imaginar su
nombre sentía rabia.
Vagué
por el pasillo, sorteando bártulos abandonados que nadie se molestaba nunca en
recoger y me encontré con nuestro gato, Apollo Creed. En su día se dedicaba a
marcar continuamente mi cara con su pata, de ahí su nombre, pero ahora recorría
la casa en la penumbra, buscando comida donde podía. Solía comer todo tipo de
mierda y enfermaba a menudo. Se encontraba andando a trompicones mientras
tosía, preso de arcadas enloquecidas. Bajó la cabeza y vomitó. Le observé, aún
desnudo. Se estaba reponiendo de la vomitona y reparó en el charco que había
generado su estómago, lo olfateó y comenzó a lamerlo. Le aparté con el pie de
mi camino, no soportaba a ese gato.
Me
puse una camiseta que encontré por el pasillo y unos vaqueros manchados que
recogí de lo que en otros tiempos fue un sofá. Ni siquiera me puse
calzoncillos. Paré en la entrada de casa y me miré en el espejo del recibidor.
Tenía cenizas en el pelo, que empezaba ya a clarear en diversas zonas. La barba
había estado creciendo, descuidada, durante un par de días y tenía los ojos
enrojecidos y acuosos. Sentí asco. Sabía perfectamente que no la odiaba a ella,
me odiaba a mí, pero me resultaba más fácil creer que era a la inversa. Aticé
un golpe al espejo con el reverso de la mano, tratando de borrar ese esperpento
que estaba en el espejo, pero solo conseguí hacerme daño en la mano.
Salí
de casa y dejé que la luz de la luna me acariciase la cara. Me sentía realmente
enfermo. Llevaba treinta y ocho horas sin comer, casi cuarenta y ocho sin
dormir y sabe Dios cuanto tiempo sin cagar. Solo con pensarlo empecé a sudar
frío. No es que el sudor estuviese frío, es que estaba irradiando frío. No
comprendía como se me podía poner dura aún, pero esa hija de puta siempre lo
había conseguido. Era el pegamento de la cohesión del “ambiente hogareño”,
follar. Era lo que impedía que diésemos rienda suelta al asco que nos teníamos
el uno al otro, y acabásemos por matarnos entre nosotros, llevándonos por
delante a ese asqueroso gato.
Todavía
no había salido el sol, y la luna se reía de mí desde el cielo. ¿Qué hora
podría ser?, ¿las cuatro de la mañana? Que importaba. Pensé en mi jefe. Hacía
falta ser muy despreciable para llamar a una persona a las cuatro de la mañana
para que entre a trabajar. ¿Qué necesidad había de interrumpir el sueño de
alguien, para tratar de que se arrastre a un sitio que detesta, para hacer algo
que detesta, con gente que detesta, bajo las ordenes de alguien que detesta?
Era de locos. Mi jefe estaba loco. Y yo también.
Me
crucé con un hombrecillo que caminaba con calma, pero con energía. Silbaba con
alegría una melodía de un anuncio, y eso me irritó. La luna se reflejaba en su
rostro, burlona. “Silba, silba”, pensé, “la luna se ríe de ti, de mí, de mi
jefe, del tuyo y de todos”. Pasó por mi lado, ajeno a mis pensamientos y dejó
un regusto a colonia que me revolvió el estómago. No pude resistirlo más, me
sentéy luché contra las náuseas. Conseguí dominarlas porque no tenía nada que vomitar
dentro de mí, y me dediqué a dejar pasar la madrugada.
Sentado
en el banco observé un gato callejero. Me recordaba al mío, blanco y con
manchas negras. Le odié a él también. Había estado allí todo el tiempo,
maullando hacia el cielo, pero simplemente no había reparado en su presencia.
Me levanté despacio para no espantarlo, y me armé con un adoquín que reposaba
cerca del banco. El gato fijó sus ojos nocturnos en mí, y durante todo el
proceso me observó con atención, listo para correr cuando fuese preciso. Apreté
el adoquín en mi mano. Me hice daño al clavarle las uñas y, mientras una de
ellas se rompía en tres trozos, pensé en ella, pensé en mí, pensé en mi jefe,
en el señor que silbaba, en mi gato, en todos los gatos que maúllan a la luna
pensado que van a ser escuchados y en todas las personas que aúllan como gatos.
Temblé de rabia y frío y, con un certero lanzamiento, el adoquín voló hacia el
gato, que se lanzó contra unos arbustos buscando refugio. Fue rápido, pero le
había sorprendido. La pedrada llegó a golpearle en los cuartos traseros, pero
consiguió penetrar en los arbustos con un maullido sobrenatural impregnado de
dolor.
Y
todo en menos de tres putos segundos.
La
adrenalina se mezcló con el dolor febril que me recorría el cuerpo, y corrí
hasta los arbustos chillando el nombre de mi gato, mientras le retaba a ser
valiente y a salir. Viendo que no atendía a mis demandas, removí los arbustos
con un palo y los pateé hasta que fui consciente que los arbustos se lo habían
tragado ya, les pertenecía.
Vagué
por las calles sin rumbo. Solo necesitaba calma. La vida me había derrotado. Y
yo lo sabía. Eso era todo, no había que pensarlo más. Me habían hecho papilla. Nunca
se es tan fuerte como te hacen creer, como mucho puedes elegir de qué manera
morir de hambre, si eres afortunado.
Un
murmullo vetado interrumpió mi paseo. Eso me molestó profundamente. Busqué al
responsable con la mirada y lo encontré. La ventana de un bajo estaba iluminada
y podía escucharse dentro el relato monótono de un televisor. Ese hombre estaba
chiflado. ¿Ver la tele a las cinco y media de la mañana? Tenía que darle un
escarmiento. Eran ese tipo de despojos los que contaminaban las sociedades de
bien. Me acerqué decidido a la ventana, que, aunque parezca mentira, no tenía
barrotes ni ninguna protección contra vándalos justicieros como yo, o como los
adolescentes del barrio que aún son felices y están en edad de decidir en qué
malgastar su vida. Aporreé el cristal con la mano cada vez más fuerte y pronto
una cara regordeta y enrojecida por la rabia se asomó, lanzando juramentos que
jamás había oído en toda mi vida. Resultaban ingeniosos. Le asesté un puñetazo
en la frente en cuanto abrió la ventana y le grité todo tipo de insultos y
palabras soeces. El gordo, asustado, corrió hacia el interior de la vivienda,
cerrando la puerta de la estancia. Yo cerré la ventana desde fuera y destrocé
el cristal a patadas. Ahora seguro que ponía barrotes.
Satisfecho
con mi hazaña, me senté en el bordillo. Me entretuve liando un cigarrillo, con
calma, y lo fumé tranquilo mientras pensaba en cuan divertida era la existencia
humana. Toda una vida hablando, riendo, andando, meando, cagando, cepillándote
los dientes, peinándote el pelo, follando, fumando, escuchando música,
trabajando, leyendo… y, ¿para qué?
Unas
luces azules me iluminaron el rostro, mientras fumaba mi segundo cigarro. Las
luces provenían de un coche, del que dos individuos se bajaron. Otro coche de
luces azules se presentó en la escena. Me levanté y caminé hacia ellos. Me
hablaban, pero no les escuchaba. Estaba mirando a la luna, que seguía sonriendo
desde el cielo. Me sonreía como siempre, burlona, pero la diferencia es que esta
vez yo también le sonreía a ella. Porque había conseguido aullar como un
maldito humano por fin.
Texto por: Alberto Blazquez
Gran prosa, un buen texto lleno de rabia, odio, cabreo e incluso miedo. En un intento de destrozar el folio en el que se escribe, sin darse cuenta, el autor crea un sentimiento en el papel con el que muchos nos sentimos refejados.
ResponderEliminarHas hecho que en pocos minutos me ponga cachonda, después sienta pena, a continuación me ría y luego vuelva a sentir algo de pena.
ResponderEliminarMe ha gustado, me ha gustado muchísimo. Imagino que muchas personas nos sentiremos identificadas.
Ahora yo te pregunto también, ¿para qué?
Me gustaría saber qué pasaba por tu cabeza al escribir todo esto.
ResponderEliminarMe ha parecido espectacular. Que manera de escribir