Está sí es una niña de casa, una niñita
bien. La que puede sacarme de la mierda, fue lo que pensé cuando miré a Laura por vez
primera, en la heladería. Es lástima que la haya mirado por vez primera con las
gafas puestas. La noche anterior me había ido al Cabaretito a bailar con los jotos
y a pegarme tiros de coca. Estaba muy jodido esa mañana en Roxy, la heladería
de la Condesa. ¿Qué hacía yo en Roxy? Ah, sí. Cuando estoy de bajada me da por
hacer las cosas que hace la gente bien, para sentirme menos sucio. Me miro una
pelí en el cine, una de moda. Me tomó un café en Punta del cielo. Me compro
tenis Nike para correr (no corro, por supuesto). Descargo el último disco de
Justin Beiber (y lo pago, joder). Es que… en el fondo no quiero ser un
alcohólico pingaloca coquero y divorciado. Tengo treinta y cuatro años. ¿Saben
lo que es eso? Sí, lo saben.
Me acerqué a Laura
sigilosamente. Sin demostrar demasiado interés. Era una chica bonita, sí,
aunque… faltaba algo, no sé. No podía discutirse que era bonita, no. Lo era. Tendría
veintitantos años. Seguramente viviría cerca, a unas cuadras, o en Polanco. Estaba
sola, sentada a una mesa alta para dos personas. Comía un helado de vainilla.
Leía el último número de la Cosmopolitan
mexicana. Tenía un short de mezclilla y unas piernas largas, torneadas,
bronceadas, que terminaban en unos tenis Lacoste blancos. Muy fresca, la
Laurita. La saludé. Se extrañó. Salí del paso con un chiste malo, el de la mancha
de helado en tu nariz. Sonreí y le dije: tienes
una mancha de helado en tu nariz. Cogió una servilleta y se limpió,
avergonzada. Miró la servilleta. No había nada. Se limpió otra vez,
desesperada. ¿ya?, preguntó casi en
un susurro. Me reí y le dije, lo siento,
lo siento, era una broma, no tienes nada. Creo que se enfadó. Para
contentarla le dije: oye, oye, no te
pongas así. Te debo un helado, ¿okey? Sonrió. Di en el clavo. Dijo, casi
como una niña: no creerías cuántos
helados me puedo comer. Me quité las gafas y me senté en su mesa. Recargué
los codos sobre la mesa, sobre la revista, me acerqué mucho a ella. Podría pasarme todo el día mirándote comer
helados. Se carcajeó.
Fue un buen comienzo. Lo bueno
de andar abajo es que aflora mi lado bueno. Como decirlo, mi lado más… quiero
decir, no pienso en drogarme o emborracharme o meterme con una fulana de algún
antro. Lo malo es que me lo creo. Y lo peor: soy capaz de enamorarme de una
chica bonita de arraigados principios morales. Soy capaz de ir a misa con ella
y arrodillarme ante Dios y rezar el Padre nuestro con los ojos cerrados y con
verdadera fe, caray. Soy un asco cuando estoy sobrio y deprimido. Le compré un
helado de vainilla a Laura. Compré uno de chocolate para mí. Reímos mucho. Paseamos
por el camellón de Mazatlán. Sí, Laura vivía en la Condesa, como supuse. Le
pedí su Facebook y me lo dio. Quedé de chatear con ella algún día porque era
muy simpática y había disfrutado su compañía. Ella también disfrutó mi
compañía. Debía irse porque en media hora saldría con su madre a visitar a una
tía en Santa Fe.
Soy de lo peor, se los juro. No es que haya
mentido. Pero sabía que al anochecer volvería a beber y a consumir y pensaría
de ella que era una niña pendeja, con muchos prejuicios y muy pocas libertades,
encerrada en su casa con su mamá y su perrito y sus sueños de princesa. Vivir
es embriagarte, meterte coca por las narices y cogerte a una vieja buena del
África. Apuesto a que Laura no sería capaz de hacer el amor en el baño de un
antro. Quizá ni la chupe.
Como sea. Ya estaba hecho. El bajón había pasado.
Me sentía bien. Me había ligado, o por ahí iba, a una chavita bien sin mucha
dificultad. Eso siempre te hace sentir mejor. Saber que aún puedes levantarte
un coñito sin mucho esfuerzo. Sobre todo si es un coñito de casa. Significa que
aún no te ves tan jodido como para que una santurrona se espante contigo. Significa
que aún puedes seguir la fiesta sin sentirte culpable. Hay algunos que se
conforman con liarse con cualquiera. No tiene sentido. No hay mérito en ligarte
a una chica fácil. Mídete con las niñitas de casa. Esas son un logro. Un logro
excepcional. Y no porque sean muy inteligentes; por sus prejuicios. Su mundo
está lleno de filtros. Para llegar a ellas hay que canonizarse.
2
Busque a Laurix Bombiux en Facebook. No me tardé en encontrarla. Foto de perfil:
Laura en la playa, con sus amigas. Pescador y blusa de manga corta. Nada de
bikinis. Aún así era muy guapa. Pero había algo… no sé.
Le escribí un saludo. No pensé que contestara tan
rápido. Eran las dos de la tarde. Yo apenas me levantaba. Anoche me había
desvelado en el Lemon. Necesitaba sacarme la resaca. Las caritas amarillas y
los signos de admiración de Laurix Bombiux ayudaron mucho. Me dieron seguridad.
Casi estaba seguro que yo le gustaba. No, aún no estaba tan viejo ni tan
quemado. Chateamos casi por una hora. Le pregunté de su vida. Me contestó un
montón de pendejadas. Por ejemplo, que amaba a su perrito, un horrible pug
llamado Pancita y a su mami y a su tía Helena. No era vegetariana, pero evitaba
lo más posible la carne roja porque no soportaba pensar en la muerte de las
porbrecitas vaquitas. Había donado a Green Peace siete mil pesos los últimos
dos meses. Estaba suscrita como donadora. Y yo pensé que nadie era tan imbécil
de suscribirse a Green Peace, eh. Su padre se divorció de su madre hace mucho
tiempo, no recuerdo cuánto. Ella estudió Psicología en la Ibero, pero nunca
había trabajado y… aunque tenía pretensiones de hacerlo, no sé… algo le
decía que terminaría heredando. Su sueño era la paz mundial, o algo parecido,
pues.
La invité a cenar por la noche, en algún
restaurante de la Condesa. Aceptó encantada. Quedamos a las ocho de la noche,
después de que paseara al pug en Parque España. Preguntó si me molestaba que lo
llevase. Le dije que era alérgico al pelo de perro. No lo soy. No soporto a los
perros. En especial a los pugs. Son casi tan horribles como sus dueños.
En el restaurante me contó otro montón de cosas,
más o menos igual de cursis que las anteriores. Esta vez casi desespero. Logré
mantener la calma. Me repetía en mis adentros constantemente que apenas
terminara de cenar, llevaría a Laura a su casa y me iría corriendo al bar de
chinos de la glorieta. Probablemente ahí encontrara algún joto cocoquero que
pudiera venderme algo. Mientras tanto, reía de cada cosa que me contaba Laura.
Ella reía también. Su sonrisa era muy bonita. Sentí orgullo de estar a la mesa
de un restaurante elegante con una mujer tan guapa. Iba vestida impecablemente,
con zapatillas, vestido y cabello ondulado, suelto. Pensé que me gustaría
casarme con una mujer como ella. Entonces le dije: Laura, me gustas. Me gustas mucho. Debo decírtelo ahora, antes de que
sea demasiado tarde. Laura enrojeció. Hace mucho que no miraba enrojecer a
una mujer. Todas las mujeres que frecuento dejaron de enrojecer hace mucho tiempo.
Son unas putas descaradas. Si les salgo con el cuento de me gustas mucho, seguro me mandan al cuerno. Son capaces de
acostarse con desconocidos sin necesidad de flirteo verbal. Confesó encontrarme
atractivo, pero no quería darse prisas. Necesitaba salir conmigo algunos meses,
conocerme, darse tiempo para saber si realmente deseaba estar conmigo,
establecer una relación formal, casarnos… si todo marchaba. Ufff, qué locura. Pero
en ese momento yo era un caballero. Le propuse hacer a su modo. Estaba dispuesto
a invertir todo mi tiempo y esfuerzo en conquistarla.
Caminé con Laura, muy pegados, hasta su casa. La
dejé y la despedí con un beso en la mejilla y un abrazo largo. Estaba muy
entusiasmada. ¿Es que nadie antes la había intentado ligar? Tenía veintitantos
años, aunque me daba la impresión de tratar con una quinceañera.
3
Laura llamó. Contesté, pero sin reconocer el número. Con una voz horrible,
la voz del borracho derrotado y quemado por la resaca, constesté: hooola, quien hablaaa??? Su reacción fue
de sorpresa y espanto. Cuando nos entendimos, le mentí que estaba enfermo. Era
el domingo siguiente a la cena. después de dejarla en casa me fui de borracho
a la Zona Rosa. Serían las dos de la tarde. Se preocupó mucho. Le insistí que
no era nada, que pasaría en unas horas, pero se empeñó en visitarme y cuidarme.
No cabe duda de que era una buena chica. Yo vivía en la Roma, pero en un
cuchitril asqueroso que rentaba mucho más caro de lo que valía. Vivía ahí y
pagaba muy cara mi estancia únicamente porque estando ahí podía salir de noche
caminando y porque siempre era en la Juárez, la Roma o la Condesa donde me
emborrachaba. La casa de Laura quedaba a unos veinticinco minutos caminando. Quizá
menos, pero a paso relajado, eso. No deseaba tener a Laura en mi casa (en
realidad un cuarto de azotea). Ante su inflexibilidad, le propuse que, de estar
tan interesada en mi salud, mejor me encontrara en la farmacia de Sonora y
Parque México, donde daban consultas médicas y vendían medicamentos genéricos. Se
negó. Dijo que no confiara en ese tipo de médicos. Me excusé. Lo siento, dije,
pero yo no soy rico, si quiero ver a un médico… Se ofreció a pasar por mí y llevarme al Sanatorio Durango o al Star Médica de Querétaro.
Bueno, no estaba nada mal esta vida, eh. Recostado
en el copiloto de una Land Rover fui transportado al Star Médica. Qué
ridículo. Y todo por una cruda.
Sí, soy capaz de llevar una mentira tan lejos. Me
hice revisar por un médico, que a fin de cuentas supo que yo no tenía nada sino una resaca de cerveza y cocaína. Deje que Laura pagara la cuenta. Dejé
que, saliendo del hospital, me invitara unos tacos de barbacoa. Dejé que Laura
me acariciara el cabello y me contara intimidades que la acercaban a mí de
manera irremediable. Dejé, como diría mi amigo el filósofo, que el agua de su
alma se vertiera en mi frío jarrón de barro. Que se enamorara, pues. De un
hombre falso e inexistente. De unas cualidades que yo no poseía. Lo hice porque
estar con ella me hacía sentir bien. Laura era mi aspirina moral para mis
resacas morales. Mientras estaba con ella en sitios públicos, me sentía un
caballero, con dinero suficiente para llevar a mi esposa a comer a un
restaurante, en mi camioneta Land Rover. Incluso, Laura me dejó conducir la
camioneta. Casi me lo pidió de rodillas. Ella no disfrutaba conducir. Le
estresaba mucho. Si había tendido el valor de sacar la camioneta era porque
necesitaba llevarme a un hospital, no porque lo hiciera con frecuencia.
Después de la comida llevé a Laura a su casa,
conduciendo su camioneta. La estacioné afuera de su casa. Una señora estaba ahí
afuera, en el zaguán de la casa. Es mi
madre, dijo Laura. Bueno, sentí miedo y vergüenza. Un hombre de treinta y
cuatro años medio acabado por la droga y con aliento a tacos. Su madre se nos
quedó viendo. Más a mí que ella, por supuesto.
Laura nos presentó. Le estiré la mano en un saludo
y ella, sin darme la mano, me miró de tal modo que supe que jamás me aceptaría.
Entró a la casa. Laura y yo nos despedimos. Prometí llamarla por la noche, en
cuanto hubiera descansado y me sintiera mejor. Ella se disculpó por la actitud
de su madre. Me explicó que quedó loca luego de la separación con su marido. Nos
abrazamos. Laura me susurró al oído, te
quiero. Yo le susurré, yo también,
Laurita. Yo también.
Pero durante la tarde comencé a olvidarme de Laura.
Al anochecer ya ni recordaba que había quedado de llamarle. Estaba planeando a
dónde ir y dónde comprar hierba y cocaína para armar unos primos y quedarme en
casa a volar. Porque me sentía muy feliz.
No lo prefiero con manzana jiji besitosss
ResponderEliminarGuácala
ResponderEliminarPerfecto, ya puedes convertirte en escritor porno
ResponderEliminarme va gustando mucho el relato... voy a la mitad
ResponderEliminarGenial y real! Felicidades Verònica.
ResponderEliminarestaría bien q tuviera 2a. parte
ResponderEliminarMe encanto espero y publique una segunda parte.
ResponderEliminarMe gusto mucho su texto. Espero que haya segunda parte y también me gustaría leer otros textos suyos.
ResponderEliminarTomalos con calma. Digo, al whisky y al divorcio. Siempre hay segundas y terceras oportunidades.
ResponderEliminarEstá bueno!
ResponderEliminarDefinitivamente tienes madera de escritor.
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