Avanzaba lentamente por la acera que va al sur,
bajo el sofocante sol contaminado de la Ciudad de México. Qué más da. Era el
Greñas, un vago de la Glorieta al que conocía muy bien, aunque él a veces no me
recordaba. Se balanceaba sobre la delgada línea que separa la locura y la
razón. Estaba a punto de romperse la jeta al caerse de dicha línea. Le saludé
con la mano, desde la acera que va al norte, pero me ignoró. Siguió de frente,
con la cabeza gacha y los zapatos rotos y el hocico caliente, pensando en las
podredumbres en que piensan los vagos: ve tú a saber. ¿A dónde irá? A donde
vamos todos: a la tumba. A la jodida eterna tumba juzgadora. A mí nadie me va a
juzgar. ¡Qué más da!
Continué hasta la Glorieta de los Insurgentes. Me
miré los pies antes de entrar a bar de T. Yo también tenía los zapatos rotos.
Pero estaba muy lejos de caer en la locura. Lo mío era diferente. Solo quería
una cerveza más. Hasta la última. Hasta la tumba. Hasta que encontrase un modo/
Oye, P., quítate de ahí, bloqueas la entrada, maldito seas. Era T. Entré sin
discutir. Tomé asiento a mi mesa habitual, la que da al sanitario, y me quedé
ahí pensando en/ ¿Lo de siempre, P.? Asentí con la cabeza. T. me puso una
cerveza de litro doscientos y un tarro de cristal (jamás aceptaba
vasos de plástico. Tuve que joder a T. con los vasos por lo menos dos meses
hasta que dejó de ofrecérmelos si quiera). Saqué un libro y me puse a leer,
pero no pude leer. Siempre llevaba un libro en la bolsa del culo; estaba por
dejarlo porque nunca podía leer. La cabeza me daba vueltas. Siempre iba un poco
borracho a todos lados. Perdí muchos libros así. Se salían de la bolsa cuando
me emborrachaba o cuando dormía en bancas públicas, o qué sé yo. No puedo
asegurar algo porque siempre ocurría sin que yo me percatase, claro está.
Cuando era más joven podía leer incluso con la cabeza dándome vueltas y
recitarte los mejores poemas sin titubear. Ahora recuerdo casi nada. La
naturaleza acabará con todos nosotros sin piedad. Antes de que nosotros
acabemos con ella.
La muerte de los perritos de Parque México me tiene
sin cuidado. Me interesa más abrir caso para saber quién robó mi cajetilla de
cigarrillos la semana pasada, en Parque México, precisamente. La dejé al lado
mío, mientras dormitaba en una de las bancas; cuando abrí los ojos ya no
estaba. ¡Qué hijos de puta! Los perritos muertos ya están en el cielo de los
perros, ¿qué más quieren? Ya no tendrán que sufrir a sus dueños.
A los veinte minutos entró C. Venía con Dulce, una
mujercita que se sacó de un evento de poesía (Dios santo, qué mierda) y que le
seguía a todos lados. Amaba a los perritos y a todos los animales (según ella;
aunque jamás mostró tanto afecto por un aye aye como por un horrible perro
pug). Quedé con ellos y por eso estaban ahí. Sabía que vendría con Dulce y que
ella amaba a los animales (por eso recordé a los perros de Parque México) y lo
primero que le dije cuando estuvo sentada a mi mesa, fue: la muerte de los
perritos de Parque México me tiene sin cuidado. Dulce no supo qué responder. C.
rió y dijo: eso, joder, a quién le importa; tanto drama por unos sacos de
huesos. Dulce tomó aire y comenzó a reñir. Olvidé todo lo que dijo. Me sabía el
cuento de memoria porque mi ex mujer y casi todas las mujeres con las que me
lié después de ella fueron amantes y defensoras de los animales. Vamos, no se
trata de ser un hijo de puta sádico. Mi odio no era contra los perros. Era
contra el amor histérico a los perros que se puso de moda. Mientras la gente se
preocupaba por saber quién mató a los animales, les metían la verga por el culo
con un corredor comercial en avenida Chapultepec. Políticos. Son los amos del
Universo. Pero Dulce manoteaba y lloriqueaba por los perritos mientras le
arrebatan algo mucho más importante (ni siquiera lo sospechaba y si se lo
dijeras a la cara, directo, no sería capaz de discernir; era un poetisa
cursilona y ridícula que usaba sandalias de cuero y blusas floreadas y leía El
Principito y lo utilizaba como Biblia para su filosofía de vida cursilona).
C. ordenó tres litros de cerveza y tarros. T. trajo
todo de mala gana. Odiaba que usásemos sus malditos tarros de cristal. Yio no sé pá. Cada quien tiene su manías.
Bebimos casi sin hablar porque a Dulce le incomodó
mucho el comentario de los perros. Trataba de no mirarme a los ojos (supongo
que me odiaba). Yo trataba de mirarla a los ojos. Solo por joder. Cuando lo
lograba le soltaba cosas en contra de los animales (no valen nada, son seres
inferiores/ el perro es una creación del hombre/ la gente que ama a los perros
desesperadamente tiene complejos muy grandes/ etc.). Estaba a punto de explotar
la pobre. C. reía conmigo pero no demasiado. No era tan idiota cómo para
desconocer que si yo la jodía más de la cuenta no se acostaría con él. Dulce
tenía un aire de infantilismo y unas tetas aceptables, así que por muy ridícula
que fuera, C. la llevaba con él a todos lados, esperando el momento de echarle
las manos encima. Desde hacía una semana no sucedía y C. ya se estaba hartando
del asunto. Me lo contó cuando quedamos hoy, a las cuatro
de la tarde en bar de T.
Bueno, a Dulce la salvó O. Llegó con una sonrisa en
la cara. Nos miró y amplió aún más la sonrisa. Se sentó a nuestra mesa sin
saludarnos siquiera. Lo primero que salió de su bocaza fue: ¡traigo una
marihuana nuclear! O algo así, no estoy seguro. Yo bostecé. C. se agitó de
emoción. Le alabó. Dulce sonrió. La muy hija de puta gozaba fumar hierba, así
lo decía: gozo fumar hierba. En realidad deseaba encajar con C. y con O., a los
que, por alguna extraña razón, consideraba admirables. Ya antes habían fumado
aquellos tres, en mi casa; Dulce solo daba pequeñas caladas falsas. Pero C. y
O. no la evidenciaban porque cuando inhalaba y expulsaba aire, movía las tetas
y eso los apendejaba más que la misma hierba. O. sacó de su mochila un
morralito y del morralito una bolsita y de la bolsita un puñito de hierba. Lo
esparció sobre la mesa y ahí mismo se puso a expurgar la marihuana. Mientras
tanto, Dulce se soltó con una aventura marihuanesca, algo que le pasó alguna
vez que fumó con unos amigos; el tipo de cosas que le pasan a los marihuanos y
por las cuales creen que la hierba es algo muy sagrado o divino o cercano a
Dios o a otros mundos desconocidos o a estados alterados de conciencia o a
aperturas de la mente y todas esas sandeces. Yo la miraba sin escuchar mientras
pensaba en qué pasaría si no tuviera tetas. Ni C. ni O. perderían el tiempo con
ella. Era una desadaptada y lo notabas. Según ella misma, no podía lograra una
relación estable con ningún chico, a pesar que los chicos la seguían, por sus
bolas, ya se sabe. C. y O. también son unos desadaptados, pensé, nada más
míralos, con esas fachas y esas ansias de fumar hierba y de emborracharse sin
hacer algo de sus vidas. De qué carajos hablo, si yo soy/ T. los miró liar
cigarrillos de hierba en su mesa y los sacó. ¡Me van a cerrar el lugar por su
culpa! ¡No hagan eso aquí, malditos sean, salgan! ¡Allá afuera puede hacer lo
que les dé la gana! Aproveché para ir al sanitario.
En el sanitario encontré a una chica, a una de
cabellos lacios, muy delgada, morena y con un culo respingado. La había mirado
otras ocasiones en el bar. La saludé con la cabeza. Me devolvió el saludo y
entró al sanitario antes de que pudiera decirle que me gustaba. Se lo diré
luego, pensé. Ya no regresé a la mesa. Me puse a dar vueltas por el bar a ver
si encontraba a alguien a quien joder. Todos los clientes de T. éramos más o
menos los mismos de siempre. Me encontré algunas caras conocidas. Nada para
entablar conversación. Regresé a la mesa y me serví en mi tarro.
No vi cuando entró. De un momento a otro estuvo
sentado a mi mesa. Era Britni, un travestido rocanrolero con pinta de Twister
Sister. Tenía más de cincuenta años, lo que le hacía gracioso, enigmático,
interesante, ridículo, agradable. Sin embargo, no era algo de eso. Era un
hombre vestido de mujer. Punto. Podías hablar con él como con cualquier otro
hombre. Incluso les echaba el ojo al culo a las chicas. Era todo un hombre.
Vestido de mujer. Tenía más huevos que cualquier cabrón. ¡Nomebas a saludar
oqué! Alcé la mirada. Tenía ojos claros. Usaba una peluca rubia y una boina de
cuero negro. Era todo un Dee Sinder. Choqué mi puño con el de él. Solía usar un
anillo con un diamante de plástico enorme y su broma favorita era chocarte el
puño con esa cosa. Tomé mis precauciones. No me lastimó. ¡Chevato loco,
salúdame bien, cá! Quería saludarme de nuevo (quería herirme con su maldito
diamante). Lo hice. Tampoco pudo lastimarme esta vez. ¡aysi, tú, muy chicho! Se
levantó de la mesa y se fue a la barra. Lo miré pedirse una cerveza y mientras
T. la sacaba del refrigerador, saludar a otro. Le pegó con el anillo. El otro
se sobó y le dijo algo, pero todo en guasa. Britni se iluminó. Casi se
beatificó. Se elevó del suelo y se realizó. Luego T. le estampó la botella de
cerveza sobre el mostrador y le gruñó: ¡vas a pagar o qué! Britni regresó al
suelo y pagó la cerveza.
C., O. y Dulce regresaron. Estaban sonrientes y
estúpidos. Aún no tanto, pero ya comenzaban a desdoblarse. C. miró las botellas
de cerveza. Las levantó. Casi todas vacías. Le gritó a T. que trajera otra
ronda de caguamas. T. casi le grita que no es su criado. Lo pensó, estoy
seguro. Trajo las cervezas y antes de que las pusiera sobre la mesa estiró la
mano. C. sacó un billete de doscientos y se lo puso en la mano a T.
A O. no le gustaba venir al bar. Prefería estarse
en mi casa. Vivía a pocas cuadras del bar, así que consideraba estúpido venir a
pagar a T. cincuenta pesos por caguama, cuando las podíamos comprar a
veinticinco en Extra. Eso estaba muy bien. No siempre estaba de humor de
estarme en casa. Pasaba muchas horas en casa. Era mi casa. Lo que deseaba era
salir y mirar, respirar, airarme, no sé. Hoy estaba contento. Reía y hacía
bromas sobre chinos y se pegaba a Dulce. C. también se pegaba a Dulce. No
entiendo por qué yo no me pegaba a ella. No parecía una chica difícil. Un poco
de cerveza, de hierba… estoy seguro que hasta me perdonaría lo de los perritos
y acabaría conmigo si me lo propusiera. Lo malo sería encontrar después un modo
de largarla sin que me cerrara las piernas por ello en futuras ocasiones.
Perdí la cuenta de cuántas cervezas bebimos. Solo
pagué una. Todas las demás las pagó C. Es por Dulce, pensé. Se luce.
En algún momento me levanté de la mesa para ir al
sanitario. Ya era de noche y el bar estaba lleno. La fila para el sanitario era
tan larga que decidí salir a orinar fuera, en la esquina de alguna calle. No me
despedí de C. ni de O. En realidad, no tuve la intención de dejarles ahí. Son
cosas que pasan. Salí y comencé a caminar por Jalapa. Ninguna esquina me
parecía segura. Y caminé más, hasta Obregón, y luego hasta Monterrey. Eché un
vistazo a la fuente del poeta, a ver si había vagos. No me gustaba dormir ahí
cuando estaban los limpiaparabrisas. Son muy jodidos.
Me recosté sobre una banca y me puse a pensar en
por qué no iba a mi apartamento a dormir como Dios manda. Pero uno es así.
Muy buen relato.
ResponderEliminarCrudo pero real
ResponderEliminarHistoria que se da en la vida real, narrada con excelencia, amigo Petrozza.
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