Un rayo de flamante sol se coló por entre la capa
de ozono y el UV me dio de lleno en la cara mientras dormitaba, echado sobre el
camellón del Viaducto, a las dos de la tarde. No me pregunten cómo llegué a
ahí. El calor me despertó. Me levanté y me fui. ¿Qué más? Me bajé del camellón
como pude. Me raspé las palmas de las manos y un poco los codos. Hay cosas que
no se pueden explicar en esta vida. Tengo un trabajo estable, un apartamento en
la colonia Roma, una mujer, un gato. No recuerdo cómo atravesé el Viaducto ni
cómo me subí al camellón. No quiero ni imaginarlo. Hay recuerdos vagos del
Greñas y otros vagos de la Glorieta. En fin. Me sacudí las ropas y emprendí el
camino a casa. A pie. Desde Viaducto y Monterrey hasta San Luis e Insurgentes.
2
¿Dónde has estado? Cada vez lo escucho con más
frecuencia. Alzo los hombros. No sé, en bar de T., contesto. R. estuvo en bar de T., explica mi mujer,
mientras me hace espacio en la cama (son las tres de la tarde. Aún duerme) dice
que estuviste con él y los otros hasta la una; luego desapareciste, llamó para
preguntar si estabas vivo. Ya, digo, sí, creo que sí. ¿Dónde estabas? Ahora lo
recuerdo, sabes, digo mientras me desvisto y me recuesto. Salí a orinar, pero
se me fueron los pasos y llegué hasta Obregón. ¿Y luego? Hasta ahí llega el
cuento, luego de eso no recuerdo algo. E. suspira. Ya sabes, me defiendo, esas
cosas pasan; beber te borra el caset, ceslaví,
yio no sé pá (sonrisa). E.
sonríe. Me pone al tanto de la situación: las facturas. Gas. Agua. Renta.
Teléfono. Suspiro. Me llevo las palmas de las manos a la cara. E. las mira.
¡Qué te pasó! Ah, nada, raspones de niño. Déjame ver, pide. Me mira las manos.
Frunce los labios. Observa con detenimiento. Es una buena mujer, Dios. Hay que
lavarte y untarte crema, sentencia. Qué va, exclamo al tiempo que salgo de
cama. Me levanto. ¿A dónde vas? A ningún lado, aquí mismo. Cojo la computadora
y la enciendo. ¿Qué harás? Pagar las malditas facturas, E. Ah, ya. Sí, sí.
Bueno, ahora basta un par de cliqueos para pagar tus deudas. Hace mucho que no
toco el dinero con que pago las facturas. Diez minutos y estoy libre. Tengo un
trabajo estable, un historial crediticio perfecto, una reputación de pagador,
cartas de recomendación de mi casero y de mi empleador. Aún así a veces se me
borra el caset, Dios. Qué más da.
3
En Sanborns todo ocurre como de costumbre. Entro de
la mano de E. y Federico me recibe con su singular timbre de voz y su exquisita
cadena fónica: Bienvenido, señor, ¿lo de siempre? No hay algo más bello que el
sentimiento de que las cosas embonan y fluyen de manera natural según tu gusto
y capricho. El bar de Sanborns es un ballet. Cada cual hace su papel. Federico
resbala hasta la barra en primer
arabesque, y regresa con cuatro hermosas botellas de Tecate en quatrime devant. Yo sonrío y le aplaudo para recibirlo como una foca
aplaude por ganarse el pescado. Señores y señoras… las cervezas… ¡están
servidas! ¡El show pude comenzar!
Me casé con E., entre otras cosas, porque es la
única mujer que soporta mi modo de beber; bebe a mi ritmo y no me riñe por
desaparecer la noche entera.
Entramos a las ocho de la noche, hora en que
comienza el dos por uno. A las diez de la tarde estamos cayéndonos de
borrachos. Hemos bebido ocho cervezas cada quien. A estas alturas E. comienza
por desmoronarse. Para mí es la muerte de la primera etapa, el nacimiento de la
segunda. Sanborns Insurgentes queda a cuadra y media de casa. Mando a pagar la
cuenta y le dejo a Federico cincuenta pesos de propina. Siempre son los mismos
números.
Hacemos el camino a pie a casa. En el trayecto fumo
un cigarrillo. Le preguntó a E. si desea pasarse a bar de T. son a penas las
diez con cuarenta de la noche. Es muy probable que encontremos a los chicos
ahí, a O. C. y R. y los otros. Pero dice que ya no puede más. Se rinde. Antes,
cuando recién nos ennoviamos, siempre me seguía hasta el último trago. Ahora
ella tiene un límite y yo respeto ese límite y ella respeta el mío, si es que
lo tengo.
4
Las cervezas de Sanborns tiene la facultad de
emborrachar al más duro. No sé, son la misma marca, por supuesto, pero al beber
ahí bastan ocho cervezas para sentirse cansado. E. no es culpable, yo mismo me
rendiría de no ser porque algo dentro de mí me obliga a seguir bebiendo
mientras haya luz de luna. Dejo a E. en casa. Me pongo la chaqueta y salgo
hacia bar de T.
Caminar me devuelve el ánimo. Llego por Jalapa a la
Glorieta y ahí está el amarillento bar de T. Entro. Esta casi vacío. En cuanto
me ve T. grita que cerrará a las doce, no más. Me lo advierte porque sabe que
suelo seguir hasta las tres o cuatro de la mañana sin importar si es domingo.
Es domingo. Sergio, de Tres Gallos también suele gritarme la hora del cierre en
cuanto llego a su maldito bar. Los dueños de los bares son tus mejores amigos y
tus peores enemigos al mismo tiempo. Al menos T. me da precio especial y ha
llegado a fiarme el trago. Sergio no. Ese es un completo hijo de puta. No
importa cuánto le ruegues, te cierra la puerta en las narices. T. a veces baja
cortina y me deja estarme dentro mientras escombra y prepara todo para el
cierre definitivo. Bueno, así es la vida. Uno no puede hacer siempre lo que
quiere.
Sí, sí, contesto a T., ya lo sé, hombre, solo me
tomaré un par de caguamas a lo más. Antes de decirlo T. me pone la primera
cerveza en la barra del mostrador. La pago y me voy a mi mesa, al lado del
sanitario a beberme la cerveza en paz y silencio. No están O., ni C., ni R.
Nadie conocido. Un par de jóvenes y un viejo, sentados a cinco mesas de mí, me
miran. Es una invitación a unirme a ellos. Están muy borrachos, se nota. Bueno,
me digo, ahí voy; veamos que nos prepara la vida esta noche. Me levanto,
cerveza en mano, y me siento a con ellos. ¡Salud! ¡Salud! ¡Salud! ¡Salud!
5
Entro a casa casi cayéndome. E. está despierta. Ha
tomado la ducha y huele muy bien. Huele a crema de cuerpo y a champú. Yo soy un
asco. E. lo comprende todo e inmediatamente va al cuarto de baño y abre las
llaves, me templa el agua y me echa las toallas encima, rápido. Me hace entrar
y me deja ahí. Me cierra la puerta. El agua cae, reconfortante, sobre mi sesera
chamuscada. Hago todo en piloto automático. Me lavo la cabeza, me lavo el
cuerpo. Cuando recobró un poco de mí mismo, sonrío y me digo: ¿dónde has
estado, P.? No recuerdo algo de anoche después de sentarme con esos en bar de
T.
Salgo de la ducha y voy al cuarto. Sobre la cama
está mi ropa, planchada, fresca, elegida por E. Camisa, pantalón, calzones,
camiseta, calcetines, zapatos, cinturón. Y sobre la mesilla del cuarto, un
plato con fruta, un sándwich, una taza de café. Dios santo, E. es la mujer
perfecta, pienso. Me visto a prisa y me siento a comer. E. está ya vestida,
lista para irse a la universidad. Será lingüista. Además de todo E. lee y será
lingüista y me superará en todo y es hermosa y tierna y soporta mi carácter y
mi modo de vida. La bendigo mentalmente. Me dice: P., me marcho, debo irme,
mucha suerte en tu trabajo. Sí, sí, contesto con la boca llena. Me besa incluso
con la boca llena. Antes de salir del cuarto se despide otra vez, esta vez con
la mano y me manda un beso.
6
Voy al trabajo a pie. Hago cerca de treinta
minutos, por todo Monterrey, hasta la Cuauhtémoc, hasta el circuito y un poco
más allá, a Lago Patzcuaro. Son las nueve con treinta. Mi hora de entrada es a
las nueve, pero jamás he llegado a esa hora. Siempre llegó después de las diez.
Me voy despacio, con calma. Miro a la gente conducir y enloquecer. Les escucho
pitar los cláxones. Son una bola de malnacidos locos y casi asesinos. Son
capaces de atropellarte con tal de avanzar un centímetro.
En el trabajo no me entrometo con nadie. Hago lo
mío y adiós, hijos de puta. No salgo con esa gente. A veces quieren salir a
beber o a ver el partido de México, pero me excuso bajo el pretexto de ser
abstemio. Les digo que no bebo y que no miro futbol. Lo único cierto es lo
segundo. Cuando me preguntan por mi fin de semana les miento: bien, gracias,
nada especial, un fin tranquilo, vi a mi madre y comí con mi esposa en Elks.
Eso les satisface. Un buen chico, P. Casi un santo. Jamás lo verás tirado sobre
el camellón de Viaducto, a las dos de la tarde, en domingo.
Genial texto amigo Martin Petrozza
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