Escuché a un hombre decir que le echaba el ojo al culo a Lilia cada que ella
salía de su oficina. Acto seguido, escuché la risa de otro hombre. Yo también
le echo el ojo al culo, contestó cuando paró de reír, es un buen culo, Dios
santo, lástima que tenga esa jodida cara. Sí, sí, respondió el otro, pero eso
qué te importa, la pones de a perrito y prau prau… Yo reí discretamente.
Escuché a uno de ellos jalar saliva para reír. Sí, pensé, todos los hombres
somos iguales.
Esto ocurrió en
bar de Sanborns. El mismo bar del que he escrito los últimos cinco relatos o más.
Si me han seguido el cuento, ya sabrán que no salgo de ahí. Después de los
treinta años mi vida se volvió una línea recta. Casi tan recta como la línea de
ausencia de actividad de un electrocardiograma. Pero la vida de todos es igual.
Si no me crees, escribe algo sobre tu vida. Escribir es un buen modo de darse
cuenta de la mierda en que se vive.
Le pedí a Federico
que me apurara otra ronda de cervezas. Deseaba emborracharme pronto para irme a
sentar junto a esos caballeros y decirles un par de cosas sobre las mujeres.
Por ejemplo, que Lilia no se acostaría con ninguno de ellos dos porque los
consideraba unos pervertidos. Y que el mayor talento de un pervertido es hacer
creer a las mujeres que no se es un pervertido; dejar que ellas mismas lo
descubran, pero a su ritmo y gusto. Es decir, a las mujeres les atraen los
pervertidos… pero uno no debe hacer alarde de ello. Apuesto a que Lilia sabe
que la miran. Dios. He pasado demasiado tiempo en bares. Ahora tengo una
opinión respecto a todo. Todo lo que digo cuando bebo me parece sabio. No
conocía a esos hombres. Muchos menos a Lilia. A pesar de ello estaba seguro que
a Lilia le repugnaban. Debía hacérselos saber. Decirles: hombres, joder, si le
echan el ojo al culo a Lilia cada que sale de sus oficinas, jamás le pondrán
una mano encima. Hay que hacerse el indiferente. Lilia sabe que tiene un culo.
Eso ya lo sabe porque otros mamarrachos le habrán chiflado en la esquina de su
casa. Eso ya lo sabe porque toda mujer conoce la clase de culo que Dios le dio.
Es algo importante para ellas, ¿ves? No se gana algo con decirle a una chica:
qué bonito culo tienes, antes de que ella desee que tú se lo digas. Dios, Dios,
¿por qué es tan complicado explicar este tipo de cosas? No debería serlo,
¿sabes? Es instinto. Un hombre nace y sabe cazar mujeres, como un gato nace y
sabe cazar ratones. Hace falta la práctica, pero en general, se nace sabiendo.
Federico me trajo
dos Tecate y un balde de cacahuetes salados. Los hombres bebían a prisa. Eran
nuevos clientes. Podías saberlo porque vestían de traje. Ninguno de los
clientes frecuentes de Sanborns íbamos de traje. Eran gente de oficina.
También, porque no bebían en horario de promoción. Todos los clientes
frecuentes de Sanborns bebíamos de acuerdo a la promoción. La promoción dictaba
nuestros horarios y tragos. Dos a cinco, cerveza. Siete a nueve, bebida
nacional. Ocho a diez, cerveza. Eran las nueve con veinte y estos dos se pedían
tequilas. Los escuché decir: mira, el problema es que mi mujer no se creería el
cuento de que Lilia es amiga mía. Sabe que le echo el ojo al culo a toda mujer
que me pasa enfrente. Risas. Dile que es amiga mía. Risas.
Recordé a mi ex
mujer. Tampoco se creía el cuento de la amiga. Sobre todo porque es un mal
cuento. Es tu mujer, te conoce mejor que tú a ti mismo. Y de pronto sales con
que una mujer de culo grande es amiga tuya. Sí, ¿desde cuándo? ¿Por qué no me
habías hablado de ella? ¿Por qué le sirves las copas a ella y a mí no? Te
gusta, ¿cierto? ¿Entonces por qué la miras cada que se levanta? He visto el
culo que tiene, no soy pendeja, P. Ah, qué bellos recuerdos. No puedo borrar ni
uno solo. Su voz y su rostro indignado están grabados en mi corazón. También su
culo visto desde una posición sexual. A veces aún me masturbo pensando en ella.
Uno no sabe lo que tiene, hasta que… Ojalá también pudiese recordar su risa y
su alegría. Pero las cosas buenas se evaporan de los corazones de los hombres,
y solo perdura la maldad y la enfermedad. Y sobre ello, cerveza. Vaciar cerveza
sobre nuestros corazones es lo único que lubrica nuestras almas. La gente que
no toma debe sufrir mucho más, aunque ellos no lo sepan.
Podía decirse que
me emborrachaba a la séptima cerveza. Iba por la cuarta. Las bebía en pares por
la promoción. Le pedí a Federico un poco más de cacahuetes y le pregunté si
esos hombres venían seguido. Contestó que no, que era la primera vez que él los
miraba. Ya, le dije.
A la sexta cerveza
me levanté al sanitario. Me pasé por su mesa y les sonreí. Beber es el único
modo de sacarme sonrisas. A la sexta cerveza comienzo a sonreír más a menudo.
Le sonreí a la cajera de farmacia antes de entrar al sanitario, y a un hombre
que salía mientras yo entraba. Hasta le sonreí al hombre de servicio y le di
dos pesos porque me estiró papel higiénico para secarme las manos.
Cuando regresé
volví a pasar por su mesa y les volví a sonreír. Ellos me sonrieron también,
pero no de muy buena gana. Vestían corbatas. Se las habían aflojado. Uno de
ellos usaba lentes y los tenía chuecos sobre la cara. Ya estaban a punto. El
punto esplendido de la borrachera. Un paso antes de la caída. La cima de la
montaña, antes de echarse cabeza abajo. Debía apurarme a alcanzarlos allá
arriba.
Me acomodé a mi
mesa y me pedí una ronda más. Federico me trajo dos Tecate y un balde de
salchichas en chipotle. Me sentaron muy bien. Sobre todo ahora que estaba a
punto de llegar. Me detuve a pensar en Lilia. En hacerme una idea de ella.
Pensé en las mujeres que había conocido a ver si alguna coincida con lo que
Lilia podría ser. Recordé algunas chicas de oficina, de las veces que llegué a
trabajar en oficina. Casi todas encajaban. Podía hacerme una idea casi perfecta,
o lo que yo consideraba una idea casi perfecta, de esos hombres en sus oficinas
privadas mirando a Lilia salir. De llamarla por motivos ridículos solo para que
pudiesen echarle el ojo encima. De comentar sobre Lilia en el comedor, o en
otras cantinas.
Luego me perdí
pensando en las prostitutas de la Merced, a las que solía frecuentar en mi
adolescencia. Y de un momento a otro, terminé la séptima cerveza. Bueno, me
dije, ahora debes estar en el punto exacto. El punto donde todas las puertas se
abren. Especialmente las de la valentía.
Me fui a la barra,
a dónde estaban los hombres. Me senté al lado de uno de ellos. Le pedí a
Federico que mudara mis cosas de la mesa a la barra. Así lo hizo. Cuando tuve
mi cerveza en la mano, di un trago y luego, dirigiéndome a uno de ellos,
exclamé: apuesto a que Lilia es una presa fácil si uno entiende cómo funciona
la mente de una mujer de oficina. Ambos me miraron con desagrado. Estaban más
borrachos que yo. Habían bebido tequila de nueve con veinte a once y treinta de
la noche. Guardé silencio. Me sentí ridículo. Debí hacer una introducción,
pensé. Ellos no saben que estuve escuchándoles. Quizá pueda arreglarlo con el
clásico No puede evitar escuchar…
Antes de que
pudiese decir algo más, Federico les entregó la cuenta. La tomaron y se fueron
sin despedirse. Le dejaron cien pesos de propina a Federico. Yo me quedé en la
barra, mirándolos ir a la caja y pagar, mirando los cien pesos, mirando los
vasos vacíos. Y por primera vez pensé que estaba cayendo muy bajo. Incluso más
bajo que cuando acababa tirado en la calle de borracho a los veinte años. Ahora
no tenía la mínima dignidad. Intentar hacer conversación con dos hombres de
oficina, joder, me dije, qué mierda.
Federico entró a
la barra. Me dijo: ¿todo bien, señor? Sí, Federico, todo bien. Ponme otra
ronda, por amor a Dios. Sí, señor. Lo bueno de Federico es que me ponía
promociones incluso pasada la hora feliz. Pensé en ello y lo miré limpiar las
botellas con un trapo antes de dármelas y colocar detenidamente cuatro tacos de
frijol y papa en un plato. Me los daría como botana. Era un buen hombre,
Federico. Pensé en preguntarle por su mujer, pero la última vez que lo hice no
paró de hablar. No recordaba algo de lo que dijo. Me dio vergüenza preguntar
dos veces y que se percatara que no recordaba algo de lo que aquella vez me
contó con amabilidad y sentimiento.
Me bebí las
cervezas en la barra. Tenía necesidad de hablar con alguien. Era el único
cliente.
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