Un
día leí un cuento y me sedujo. No vale la pena mencionar qué cuento y qué
autor. Pensé en mi vida y me dije: escribiré. Escribí y me olvidé de otros
asuntos, por ejemplo, el de trabajar. Comencé a beber porque me leía más y más
libros y las biografías de los autores y muchos de ellos bebían. Me lo tomé muy
en serio. Llegué a escribir más de cien relatos y a beber más de cien cervezas
y más de cien copas. Llegué a conocer a otros que escribían y bebían y me hice
amigo de ellos. Me acosté con mujeres que apreciaban mi nueva forma de vida.
Tenía veinticinco años. Vivía de trabajos varios. Me dije: así es como viven
los escritores. Algunos de mis relatos se publicaron en revistas de bajo
presupuesto y cobré cierta fama local. Esto supuso los aplausos de otros
borrachos y el sexo de algunas mujeres más. Pero las grandes ligas no querían
publicar mis textos porque los consideraban vulgares y efímeros. Quizá se deba
a que mi vida era vulgar y efímera, como la mayoría de las vidas. ¿Qué vida hay
que tener, y qué literatura hay que hacer para llegar a las mayores?
A lo largo de mi seudocarrera literaria, llegué a editar un par de libros míos
y más de media docena para otros. Todos los escritores deseaban ser publicados
y reconocidos. Comencé a cuestionarme el sentido de ello e incluso, a
despreciarlo. Miré la ambición mía en ellos y me avergoncé. ¿Para qué y para
quién se escribe? Expuse mis nuevas ideas en el grupo de escritores y me
admiraron. Principalmente, por rechazar la fama y la literatura para masas.
Pero la cuestión no se resolvía: ¿para qué y para quién se escribe? La mayoría
coincidía conmigo, pero no dejaban de escribir y de dar lecturas en salones y
de mandar manuscritos a editoriales independientes. No era el único enganchado.
Cada uno, a su manera, luchaba por un lugar para su nombre en el mundo de
las letras. Lo llaman el mundo subterráneo de las letras. ¿Y qué era eso? La
sombra del mundo no subterráneo de las letras. Más o menos las mismas reglas de
amiguismo y mafia regulaban quién publicaba y quién no. Los editores
independientes disfrazaban su sed de grandeza con trajes de humildad y
sinceridad de la que carecían verdaderamente. Las esperanzas de cada uno de
nosotros eran prostituidas por seudoempresarios que instalaban cuadriláteros
adonde hacían subir a poetas a pelear a versos y les cobraban por editar
libritos de poemas.
Jamás participé en algún concurso de cuentos. Muchos lo hicieron. Muchos
fracasaron. Algunos obtuvieron los premios y se jactaron, pero luego el tiempo
borró sus nombres de la cabeza de los lectores y de las listas de los
ganadores. Todo era un engranaje. Una pequeña replica del engranaje de las
grandes editoriales. Los odiaban, pero querían ser como ellos.
A los veintiocho años se acercaron a mí lectores desconocidos a querer beber
conmigo y a halagarme por mis textos. No aceptaba los halagos. Esto, al
parecer, los impulsaba a seguirme con ahínco. Decían: P., el escritor de
verdadero. Yo no me reconocía como tal. A veces pensaba en dejar el juego y
hacer una vida normal, pero estaba demasiado metido. Tuve que actuar como ellos
esperaban que actuase. Me convirtieron en P., el personaje. Mi vida privada
avanzaba por senderos tortuosos, pero yo era P., el escritor borracho y fuerte
que había mandado todo al carajo por un sueño. No podía llorar frente a ellos
ni sincerarme. Decirles: no me deben algo, saquen sus culos de aquí y hagan
cualquier otra cosa. No escriban. No lean. No se coman el cuento. No lo
entendería. Querían más y más y más y más. Escribí para ellos más de trescientos
cuentos y relatos y los publiqué en compendios en libros y se vendían y más
gente vino a mí a pagarme los tragos y a decirme que ellos algún día serían
como yo. No lo platico con orgullo.
Una oleada de poetas surgió de la nada. Todos nacidos en mil novecientos
noventa y tantos. Los insulté en un poema por antojárseme adolescentes bravos y
orgullosos. En adelante cobraron fama. Llevaron la poesía por caminos
humillantes para la poesía. Ya crecerán, pensaba. Ya pasará la ola y se
ahogarán en ella y se encontrarán solos y cobardes y estafados. Algunos
madurarán y otros se hundirán hasta desaparecer, olvidados y frustrados. Quizá
alguno de ellos sobresalga y pueda contarnos cómo fue que se perdió y cómo
salió. Es el proceso natural. Mientras tanto podemos sentarnos a verlos hacer y
reír con sus juegos. Las poetisas se embarazarán y los poetas cogerán trabajos
y serán sepultados por la vida cotidiana. No hay vida más complicada de llevar,
que la vida fuera de la norma. La norma termina por encarrilar al burro mas
endiablado.
Vi caer a la mayoría. En cualquier momento puedo caer yo. Puedes caer tú.