De pronto, todos comenzaron a desaparecer. R. viajó a España. Misael a
Rusia. Leo consiguió trabajo y no volvimos a mirarlo. G. se casó. O. hizo
nuevos amigos. A. obtuvo una beca para estudiar en Alemania.
Entré a una subasta y
gané una freidora. Por trescientos pesos. Recogí el trasto en La Raza y lo
llevé casa. E., mi mujer, y yo, freímos tortillas y las comimos como botana,
con cerveza. Nos sentó bien. Entré a otra subasta y gané un sofá. Por cuatrocientos
pesos. Lo colocamos en el cuarto de estar y comimos tortillas fritas y bebimos
cerveza echados en él. A veces hacíamos el amor sobre él. Lo llamamos El viejo
Ed. No me pregunten por qué. Las parejas hacen cosas así.
La vida en México marchaba. El presidente. El gobierno. Manifestaciones por
todos lados. E. y yo tirados sobre el viejo Ed preguntándonos por los destinos
de nuestros amigos. ¿Qué será de Nava? ¿Qué será de tal o cual? Comiendo
camarones empanizados. Una vida mediocre, si tú quieres. De cualquier modo no
cambiaríamos el rumbo de los acontecimientos.
Mandé
manuscritos a decenas de editoriales. Nadie quería publicar a P. Lo
consideraban inútil. ¿Por qué publicar a un escritor que narra los detalles más
cotidianos de su vida cotidiana? Vale, no me publiquen, pensaba.
E. exclamaba: ¿qué comeremos hoy? No sé, respondía yo, ¿qué puede hacerse
en la freidora? Agotamos las posibilidades, nuestras posibilidades, de freírlo
todo. Tortillas. Camarones. Papas. Aros de cebolla. Alitas de pollo.
Quesadillas. Pescado. Salchichas. Intenté freír carne roja. ¿Qué comeremos hoy?
El recibo de luz se incrementó. Nos salieron barros en la cara. Queso frito,
dije, eso no lo hemos intentado. Nos pudríamos sobre el viejo Ed mientras los
colegas se pudrían en Europa. Cuando regresen les freiré espárragos, pensé.
Eso, espárragos. Hoy queso frito, mañana, espárragos.
Los
bares de siempre. Ya no causaban emociones. T. nos tenía harto. Federico nos
tenía harto. Sergio nos tenía harto. Beber en casa reducía las posibilidades.
¿De qué? Llamé a Nava y le cuestioné sobre su vida. Nada nuevo. Vida en pareja.
Ya, dije. ¿Qué hacen las parejas para no aburrirse? ¿Follan? El viejo Ed ya no
nos aguantaría más jodiendas. Viajemos, sugirió E. Sí, claro, soy millonario.
No, no lo soy. México, un gran país para los extranjeros. ¿Qué hacen los
extranjeros para no enloquecer en México? Ya, regresan a sus patrias. ¿Y los
mexicanos, a dónde regresan?
R. mandó una carta desde España. No es la gran cosa, ponía. Ya, le dije a
E., R. escribe que España no es la gran cosa. Misael mandó fotografías por whatsapp de él en la Plaza Roja. No es
la gran cosa, escribió enseguida. Léelo tú misma, dije a E.
Dejé de escribir con la misma frecuencia que antes. Ahora todos mis
pensamientos oscilaban entre los diferentes alimentos que podían freírse, y las
vagas intensiones de salir y buscar un nuevo bar para alimentar al alma.
También podían vislumbrarse intenciones suicidas, pero ya había pasado por eso
alguna vez, así que no les di importancia. En el fondo sabía que no lo haría. Acariciaba
la posibilidad como a una salida cómoda, casi utópica. Como todas las cosas que
las personas hacen en las películas, pero nunca en la vida real, aunque se
suponga que las películas salen de la vida real.
Una vez salí a comprar cigarrillos. Pasé delante de un bar nuevo. Casi
entro. Me quedé fuera mirándolo. Había gente joven y música popular. No iba a
soportarlo. Supuse que a E. le gustaría probar aquí. En casa le pregunté si
había notado al bar nuevo, sobre Medellín. Contestó que sí y en la misma
oración expresó su deseo de probar con él algún día. Al día siguiente volví a
salir. Me pasé por aquel sitio. Encendí un cigarrillo y lo fumé afuera del bar.
Los meseros eran jóvenes. De un momento a otro en la vida te das cuenta de que
el mundo pertenece a los malditos jóvenes. Me miraron estarme ahí y me
ofrecieron propaganda. Una chica salió y me mostró un menú. ¿A cuánto ponen la cerveza
de a tercio?, pregunté. A veinticinco pesos. ¿Whisky? Sesenta la copa. Ya,
muchas gracias. ¿Gusta pasar? No, muchas gracias. Si pasa ahora ponemos la
cerveza a veinte pesos hasta antes de las diez. Es muy tentador, pero… no
soporto la música de moda. La chica hizo una mueca y se fue. Me estuve ahí
fumando e imaginando cómo sería traer a E. aquí. En algún momento el cigarrillo
se terminó y me fui.
Ya no queda aceite, P., me dijo E. La freidora había dado lo suyo. Ya no
nos emocionaba. Ya, respondí, podemos comer cosas al comal, sin aceite. Sí,
contestó ella. Hizo quesadillas de queso al comal. Tampoco quedaba cerveza.
Ella no había perdido su encanto. Le di dinero a E. para que trajera cerveza
mientras yo iba al baño a cagar. Cuando regresó nos echamos sobre Ed y comimos
en silencio. A veces me preguntaba qué podría pensar E. Miraba al horizonte y
masticaba despacio, con cierta somnolencia. Cada dos o tres mordidas se
percataba de que había que beber y bebía. Por fuera era bella. Dentro de su
boca: queso y tortilla y cerveza… el bolo alimenticio. Los dientes. La lengua. El
esófago. El estómago. Había lamido el culo de E. muchas veces, hasta bien
adentro del ano. Estoy seguro que había tragado materia fecal alguna vez; no se
siente pero está ahí, porque no puede ser de otro modo. No me importaba. Sin
embargo, no podía pensar demasiado tiempo en el bolo alimenticio.
Misael escribió explicando que le urgía tramitar documentación en México.
Me ofrecí para cualquier cosa que necesitase. Me explicó el asunto. Luego me
emborraché y lo olvidé todo. Se lo conté a E. Me dijo: oye, P., ¿no debías ir a
la embajada rusa a tramitar algo para Misael? Encendí un cigarrillo. Subí la
pierna a la pierna de E. Éramos un bulto sobre el sofá. Creo que ya pasó la
fecha límite, contesté más para mí que para ella. ¿Y ahora qué hará Misael?
Expulsé humo. No sé, dije indiferente, ya lo arreglará. La gente siempre acaba
por arreglar sus problemas. Debiste ayudarlo, P., me riñó E., es un buen amigo.
Sí, sí, dije, realmente pensé ayudarlo, pero… lo olvidé… es todo.
Decidimos salir a probar a nuevos bares. Caminamos por la colonia en busca
de algo que nos atrajese. La colonia estaba llena de bares. No nos satisfacían.
Eran caros, elegantes, con gente educada y egoísta. Buscábamos algo más vulgar.
Económico. Con gente sin educación pero compartida. Nos detuvimos ante
Insurgentes 300. Un bar al lado de una tienda de ropa para darketos. Quince
peses la cerveza. Era tentador. Había algo en el ambiente que no gustaba. No me
detuve demasiado a pensar en ello. Lo pensé en casa: la luz. Estaba
completamente iluminado. Vendían comida. No sé, no me fío de los sitios con
hamburguesas y tacos. Hay un tiempo para beber y otro para comer. Pasamos de
largo.
Los bares de Medellín los descartamos inmediatamente. Habíamos pasado
frente a ellos muchas veces antes. Eran sitios para otro tipo de borrachos.
Borrachos escandalosos y bailarines. Necesitábamos un bar oscuro, sin
estropicio, sin jóvenes, sin música. Me acordé del bar la Perla, en la
Carrasco, a donde me llevó Eusebio Ruvalcaba hace un año. Era un sitio precioso.
Se lo conté a mi mujer y exclamó: ¡está muy lejos! ¡Ya lo sé!, contesté, sólo
quería contarlo. De Medellín pasamos a Monterrey. La Sarria. La vieja y casi
buena Sarria. Ni lo intentes, E., de ahí me echaron hace dos años. Me negaron
el servicio. ¿¡Por qué?! ¡Va, no querrías saberlo!
Aquella tarde terminamos en casa. Compramos ocho cervezas de a litro
doscientos y las bebimos sobre Ed mientras comíamos chicharrones de harina y
cacahuetes. Acabamos con seis antes de
quedarnos dormidos.
Me despertó un mensaje de Misael. En realidad fueron varios mensajes.
Preguntaba si había logrado algo en la embajada rusa. Joder, pensé. Supuse que
lo habías arreglado tú, escribí en contestación. ¡Qué! ¡No! ¡Te lo pedí a ti de
favor! ¡¿Por qué creíste eso?! ¡NO LO SÉ MISAEL!, quizá por qué ya no
escribiste algo más después de pedirlo. ¡No escribí por no joderte con
presiones, confinaba en ti! Ya no contesté. Miré dormir a E. y ello me provocó
sueño y me recosté encima de ella y me dormí.
E. despertó caliente. Comenzó a menearme el asunto. Bueno, me dije, ésta
quiere lo suyo. Dejé que me la mamara antes, para calentar. Hicimos el amor
encima del viejo y fiel Ed por enésima vez. Si yo fuera tú, no me sentaría en
él. Seguro saldrías embarrado.
O. llamó. Preguntó si podía vernos por la noche, en nuestra casa. Antes de
desaparecer solía pasarse por la casa cada fin de semana. Se sentaba a la mesa
y se fumaba mi tabaco (un tabaco que compré en una tabaquería y no me gustó) en
las pipas con forma de cráneo que compré en la Glorieta. Se instalaba con
soltura. Soltaba el cuerpo. Bebía, fumaba. Tenía clase para hacerlo a pesar de
ser casi un vago. Una vez E. le dijo: eres un vago con estilo. O quizá lo dijo
él de sí mismo. No recuerdo.
Compramos una botella de whisky y ocho cerveza de litro de doscientos.
Chicharrones. Dos cajetillas de cigarrillos. Limones. Escombramos la estancia.
O. no vino. No se apareció en toda la noche. Cuando le marqué al móvil no
contestó. Algo se le habrá atravesado, sugerí a E. Es un maldito hijo de puta,
exclamó ella. Ya, defendí a O., quizá tuvo un accidente y ahora va rumbo a un
Hospital metido en una ambulancia. ¡Esas cosas nunca pasan! Bueno, siempre está
la posibilidad de ello. ¡Qué va, es un hijo de puta! Abre la botella, vamos a
comenzar sin él.
Al día siguiente nos olvidamos de O. por completo. No volvimos a
mencionarlo. G. nos invitó a su casa a pasar una velada familiar. Ahora que
había parido su mujer, lo llamó velada familiar. Reunirnos y beber y hablar,
pero con moderación. Eso era su plan. Yo no puedo beber con moderación, le
comenté a E. Ni yo, exclamó. Mejor no vamos. No fuimos. Compramos cerveza y la
bebimos sobre el viejo y fiel Ed. Y nos olvidamos de todos y desaparecimos para
todos. Aunque ellos desaparecieron primero.
¿Hicieron el amor sobre unas latas de cerveza?
ResponderEliminar