¡Una chica jamás pensaría en hacer
algo como eso!, exclamó una de las escuchas en el bar cuando yo contaba en
voz alta la historia de Angélica, a la que llamé A. para no evidenciarla (había
algunos conocidos en el bar, y aunque no lo sabían me habían visto con ella en
ese mismo bar). El bar era el bar de T. Había contado la misma historia en el
bar de Sanborns y en la Sarria con mucho éxito. Sin embargo, ésta me tocaba los
cojones cada dos por tres. Se lo pasaba lanzando exclamaciones de: ¡no puede
ser!, ¡no te lo creo!, ¡ni en pedo!, etc. Quizá deseaba hacerse pasar por
buena exclamando eso a cada chupada de Angélica en algún sanitario, o cada que
se iba con un desconocido y volvía conmigo a los quince minutos a echarme el
tufo de su aliento. Angélica era adicta al sexo oral y podía hacértelo en los
lugares más públicos o insospechados, lo mismo que dejarte por un desconocido
que miró en el bar o en la calle o en la sala de espera de un hospital, con
quien le vino la gana de hacerlo. Y la desgraciada salía con: ¡ni en pedo!,
¡una mujer jamás pensaría en hacer algo
como eso! Nadie la apoyaba. Todos los demás eran hombres y no les importaba
si una mujer piensa en ello o no. Deseaban más y más y más, y algunos, o todos,
se empalmaron en algún pasaje. Disfrutaba tenerlos comiendo de la mano. La
historia era real, aunque en el fondo de sus corazones, ninguno la creía. La
envida. La envidia les decía: na, na, na, no es posible, éste quiere
impresionar; si no me ha ocurrido a mí, no puede ocurrirle a alguien más. Me
hacían un montón de preguntas y las respondía todas con certeza y detalle.
Dónde la conocí, qué edad tenía, cómo era en otros aspectos, cómo hacía para
seducir a los hombres y proponérselos, y sobre todo, cómo es que nadie la había
delatado o cachado in fraganti. Bueno,
la habían cachado en el acto muchas veces. Pero un hombre no para ni delata una
cosa así. Se detiene a observar en silencio. Y si puede... se masturba. Si no, espera a casa y ahí se masturba.
Me
bebí doce cervezas y me levanté. No tenía más dinero ni más estómago ni más
historia. Antes de irme algunos me estrecharon la mano o me palmearon la espalda
y me llamaron P., el escritor, el cuenta cuentos, el hacedor de historias.
Siempre tenía alguna historia en el bolsillo para alimentar a los borrachos.
Estaba fuera del
bar cuando sentí su mano en mi espalda. Era la chica. Dijo: espera, P., o como
te llames, quiero hablar contigo. Bueno, pensé, querrá chupármela. Eructé. La
chica sacó una cajetilla de cigarrillos y me ofreció uno. Anda, dijo, caminemos
por ahí. Encendió mi cigarrillo y caminamos por Jalapa rumbo a Álvaro Obregón.
Ella encendió un cigarrillo también. ¿Y bien?, pregunté, ¿qué quieres?
Preguntó si aún veía a esa chica, a la tal A. Ya, dije, no seguidamente, dejó
de interesarme su sexo luego de siete meses. Una chica así no es algo que se
aguante toda la vida, ¿sabes? Sobre todo porque no eres el único. No hay
compromiso con ella… ¡Aún la ves o no!, interrumpió la chica. Se llamaba Brenda,
pero la llamaré B. Ya, dije, puede decirse que sí, si la llamo
vendría, si la invito a tomar una copa iría; ya no lo hago, sale más barato
pagar prostitutas que invitarle copas a A. Pero estaría dispuesta. Creo. B.
echó humo por la nariz y pensó. En la esquina de Jalapa y Obregón se detuvo.
Dijo: anda, tomemos una copa más, quiero proponerte algo. Oh, oh, oh, exclamé,
lo siento, no tengo un quinto más y… Anda, yo invito esta vez, anunció. Ya,
dije, vamos, y entramos a un bar horrible sobre Obregón, con luces de colores y
decorados finos y gente blanca afeminada vestida y afeitada al estilo de 1800 o
algo.
La
propuesta de B. no era sexual. Al menos, no conmigo. Con una copa de brandy en la
mano me propuso llamar a A. (no hoy) y vender su exhibicionismo. Ya, dije, como
si hubiese entendido, aunque no entendí un carajo. Se refería a citar a A.,
instarla a cometer un acto público y al mismo tiempo anunciar tal acto a mirones
y cobrar por ver, y, de ser posible, prostituir a A. Por supuesto, estuve de
acuerdo. Me pareció una idea estupenda, sobretodo porque conocía la retorcida
mente de A. y estaba casi seguro que no habría que engañarla. Aceptaría gustosa
cualquier trato de ese tipo.
2
Aún así, preferí engañarla. Ya
sabes, es más placentero. Llamé a A. y la saludé y le dije todo lo que ella
deseaba escuchar para que saliera conmigo. Cuando tuve cita, llamé a B. y le
pasé los datos.
Me
vi con A. en Álvaro Obregón. La llevé a bar de Sanborns. Bebimos algunas
cervezas. Tuve que esforzarme por mantener su atención en mí. El tiempo de ausencia
afectó su entusiasmo para conmigo. Miraba a otros hombres. De cualquier modo en
Sanborns no hay mucho que ver. Los clientes son pocos. No se quedan demasiado
tiempo.
En
algún momento pasó. Es curioso. Siempre pensé en ello como en un momento dado,
un segundo en el que la mente de A. se tuerce y se vuelve loca. De un instante
a otro se ponía caliente. Lo sabías porque te tocaba la pierna o el hombro, se
acercaba a ti y de pronto sentías su mano en tu verga y tú estabas más caliente
que el Infierno. Dudo que alguien pudiera resistirse. Su comportamiento antes de
este momento era el de una chica cualquiera. No sospecharías que en un momento
dado… A veces yo mismo pensaba que no pasaría. Me decía mentalmente: no,
hombre, no pasará, lo de la otra vez fue un desliz, se emborrachó, es todo.
Pero siempre ocurría. En el momento menos pensado. Y jamás hablaba de ello en
la siguiente cita ni después de cometer el acto. Es como si algo la poseyera y
dejase de ser A. y no recordase. Pero a un hombre qué le va a importar
eso. Lo tomará si es fácil de tomar y se jactará y lo contará en bar de T. Y si
puede, cobrará por ver cómo A. lo hace. Ay, el hombre. Que Dios lo guarde en su
misericordia. Amén.
Aquella
vez ocurrió entre las ropas de mujer de Sears. Se excusó para ir al sanitario.
Me dejó en la mesa, solo. B. andaba por ahí, con una cámara fotográfica, en busca
del acto. Como una metiche del Discovery
en busca de intimidad felina. Hacíamos nuestro documental. Llamé a Federico y
le pedí la cuenta. La pagué. Salí en busca de A. No podías dejarla sola un
instante o acabaría con otro.
Cuando
la miré salir de los sanitarios se me fue encima. Me abrazó y me tocó. Ya
estaba prendida. Era incómodo porque, de verdad, no le importaba algo y podía
tocarte y besarte de esa forma en medio de los muy iluminados pasillos de
Sanborns. Como pude la arrastré hacia la plaza. Acabamos dentro de Sears. La
arrastraba fingiendo naturalidad, una pareja de novios que van de compras, nada
más. Mentalmente buscaba un sitio, un sitio, un maldito sitio donde pudiera
chupármela hasta acabar sin que nos echasen. Nos metimos entre las ropas de
mujeres y allí lo hicimos.
3
Nunca miré a B. pero me habló al
día siguiente. Tengo las fotos, P., me dijo. Incluso, algunos minutos de video.
Ya, dije, perfecto. Sí, sí, exclamó. Y adivina qué. ¿Qué? Tengo a los primeros
clientes. Me citó en bar de T. para platicarlo.
La
situación: B. había tomado fotografías y grabaciones de A. comiéndome la pija
entre las ropas de Sears y había vendido copias de las fotos y citas con A.
Querían que A. hiciese lo mismo con ellos. Otros se conformaban con estar
presentes en actos públicos. Los más atrevidos estaban dispuestos a pagar por
ver cómo A. se la chupaba a alguno en sus casas. No querían interactuar. Mirar.
Es todo lo que deseaban. Me impresionó la rapidez con que B. colocó el
producto. Sobre todo porque lo primero que gritó cuando lo conté fue: ¡Una
chica jamás pensaría en hacer algo como eso! Me dio quinientos pesos por las
fotos que logró vender.
4
Ahora había que convencer a A. de
hacerlo por dinero. Y esta fue la parte más complicada y absurda, porque
A. se negó rotundamente. Fui hasta su casa a proponérselo. Le hablé de lo que había
ocurrido en Sears. No lucía cómoda escuchándome hablar de ello. Hacía muecas.
Cambiaba de tema. No lo negaba, pero se hacía la tonta. Yo decía: oye, A.,
estuvo genial lo de Sears, Dios, tienes una chupada de puta madre… Y ella
sonreía tímidamente y volteaba la cara y lo soltaba: sí, oye, ¿quieres comer
algo? Insistía: en serio, A., sé que me lo has hecho muchas veces y nunca antes
te lo había dicho; debo confesarte que nadie me lo ha hecho así de bien.
Es tan excitante hacerlo en la calle, Dios. Apuesto que mucha gente estaría
dispuesta a pagar por ello. ¿Lo has pensado? Ni siquiera tendrías que hacérselo
a todo mundo, incluso habría gente que pagaría por ver, SOLO POR VER, Dios. Y
la pobre A. sudaba y se estrujaba las manos, como rogando: ya, por favor,
calla, no hables de ello, no lo hago por voluntad. O ve tú a saber qué pasaba
por su mente. Yo insistía: ¿por qué no lo intentamos, A.? Yo me encargo de
todo, tú solo debes hacerlo en público, es decir, PÚBLICO, un grupo de gente
que ha pagado por ver, no hablo del público al que estás acostumbrada, sino de
clientes, de DINERO, de hacernos fotos, no sé, dejar que miren, quizá podrías
chupársela a alguno de ellos y eso supondría más dinero, ¿ves? Pero A. no veía algo. Estaba bloqueada. Nunca
la había visto así. Tartamudeaba. Decía, o trataba de decir, cosas que no
venían la caso: No he daa, dada do de comer al gatooo, P. Y estupideces así. No
voy a escribirlas porque las pueden imaginar ustedes.
En
fin. No, no, no. No se pudo, joder. Está loca. ¡Es una artista!, exclamé ante
B., es una jodida artista del sexo oral. No lo hace por dinero. Ya sabes. Todos
los artistas están locos y jodidos y no hacen las cosas por dinero, no, señor.
Ni siquiera son capaces de hablar de su arte de frente. Ahí está mi acto, exclama
B., disfrútenlo, hablen de él, pero no me toquen las pelotas, no me pidan
explicaciones. No me fuercen a hacerlo sin inspiración. No me venderé. No seré
de oficio. Un pintor de oficio no vale más que las monedas que cobra. Yo no,
dice A., yo pinto por el arte, bla, bla, bla.
El
que está loco eres tú, exclamó B. Hay una mina de oro en esto y la dejas ir
sólo porque la niña ya no quiere. No debiste decirlo. Engáñala, no le cuentes
el juego. Sólo haz que te la chupe en público y yo me encargo del circo sin que
ella lo note. No van a mirar estando de pie frente a ella, P., será gente muy
discreta que sabrá lo que ocurre y mirará desde una banca pública, atrás de un
árbol, desde la otra mesa del bar, no sé. Algunos quizá se masturben
discretamente. Yo haré fotos a lo lejos
Sí,
sí, contestaba yo, sí, sí. Pero sabía que ya era imposible. Había visto la
verdad de A. Estaba enferma. No deseaba exponerla. No sé, movió mi corazón o
una cosa así, Dios. Mi deseo de explotarla desapareció. No por dinero. A. era
sincera. Yo debía ser sincero con ella también. No por dinero, Dios. A. era
libre de disfrutar de su sexualidad. B. no era libre de cobrar por ella. Sí,
sí, continuaba asintiendo.
5
Cuando
B. acabó de echarme encima toda esa mierda, me despedí y me largué y no volví a
contestar las llamadas de B. ni a salir con A.
Me
puse a contar la historia de A. y B. en los bares de siempre y nadie me lo
creyó. Aunque siempre pedían escucharla.
Una lectura de lujo. Magnífico trabajo Petrozza.
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