Su me llevó a conocer al poeta, al gran poeta del barrio. Se hablaba mucho de
él en las cantinas y en las tertulias. Decían que era un espectáculo. Me había
negado a encontrarlo por ahí, pero aquella vez Su me llevó con engaños.
Su tenía interés
en presentarme con él. Pensaba que podría hacer algo por mí, no sé. Se rumoraba
que hacía mucho por las comunidades indígenas de Guerrero, por los niños pobres
y analfabetas del Estado de Chiapas. Bueno, escribía poemas en su honra y hacía
compilaciones económicas en su taller de edición e impresión de libros (daba
talleres para enseñar a los escritores fracasados a hacer sus propios
libracos). Vendía las ediciones y se iba a Guerrero o a Chiapas a tomarse fotos
con los indígenas o los niños y a leerles sus poemas.
Su, yo no soy
indígena, no hay algo que el poeta pueda hacer por mí. No importa, P., insistía
Su, quizá puedan fumarse un porro juntos e idear un libro, qué sé yo. El poeta
tiene un taller de libros. Quizá pueda publicarte algunos relatos. Yo no fumo
porros, Su.
Dijo que iríamos a
echar trago a un bar nuevo. Nuevo para nosotros. Fuimos y bebimos un par de
copas y luego salió el poeta, un adolescente nacido en los noventa. Tenía un
altavoz. Tenía el cabello corto, atado por la coronilla, como una cebolla. Y
además canturreaba al estilo rap para declamar. Maldita, Su, le dije, ¿por qué
me has traído a ver esta mierda? Vamos, P., quiero que veas esto. Quiero que
veas la fuerza que tiene el poeta.
Bueno, sí, tenía
mucha fuerza. Demasiada. No le bastaba el altavoz. Gritaba con todas su
fuerzas. Había una sillita junto a él. Se subió a ella y desde ahí se puso a
gritar aún más fuerte. Gritaba cosas en contra del gobierno, según puede
entender. No era muy claro debido al altavoz. Luego bajó de la silla y se quitó
la camisa. No había necesidad de hacerlo. Gritaba con tanta fuerza que el pecho
se le hinchaba y se le ponía rojo, desde la garganta. Todos lo miraban casi
espantados. Era muy bajo de estatura. Daba la impresión de que todos esos
gritos compensaban su metro con cincuenta. Y cada vez subía más la voz y
recitaba más y más aprisa y ya casi no podías entender un carajo ni detenerte a
pensar en lo que decía, si es que decía algo.
Cuando terminó,
todos aplaudieron. Su la primera. Me instó a hacerlo. No sé, Su, le dije, no
entendí algo de lo que dijo. Y no me gusta el rap. Ni los gritos. Ya sabes, me
alteran. ¿Por qué tiene que gritar?
Tuve que escuchar
al poeta durante cuarenta minutos. Lo escuché gritar y lo miré quitarse los pantalones
y arrastrase por el suelo y sollozar. En algún momento sacó una bandera de
México y la pisoteó. Se pintó la cara con pintura roja. Se echó sobre la
bandera, como un muerto o un herido. Todo ello en calzones. Y el maldito
altavoz. La gente se volvía loca. La mayoría eran adolescentes. Casi todos iban
con el mismo corte de cabello. Casi todos usaban gafas de pasta. Casi todos
llevaban ropas flojas. Cualquiera de ellos podría ser el poeta.
Ya, exclamé, ya
terminó. ¿Podemos irnos? Antes de que Su pudiera contestarme, el poeta se
acercó a ella. La saludó desde lejos y vino a ella y se saludaron como dos
grandes amigos. El poeta se negó a besarla. Por la pintura roja. Creo que era homosexual, o por lo menos, afeminado. Seguía sin
camisa y con la pintura escurrida en la cara y el pecho. Tomó asiento a nuestra
mesa. Su dijo: ¡Oye, él es P.! El poeta me estiró la mano y lo saludé. Nos
miramos un par de segundos. No dije algo. Él tampoco. Alguien le gritó a lo
lejos. Se levantó a mirar quién y exclamó: ¡Su, ahora vuelvo! ¡Gusto en conocerte, P.!
Y saqué a Su de
ahí casi a arrastras.
2
Entramos a bar de T. Me sentí en casa. Ordenamos
Tecate regular.
P., ¿por qué eras
tan cerrado? No lo sé, Su, no lo sé. ¿Qué tiene de malo el poeta? A todos nos
gusta. Quizá eso tenga de malo, contesté. Anda, dime, ¿qué piensas de sus
poemas? Dilo sinceramente, P. Me esforcé. No lo sé, Su, no recuerdo una sola
línea de todo lo que pregonó. A mí me gustó la parte en que subió a la sillita;
¡es muy intenso!, exclamó Su. ¿Y de su poesía?, pregunté, ¿puedes decir algo
sobre su poesía? Su lo pensó un minuto. Bueno, confesó, yo tampoco recuerdo
mucho. ¡Pero la parte de la bandera es genial!
De pronto entró C.
Me miró y vino a sentarse con nosotros. Venía excitado. Exclamó: ¡P., tienes
que ver esto!: arrojó un folleto. Era un sobre un evento del poeta. El 15 de marzo. Cooperación voluntaria por los niños indígenas de Guerrero. C.
reía y gritaba: ¡me han dicho que pisotea una bandera de México! ¡Lo hace!,
gritó Su. ¡Sí!, gritó C. Su le contó que veníamos de verlo. C. no paró de
envidiarnos. Salí a fumar un cigarrillo y a mirar a las chicas mientras ellos
hablaban sobre el poeta.
3
P., me dijo Su en alguna ocasión, traje un libro.
Es del poeta. Veamos qué dices ahora sobre su poesía. Ya, dije, así puedo darme
el tiempo de leerlo, ¡pero a gritos!
Era una edición
económica de 80 páginas. Malamente engrapada y con muchos errores de edición.
Podía soportarlo. Lo que vale es el texto, me dije.
Había algo en la
poesía del poeta que no pegaba. Aún leyendo su libro no puede grabarme un solo
poema. No haré juicios críticos. Pero sus malditos poemas no me hacían temblar.
Sus gritos sí. Sus sangres falsas y sus espectáculos eran más fuertes que sus
letras. Yo siempre quise que mis letras me excedieran. Él apostaba por el
camino contrario.
Me declaré
derrotado ante Su. Le dije: ya lo tengo, Su, podemos hacer un trato. Yo escribo
poemas anónimos y tú los recitas con las tetas de fuera en parques públicos.
Así se olvidan del poeta.
Su no aceptó. No
fue necesario. Pocos días después una chica de veinte años se desnudó al
recitar poemas. Se dejaba el vello de las axilas y de la panza y lo llamaba
feminismo. No estaba buena, pero una mujer desnuda es una mujer desnuda y la
masa se fue con ella mientras el poeta seguía pisoteando banderas y sollozando.
Poco después otro
poeta Salió a la luz de las calles y de las muchedumbres. Se negó a escribir
sus poemas en papel y se los tatuó sobre el cuerpo. Se paró en Eje Central,
en calzones, abierto de brazos, sin hacer algo excepto dejarse leer los poemas
por los transeúntes. Una revista lo fotografió. La gente le echó monedas y el antipoeta pudo emborracharse.
Un editor de
cuarenta años tuvo la idea de montar un cuadrilátero en un foro cultural y
hacer subir a un montón de poetas a pelear a versos, en un concurso ridículo,
tratando a la poesía como a un espectáculo de Televisa. Explotando a los poetas
de veinte años (les editaba libritos que ellos mismos, los poetas, pagaban). Lo
llamaron slam poético. Así, en inglés, aunque la mayoría odiaba a los gringos y
defendía el indigenismo.
No pararon de
surgir más y más poetas nacidos durante los noventas. Se pusieron a escribir en
libretitas artesanales y recitar sus poemas con altavoces, subidos en sillitas
y llenos de pintura o desnudos o haciendo cualquier cosa que pudiese llamar la
atención de las masas locales. Usaron las noticias de las televisoras para
ello. Si mataban a estudiantes, hacían poemas sobre la muerte de esos
estudiantes, etc. Todos llevaban el cabello en forma de cebolla y usaban ropas
holgadas y fumaban porros y gritaban al recitar y vivían en casas de sus padres
y querían ser estridentistas.
Escribí un poema
en contra de todos ellos. Su lo leyó y dejó de salir conmigo. Se fue con los
poetas de los noventas a pintarse la cara y a raparse la mitad de la cabeza.
Incluso Su se hizo poeta. Comenzó a recitar en eventos masivos y a subir al
cuadrilátero. Le publicaron una plaqueta y la llamaron Su, la poetisa. Desgarró
sus ropas y las volvió a cocer para crear su propia ropa. Lucía como un
espantapájaros, todo remachado, pero era muy querida porque no compraba en
tiendas su ropa, aunque tomaba coca cola y tenía un teléfono móvil de moda, de
segunda mano. La buena Su tuvo sus minutos de fama.
Un día llamó para
decírmelo. Me dijo: P., no seas obstinado, deja la vieja escuela y únete al
cambio. La poesía debe evolucionar. Le respondí: yo no hago poesía, Su. Ni de
la buena ni de la mala. Silencio. Deberías leer en público, P., dijo. Hay un
chico que organiza lecturas en un foro en la Narvarte. El próximo evento será
en quince días. Podrías subir a leer con ellos. No, Su, gracias. Les he hablado
de ti, P. Les he mostrado tus relatos y se han cagado de la risa; los estiman.
Te aceptarán, P. Oh, oh, oh, exclamé, muchas gracias Su, pero no necesito su
aceptación. Puedes beber con nosotros y probar el LSD. Oye, Su, voy a colgar,
¿vale? Oh, P., no seas tan cerrado. En serio, Su, voy a colgar justo aho… ¡Clak!
No volvió a llamarme.
Una vez la encontré en bar de T. Iba con cinco colegas suyos. Nunca más la vi sola. Siempre iba en grupo. Eso era su cosa: el grupo, la pertenencia y la aceptación. La poesía era su máscara.
No volvió a llamarme.
Una vez la encontré en bar de T. Iba con cinco colegas suyos. Nunca más la vi sola. Siempre iba en grupo. Eso era su cosa: el grupo, la pertenencia y la aceptación. La poesía era su máscara.