Cae la lluvia. Lluvia fina entre el espesor de una
neblina de cruel resplandor de la que se le supone sol y calor por encima de
ella, pero tan sólo unos reflejos la penetran e iluminan. Tímidamente. Estarán
allí unos minutos, tal vez ni eso estarán. La ría a un lado de todo pero en el
centro de aquel meandro del mundo lo demás orbita en torno a ella. ¿Y qué es lo
demás? No lo sé. Su humedad, su salitre marino perfora con sádica lentitud: las
casas, la tierra, los sembrados y los cuerpos. Todo allí tiene ese aspecto
debido al protagonismo de la ría. El salitre no perdona. La humedad tampoco.
Amanece desde la penumbra y la niebla y hace que el día entero sean
claroscuros. La soledad se encarga del resto. Amaneceres debajo de los
soportales de la plaza del Ayuntamiento, penumbra en un puerto venido a menos
que ha perdido su condición de puerto, que casi ya no es puerto, que ya
no pasa de embarcadero. Penumbra en las calles empedradas por donde no se ve a
nadie porque no hay nadie, por donde ningún parroquiano o lugareño pasean:
están escondidos de su triste destino en sus casas de paredes de yeso
resquebrajado, casas que han perdido su primera capa de pintura y que, con el
paso del tiempo perderán la segunda y todo lo que les quede: hasta el esqueleto
de ladrillo. Despacio, van mostrando el cemento de sus muros. Ciudad encadenada
a su decadencia, que alguna vez fue próspera y en donde la gente ahora se queda
para morir porque si no se va, escapa, desaparece en cuanto tiene la menor
oportunidad, la menor ocasión por suicida que parezca porque, quedarse es una
larga y tortuosa muerte, un mirar como el final del calendario llega. Sin
embargo yo fui. Fui voluntariamente sin preguntarme si me quedaría o si me
iría. Simplemente fui. Paseaba por las calles de fantasmagoría con la
cortinilla de lluvia rodándome por la frente, las cejas, la nariz, los pómulos.
Dejaba la ría y los pesqueros a mi derecha cuando iba y dejaba pasar el tiempo
para que aparecieses cuando ya volvía por la ría, dejándola a mi izquierda
mientras te esperaba, perseguía al destino sin saber lo que era, con las orejas
rojas y la nariz vasodilatada por el vapor que salía de mi boca como el humo de
las chimeneas de los astilleros y las fábricas moribundas de los alrededores.
Contaminación. Crucé el mar y dejé atrás los sueños de antaño y nunca tuve
dirección allí porque me esforcé por no recordarla nunca y lo que acabas no
recordando ha dejado de existir. Conocía mejor el camino que llevaba a tu casa
que el que llevaba a la mía y de pronto aparecías con tu andar contorneante y
con movimientos de tornillo entrando en su agujero, fragmentos a su imán, con
la cara desencajada por una discusión sobrevenida, por el miedo y por las
miserias que te asediaban, que te habían asediado siempre y por eso huiste, y
todo por estar conmigo o con alguien como yo. No me importaba por mí pero
sufría por ti. Después me hablabas de la ría y del movimiento de las mareas, de
cómo aquello había llegado a ser ría y tu historia en aquel lugar y de tu
relación con aquel lugar, una relación inexistente cuando conseguías olvidarte
de ella pero asfixiante cuando sentías que pertenecías a aquel lugar. Tú
también habías vuelto de alguna parte y habías vuelto para quedarte en aquel
cautiverio después de haber estado en todas las puntas del planeta. Como yo. Tú
volviste desde alguna parte. Yo fui a aquel lugar de destierro a esconderme,
sin que nadie me obligase, sin que nadie me lo pidiese y no fue un lugar
afortunado finalmente pero sin embargo volví a sentir mi pecho lleno de sangre
y de emociones, a mi corazón latir con desenfreno después de tanto tiempo
viviendo en la caverna a la luz de los pequeños farolillos. Tal vez fue aquello
lo que nos unió y unirnos lo que nos salvó, al menos durante el tiempo que
duró. Las verdades durante aquellos días eran tan relativas, eran tan vaporosas
que casi no eran verdades… pero nos ilusionaban tanto mientras tratábamos de
creer en ellas o esperábamos a que llegasen las siguientes debajo de una farola
cuya luz atraía mosquitos de divertido revolotear.
Nos llamábamos por el apellido. Incluso al
despertarnos desnudos sobre tu cama nos llamábamos por el apellido. O comiendo
panecillos con paté de olivas negras y bebiendo Lambrusco o una botella de
sidra debajo de un árbol tan frondoso que ni la lluvia traspasaba sus hojas.
Unos gitanos cantaban y bailaban flamenco y aquello era algo tan extraño y
sobrenatural allí que su música nos trasladaba, nos embriagaba y nos hacía
recorrer nuestro calendario pasado y futuro. Música de gitanos. Música tocada
con tan sólo una guitarra, con palmas y el acompañamiento de una voz
herrumbrosa de incomprensible pronunciación. No los veíamos. Estaban en el
fondo de algo, un rincón impreciso y nos quedamos en silencio averiguando si
era un sueño. O tal vez los que estábamos al fondo de otro algo éramos tú y yo.
Tan sólo sentíamos sus sombras pero los oíamos porque no estaban lejos y
sabíamos que estaban ahí, tan próximos a nosotros. La camarera nos encendía las
velas al final del atardecer: no había forma de librarse de la penumbra de una
forma u otra. Más tarde nos pidieron que nos fuésemos, que iban a cerrar, que
la dueña del local tenía que dar la cena a sus tres o cuatro niños. Entonces
condujimos tu coche, no recuerdo si tú o yo pero sé que fue el que aseguraba no
estar demasiado embriagado por esa sidra traicionera, buscábamos un lugar donde
seguir tomando otra botella y patatas fritas de bolsa, un lugar donde la magia
del momento perdurase y entonces encontrábamos uno en el que tú estuviste años
atrás y que me querías enseñar, que había aparecido repentinamente en tu
memoria y que te emocionaba enseñarme, uno en el que había una mesa justo
debajo de otra farola que le daba un aire de suntuosidad a aquel bar inmundo,
aquel tugurio desolador pero que a nosotros nos parecía lleno de encanto y de
un ciego romanticismo. Y es que allí todo eran penumbras, de cualquier manera
todo estaba en penumbra, hasta las almas estaban en penumbra, el llanto se
hacía en penumbra y el sexo se hacía en la penumbra de las persianas
entrecerradas que dejaban que la luz nocturna de la calle entrase y se
reflejase cálidamente en nuestros cuerpos.
Tal vez el aire que empezaba a soplar al principio
de la noche había abierto claros en el cielo y entonces yo te hablaba de alguna
constelación de la que no sabía demasiado pero tú me mirabas y yo inventaba y
unía palabras sin mucho sentido al ritmo de mi imaginación. Me escuchabas y me
mirabas con ojos de estrellas y me decías cuando te vayas yo estaré donde tú
estés. Entonces yo te acariciaba el pecho y la garganta y la barbilla y tus
orejas y otra vez bajaba hacia el pecho como lo hice tantas veces en tan poco
tiempo en el que nos hicimos sentir tan vivos… Estaré donde tú estés… Luego
aquellas palabras que en su momento parecieron promesas desaparecieron en el
tiempo y sólo quedó la frustración de un recuerdo entrecerrado en la memoria.
Pero la memoria, de cuando en cuando, habla todavía y aparecemos como
sonámbulos que beben sidra y que disfrutan haciendo el amor en el suelo oyendo
en la lejanía los graznidos de las gaviotas que resuenan a nuestro alrededor
durante todo el día, que casi nunca duermen y que a cuyo sonido ya nos hemos
acostumbrado. Yo estaré donde tú estés... Y ahora me digo… me digo que siento
una incontrolable necesidad de verte de nuevo, de verte aparecer a lo lejos por
aquel paseo marítimo por donde caminamos tantas veces mirando aquel mar que
casi siempre era gris en su horizonte. Cogidos de la mano sin saber que nuestro
tiempo se consumía pero sabiendo que nuestro tiempo se consumía y que queríamos
aferrarnos a las palabras para detenerlo, para aferrarnos a aquella pequeña
villa marítima que convertimos en nuestro paraíso desenfocado. Definitivamente
vivir es algo peligroso.
Pero ahora sé que no puedo volver. El telón que
cayó el día que cogí aquel avión fue demasiado tupido, se convirtió en un
dique, un muro, un grueso polder que no dejó que nuestras cosas cotidianas,
nuestras noticias, pasasen de un lado a otro. Y ahora siento la necesidad de
verte una vez más y de romper y terminar, aunque sólo sea por un instante, con
este silencio estremecedor al que jamás pensábamos que llegaríamos. Necesitaba
preguntarte si se cumplieron aquellos sueños de los que me hablaste, que me
preguntases lo que leo ahora, si escribo, si sigo sufriendo mientras escribo a
las cuatro de la mañana sentado desnudo en una banqueta de tu cocina,
escribiendo a mano como hacía años que no hacía, que me preguntases si conseguí
librarme de todo aquello que me daba tanto miedo y de saber si ya renunciaste a
salir de aquel lugar que tanto odiabas, me decías… que me preguntases si
terminé aquel libro que nunca empecé pero que te juré que lo haría para salir
de aquella improductividad creativa en la que había estado anclado tantos años,
los años en los que se despreciaba la imaginación, la fantasía y lo gris era
admirado probablemente por su falta de connotaciones, por su falta de
misterios. Que me preguntases si las pesadillas aún me hacían gritar y llorar
por las noches. Los misterios y lo imprevisible definitivamente no eran buenos.
Me dijiste que cómo fui capaz de resistir tantos años aquella aridez y que el
libro que escribiese me redimiría de los años perdidos. Pero fallé. Fallé igual
que lo hiciste tú y los dos traicionamos nuestras promesas.
Siempre estaré donde tú estés…
Expresábamos nuestra tragedia de saber que todo
aquello que conseguimos pareciese que iba a convertirse en cotidiano, en una
manera de vivir cuando no se trataba más que de un producto de nuestra
imaginación, una ilusión de falsos equilibristas. Nunca pensamos de manera
consciente que algún día tendría que coger un avión e irme y una mañana
conseguimos incluso dejar de pensar en nada relacionado con la tristeza.
Sonaba el teléfono temprano en la mañana y ya no
nos ocultábamos como hicimos en un principio. Contestaba sin mirar quién podía
estar llamando porque había llegado a ese punto en el que había dejado de
importarme ¿Qué estabas haciendo? ¿Pecando ya a estas horas? Sí, estaba
pecando. Y nada me parecía un lugar tan perfecto y hermoso para escribir que estar
a tu lado. Aquel lugar, donde fuese, sería el lugar perfecto para hacerlo,
sobre todo al atardecer y después de haber hecho el amor, algo que casi había
olvidado hacer. Recuerdo tu encanto de bailarina en cada cosa que hacías, en
cada paso que dabas a mi alrededor como si fuese una danza y yo no encontraba
otra manera mejor de expresar mis miserias que escribiendo mis confesiones que
tú leías sobre la cama, sobre la arena de la playa o con los ojos plegados por
la embriaguez y la somnolencia.
La primera vez que te llevé a mi casa yo no estaba
seguro de nada. Aún conservaba mis sentimientos de culpabilidad. Traías contigo
los últimos vestigios de una menstruación inacabada. ¿Por qué no nos lo
quitamos de encima de una vez?, te había preguntado. Caminaste por mi sucia
habitación de muebles prehistóricos y me preguntaste dónde estaba la ducha. Yo
me había quitado la ropa y te esperaba cubierto con una sábana. Tardaste pocos
minutos y volviste. Aquel paseo delante de mis ojos fue la primera vez que te
vi desnuda y tu desnudez y la mía se convirtieron en lo cotidiano, en lo
habitual, nos olvidamos del pudor y renunciamos a la ropa o las toallas o a
cualquier cosa que nos cubriese. Te acostaste a mi lado y esperaste que yo
comenzase a apoderarme de ti porque tal vez pensábamos que aquello estrecharía
nuestros lazos pero yo dudé y tú no lo comprendiste. Dudé porque no estaba
seguro de mis sentimientos y sentí que si seguía adelante podría hacerte daño
no mucho tiempo después porque yo sabía que tenía que marcharme, que algún día
no lejano me iría de allí y de tu lado. Era el laberinto que perduraba en mí
vida, era mi manera de vivir, la única que conocía… Pero tú insististe. Y me
apoderé de ti. Me eché encima de tu cuerpo. Poquito a poquito es como se abre
los ojos y se los abrí como con un movimiento de pinza con mi pulgar y mi
índice y luego el otro ojo, encima de mí, desarbolado ya por el placer, cabeza
alta, perfil griego y profundo respirar como si al aire le costase ir más allá
del diafragma que ha de cruzar durante su camino, esta vida está llena de
sorpresas y algunas de ellas son oscuros caminos… Sabía que su vida no era mía
pero tampoco era suya sino de los hados y los trasgus desde entonces algo raro
y fugaz comenzó a pasar en mi vida y después la dejó como estaba. Cuando hubo
sucedido ya no dudé nunca más nunca más. Hasta el día que aquel avión…
obsesionado con el avión con ese puente levadizo que temía tanto que se quedase
arriba decía y que no pudiese ni ir ni volver más.
Ahora siento la angustia en mi garganta cuando veo
que pasa algún día en el que no he sido capaz de escribir. Pero es la angustia,
la otra angustia, la existencial, la que me inspira, es el dolor el que me
inspira realmente y me consuelo escribiendo que no escribir también escribir, de
alguna manera. Mi decisión fue la tristeza para poder escribir, la angustia, la
destrucción… Definitivamente vivir es algo peligroso.
Pero yo no era el hombre que tú pensabas que era.
Sólo cavando tumbas comencé a sentirme libre sin darme cuenta de que la que
realmente cavaba era la mía. Perdí mi fe en aquel lugar como la había perdido
en cualquier otro de los que había estado a lo largo de mi vida. Perdí mi fe en
las mujeres, perdí mi fe en ti como la había perdido en otras mujeres que
habían pasado por mi vida y continué mi caminar extravagante que aún perdura.
Sin ti y sin nadie. Por favor, pero no llores, no vayas a llorar ahora al leer
todo esto que te escribo desde mi particular observatorio desvencijado. Suena
un piano, suena un piano para nosotros. Recuerdo su sonido y nos recuerdo a
nosotros sentados de noche en cualquier sitio y sorbiendo gintonics de azafrán.
Que bellos eran tus ojos iluminados por el reflejo de las gotas de agua sobre
el empedrado, suelo de piedra, calles peatonales, mano suelta, rezos a nuestra
manera, urbana y abandonada. Y tumbados sobre toallas en la playa, desnudos, me
preguntabas la hora y yo te contestaba las catorce y catorce con voz metálica y
robotizada y tú repetías: las catorce y catorce, imposible, con la misma voy de
robot que suena en los vagones del metro anunciando la próxima estación. Aquel
era nuestro pequeño juego de relojes desincronizados y de horarios que nos
sonaban a imposibles pero que en el fondo nos daban tan igual. Las catorce y
catorce, imposible. Entonces echabas tu cuerpo sobre mí y nos matábamos de risa
de aquella broma que seguimos repitiendo hasta que se consumió y dejó de
hacernos reír y que, como todas las bromas acabó muriendo de cansancio. Te
regalo este reloj, me dijo, te regalo este reloj no para que te acuerdes de la
hora sino para que te olvides de ella.
Fuera de nosotros está la religión, sólo rezos a tu
madre, a la mía, no importa si fueron buenas o malas o si fueron santas,
ladronas o prostitutas o si se confesaban o si bebían a escondidas. Rezos y
plegarias. Fotos de bicicletas abandonadas y de vías de tren cuyo sendero se
bifurca en algún punto. Yo no era el hombre encantador que tú querías que fuese
pero lo cierto es que supiste desde el principio que no lo era y no te importó
en absoluto. Sólo quisiste estar conmigo a pesar de que me acabarías escupiendo
en la cara, viejos sueños, viejas pesadillas, anhelos incumplidos y besos
apasionados en los patios de la iglesia, bebiendo gintonics de azafrán sin
importarnos que mañana habrá que ir a trabajar temprano pero como yo ya no
estaba allí, casi no estaba, como eran mis últimos días en Pompeya encontraría
cualquier excusa para no ir y a nadie en el trabajo le importaría ya y yo
podría esperarte en tu casa bebiendo cervezas para la resaca. Un piano sonando
todavía en mi cabeza retumbante. Retumbos y jaqueca y a lo lejos las notas en
un piano, un piano que tarareaba algo de Schumann en quien las notas de sus
pentagramas están unidas por los silencios que a nadie pertenecen. Hoy
mentiremos, mañana mentiremos y nos echaremos en tu cama a morirnos de risa,
quedándonos sin aire de nuestras propias carcajadas contagiadas por nuestras
propias carcajadas y de nuestras propias mentiras. Mentiras a tu madre,
mentiras a la mía, mentiras porque tú y yo éramos suficientes para darle la
vuelta al mundo y ponerlo patas arriba de escándalo, al menos a ese pequeño
rincón del mundo. Todos sabían cuál era la diabólica diferencia pero jamás
sentimos vergüenza entre aquella comunidad envilecida que nos apuntaba con el
dedo puntiagudo como si fuese un dardo y utilizaban sus lenguas para nuestra
crucifixión pero jamás nos disculpamos, sólo terminamos cansados y por eso el
avión, por eso aquel avión. Porque juntos fue imposible la supervivencia. No
sabíamos muy bien qué era lo que vendría después pero sí supimos desde el
primer momento que aquello sí llegaría una mañana cualquiera, un aeropuerto, un
avión, una maleta con una vida dentro... Entonces llegó el día en que, de
cansancio, no nos quedó mucho para la despedida de gargantas agarrotadas y yo
te llamé cuando el avión aterrizó a mil kilómetros y estuvimos hablando horas
pero fue ya después del aterrizaje del avión, tú en tu rincón, yo en el mío con
mi vida en la maleta, que era lo único que quedaba de mi vida. Hablamos durante
horas pero la situación ya no era la misma y volviste a decírmelo, yo estaré
donde tú estés pero esta vez te tembló la voz, te callaste después y guardaste
silencio y me recordaste a los silencios de Schumann y ya fue imposible hacerte
sonreír más. No más gintonics de azafrán, no más sexo en el suelo del salón, no
más libreros viejos a los que venderle libros por toneladas, obras de arte de
la literatura, Sartre, Onetti, Kafka, Nabokov, todos, y tú a mi lado en la
tiendecilla, escandalizada diciendo ay mamina, ay mamina por mi decisión de
librarme de las alforjas, de vaciar la mochila de mi vida y el librero con un
brillo entre estupefacto y avaricioso en los ojos diciéndome tiene usted libros
muy buenos y ay mamina ay mamina… Pero yo ya había pasado por la escuela donde
te enseñan yo ya he leído todo lo que ha pasado por mis manos eso
me decíayo ya he leído todo lo que ha pasado por mis manos y no necesito
estos libros que sólo ocupan espacio por dentro y por fuera y además pesan y a
mí me parecía que estaba cometiendo un pecado y además yo lo miraba desde atrás
ay mamina y haber leído todo lo que ha pasado por sus manos pues qué
aburrimiento haber leído los prospectos de los medicamentos haber leído mi
rictus me decía y acertaba diciendo que mi rictus había
cambiado aquella tarde que era otra y acertaba yo no había oído nunca a nadie
pronunciar la palabra rictus pero en él quedaba tan natural pero mi rictus
había cambiado porque me habían casi condenado por estar con el forastero,
porque todas las mujeres del lugar donde trabajábamos todas las muchas mujeres
que había en aquel lugar querían estar con el forastero pero a mi madre no le
gustaba el forastero por ser forastero porque ser forastero es ser algo
desconocido y en los lugares donde yo vivo lo desconocido no es bueno y de
hablar con mi madre de él y de estar con él mi rictus había cambiado pero no se
lo dije no le dije el por qué haber leído las cartas del Tarot, haber leído los
salmos de la iglesia haber leído los trípticos horribles que te dan para
cualquier cosa y que tiras a la basura sin saber lo que son haber leído un
libro de álgebra y otro en latín haber leído todo lo que pone en una tarjeta
donde dice Destinos Asiáticos y otra donde pone Papillas Nestlé o ريق آخر من طنجة لعب o
algo parecido o haber leído las rayas de todas las manos que han pasado por sus
manos un armador o un abogado serían algo mejor para mí pero ese hombre que no
se sabe quién es ni lo que habrá hecho antes de venir aquí y yo la escuché en
silencio y entonces mi rictus cambió pero yo no sabía que él se iba a dar
cuenta de que mi rictus iba a cambiar y que había cambiado pero él se dio
cuenta porque los forasteros como él se dan cuenta de cosas en las que nosotros
los de aquí no pensamos y los calendarios de cada año y el Zaragozano también y
las cartillas de siempre estaré contigo perlo que esos libros contienen y no
necesitaría volver a pasar por ellos nunca más así que decidí venderlos a
toneladas por una miseria a aquel librero viejo, decidí hacer aquel mal negocio
con el que me sentí mucho más libre y con el dinero de la venta nos fuimos a
cenar y a emborracharnos y tal vez te compré algo, una pulsera o unos
pendientes, ya no recuerdo, tú pagaste la gasolina y yo la cena y la sidra y tú
fuiste mi esclava sexual aquella noche, esta noche seré tu puta, esta noche, me
dijiste, y yo te dije que sí y fuiste mi puta después de los pendientes, de la
pulsera, de la cena y de los besos en el prado que me descubriste. Aquella
noche desmembré tu verdadera biología y nos sentimos algo más ricos y poderosos
e invulnerables con el dinero de los libros en el bolsillo y tus pendientes
colgando y tu biología entre mis manos y los recuerdos calentándose en el horno
de la memoria como un pan de chapata que hay que comer caliente. Bienvenido a
la turbina me dijiste, mi pequeño Aleph. Mi pequeña Bovary de orgías perpetuas
y. Ahora vas a amarme durante los próximos sesenta y seis minutos y cuarenta y
dos segundos Las catorce y catorce: imposible. Y entendí entonces el
funcionamiento de la turbina y el compresor de las fábricas de armamento en
plena combustión.
Avilés, Avilés, como un anciano que se muere, como
a un viejo que lo entierran en una tumba sin lápida. Y me pregunto si me
estarás buscando todavía…
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