Los
diarios comenzaron a publicar que el barrio era peligroso (atracos, asesinatos,
violaciones), y la gente comenzó a repetir de sus cochinas bocas todo lo que se
leía en los diarios.
De
un día a otro los comerciantes comenzaron a cerrar sus locales. Preferían matar
de hambre a sus hijos que arriesgarse. De cualquier modo ya casi nadie salía a
las calles, excepto algunos vagos que aprovecharon la histeria para cometer
verdaderos atracos (menores). La gente tenía miedo porque se hablaba de crimen
organizado. Los vagos aprovecharon ese miedo. Pintaron de león al gato. Antes
de los diarios nadie había sufrido un atraco. Pero una mentira es una verdad en
gestación. Más si proviene de los medios.
Los
borrachos lo sufrimos porque nadie quería vender alcohol después de las nueves
de la noche. Había que tocar a los abarroteros las cortinas echadas abajo desde
las seis. Nos atendían a través de pequeñas ventanas enrejadas. Había un
interrogatorio previo: ¿quién es?, ¿dónde vive?, ¿qué quiere? Había una
inspección visual; si se era desconocido no se vendía. Casi había que rogar.
Había que entregar el dinero por la ventana antes de recibir la compra y podían
pasar varios minutos antes de recibirla. Y había que regresar a casa con miedo.
Si eras una señora que iba por leche, te cagabas en los calzones al ver venir
por la misma acera a los vagos. Las calles se habían vuelto oscuras, solitarias
y silenciosas. Habían creado el escenario perfecto para el crimen. Hacerlo era
demasiado fácil. Todo mundo estaba acostumbrado. Abierto a ser robado sin más.
Predestinados.
De
a poco, los vecinos comenzaron a juntarse y a exigir a las autoridades, al
gobierno, más seguridad. A estas peticiones se respondió con cámaras de
vigilancia colgadas en los postes de luz y con rondines de patrullas a toda
hora. El barrio se convirtió en un lugar vigilado. Los mismos ciudadanos
metieron el ojo del Diablo a sus casas.
¿El
barrio se volvió más seguro? No. Ahora había que cuidarse de los vagos y de los
policías, que subían al coche a cualquiera bajo cualquier pretexto. Había que
pagar las extorciones. Todos eran sospechosos. Hasta se acusó a las amas de
casa de contrabando menudista de marihuana y a los hijos de los comerciantes de
vandalismo. Los comerciantes tuvieron que pagar el precio de la vigilancia. Los
policías impusieron cuotas. Se hacía firmar a los dueños de las tiendas una
hoja que acreditaba la ronda matutina, vespertina y nocturna. Los
vagos no dejaron de atracar. Se aliaron a los policías y pudieron operar a
rienda suelta a cambio de mordidas.
Con
el tiempo el barrio se convirtió en eso que los diarios publicaron alguna vez,
y, paradójicamente, se publicó que el barrio era mucho más seguro ahora gracias
a los esfuerzos del gobierno por mantener el orden. Pero las cosas empeoraron y
gente de otros barrios llegó y atracó más duramente y violó y hasta utilizó
propiedades para capturar a secuestrados y se habló de una lucha sin tregua contra
el secuestro. Capturaron a los vagos y les hicieron pasar por cabecillas de
bandas de crimen, de secuestradores, de ladrones de casas y de violadores. Los
gatos se convirtieron en chivos y a los verdaderos leones nadie los enjauló.
Bombardearon
con publicidad de partidos políticos de derecha e izquierda todas las
calles. Colgaron lonas de las casas, de los postes, de los cables de luz. Las
pegaron en las bardas y en hasta en las banquetas. Coches con altavoces pasaban
pregonando el esfuerzo de los partidos por disminuir la delincuencia. Hacían
promesas de seguridad a cambio de votos. Regalaban cachuchas y bolsas de
plástico y playeras. Podías ver toda esa propaganda tirada por las calles,
arrastrada por el viento, con las caras de esos cerdos sonriendo y posando con
sus esposas e hijos. Los postulados a gobernadores daban pláticas en calles que
cerraban y los colonos escuchaban y tragaban toda esa mierda.
Construyeron
canchas de futbol para alentar a la juventud al deporte y minimizar el ocio,
madre del crimen. Nadie fue a las canchas porque las tomaron los vagos y los
policías y las convirtieron en nidos de ratas humanas y en puntos de
narcomenudeo y en rines de peleas callejeras y en baños públicos. También en
escaparates de propaganda política.
En
los mercados escasearon los productos y el kilo de carne y de huevo se
disparó. Los partidos políticos no perdieron ocasión de prometer soluciones.
Pero no solucionaron algo. Las escuelas públicas tuvieron el más alto índice de
deserción jamás antes registrado. Los maestros se fueron a huelga. Cerraron las
escuelas. Los alumnos se encontraron a sí mismos ante la nada. Salieron a las
calles y aprendieron a fumar marihuana y a robar y a conducir motos chinas que
compraron en Elektra. Las madres de los muchachos se persignaban y lloraban y
asistían puntuales a las reuniones políticas a recibir sus chicherías y a
escuchar promesas falsas y a entregar sus votos. No tenían algo más.
Los
diarios continuaron su implacable labor de loar los esfuerzos del gobierno. Y
la gente continuaba repitiendo todas aquellas cosas de sus cochinas bocas y
creyendo que el gobierno era bueno y hacía lo que podía ante la inminente
condición infernal en que vivían y ya no recordaban que el barrio, alguna vez,
fue un barrio tranquilo y bueno y todos paseaban por las calles sin cuidarse
las espaladas, y los chicos asistían a clases y los comerciantes trabajaban
honradamente y se maldecían a sí mismos y a la juventud podrida y a México y a
los maestros de las escuelas, y jamás pensaron que todo había sido tramado y
predispuesto por mentes malditas. Su visión no llegaba tan lejos. Su visión se
quedaba en Dios y el gobierno y en sus buenas intensiones.
Luego,
un mal día, uno de los partidos de derecha ganó las elecciones y se olvidó del
barrio y no volvió nunca más con propaganda. El barrio se jodió para
siempre.
Quizá, algún día, el gobierno vuelva con nuevas fuerzas
combativas y todo se solucione. Mientras tanto hay que esperar en casa, mirando
las noticias en el televisor y el fútbol y leyendo los diarios a ver
si sale algo al respecto. Mientras tanto, hay que salir a la calle a
vender papas fritas sobre una mesa, o hamburguesas, o fruta rayada, en la
esquina de la avenida, y pagar a Vía Pública el permiso o la cuota, porque no
hay otro modo de trabajar (nadie terminó la preparatoria). Y hay que rogar a
Dios para que nuestros hijos no se descarrilen.
Y
los borrachos volvimos a comprar alcohol y verlo todo desde nuestra posición de
parásitos. Pero nadie toma en serio la visión de un borracho.
es una realidad tan bien explicada que siento ecaofrios muy bien petrozza eres un escritor sensacional
ResponderEliminar