Mi
mujer se ha ido. La escuché levantarse a las siete de la mañana. Tomar la
ducha. Vestirse. La escuché despedirse de mí y tirarme un beso. Fingí dormir.
Es el primer día, después de dos años, en que mi mujer sale de casa por la
mañana antes de mí. Es la primera mañana desde hace dos años en que me
encuentro solo. Desde que nos casamos no he tenido un solo día de ocio en
soledad. Cuando me anunció que la habían contratado me entusiasmé. No por el
dinero que ello supondría, sino por el tiempo. A fin de cuentas el dinero
acabaría en las manos de inversores americanos: en las manos de las tiendas
americanas de ropa de moda. Todo, hasta el último centavo.
A las ocho de la mañana no puedo dormir más. Deseo
aprovechar cada minuto. Pienso en levantarme y hacer las cosas que no he podido
hacer, ya sea porque no empatan con los gustos de mi mujer, o por el tiempo que
implican. Ver la película de los Panchitos, por ejemplo; mi mujer se ha negado
a verla conmigo. Leer. Bañar a las gatas. Reacomodar los libros de los
libreros. Escombrar la bodega. Escribir. Luego, otro pensamiento, más
imperioso, me impide hacer cualquier cosa: descansar. Pienso: a penas son las ocho
de la mañana.
A las nueve de la mañana vuelvo a despertar.
Decidido, me levanto. Un nuevo día. Tomo la ducha y me cambio en treinta
minutos. La casa se siente distinta estando solo. Corro las cortinas. El sol
entra. Me siento vivo, no sé. Con una gama de posibilidades delante de mí. ¿Qué
hacer? Miro a las gatas. Después de todo no están tan sucias. No quiero
gastar mi tiempo libre en bañar a esos animales. No quiero gastar mi tiempo en
ver películas. Ni siquiera en leer, eso puedo hacerlo en cualquier otro
momento. Hoy es un día especial. Estoy solo. Mi mujer regresará hasta
la noche. Trato de recordar todas aquellas cosas que siempre he deseado hacer y
me he prometido hacerlas cuando tenga tiempo. Ninguna viene a mi mente. Las he
olvidado todas. Me siento sobre la cama.
Miro la habitación. Nunca antes la había mirado con
detenimiento. Habría que arreglar las paredes. Quizá, pintar toda la
habitación. Cambiar la chapa de la puerta. No voy a hacer algo de eso ahora. Ya
lo haré después, pienso. Miro los libros sobre el buró. Son los libros que leo
actualmente. Todos están pasados de la mitad. No, no, luego, pienso. Hoy debo
hacer algo diferente. Algo grande. Algo que no haga comúnmente. Antes de que
llegue mi mujer, Dios.
Comienzo a desesperarme. De pronto me viene la
idea: salir. Sí, eso. Salir y caminar sin rumbo, como en los viejos tiempos,
cuando podía salirme sin un centavo y vivir aventuras narrables y
enriquecedoras con borrachos y prostitutas. Ahora no me acuesto con
prostitutas. Por mi mujer, claro está.
Cojo las llaves y los cigarrillos y me largo.
Fuera hace un sol del demonio. La cabeza comienza a
dolerme a la primera esquina. El estómago reclama comida. Anoche bebí en casa.
Siete copas de whisky con agua. Para poder dormir. De otro modo me es
imposible. Incluso comienza a darme sueño. Pienso e volver a casa y dormir. Son
las diez con quince. Podría dormir hasta las once o doce. Mi mujer regresará
hasta la siete de la noche. No, me digo, aprovecha el tiempo, P.
Doblo en San Luis. Ante mi aparecen las puertas de
Sanborns. No, me digo. Sé que si entro ahí, no saldré sobrio. Imposible. A mi
mente acuden las botanas. Sopes. Tacos. Caldo de camarón. Molletes. Chicharrón.
Cacahuetes. Salchichas en adobo. Todo ello incluido en el precio de una
cerveza. Pero hoy es un día diferente, me digo, y yo estoy en bar de Sanborns
todos los días de ocho a diez. Me detengo ante las puertas. Es una invitación
latente. La oscuridad del bar, la música clásica, la botana, la cerveza, el
buen trato. Sobre todo, la soledad, la paz, la sensación de estar dentro de una
cueva mientras el mundo vive su vida de locos allá afuera. Entro.
Federico me mira llegar. Me saluda con alegría. Sr.
P., me dice. Tomo asiento en mi mesa. La mesa en la que día tras día me siento,
con mi mujer, a beber doce cervezas antes de irnos a casa a descansar. Seis
ella, seis yo. A esa hora el músico del bar toca. Está encantado con mi mujer.
Siempre toca las canciones que sabe que a ella le gustan. Es casi un concierto
personal. Le sonríe desde su sitio. Cuando hace descanso, pasa por nuestra
mesa. Nos saluda con entusiasmo. A ella, a mí sólo me dice buenas noches. Le
toma la mano y se la besa. Aprovecha cada oportunidad para acercarse a nosotros
y hacer algún comentario gracioso. Es un hijo de puta, pero le dejo hacer. He
tenido que lidiar con tipos peores. Mi mujer es ocho años menor a mí. Eso,
quizá, lo explique todo.
¿Lo de siempre?, me pregunta Federico, con su
libretita en la mano. Pienso un segundo. No, respondo, hoy no. Hoy es un día
diferente, pienso. Ordeno ron. Nunca bebo ron, pero hoy es un día especial.
Bacardi blanco con coca cola.
Miro la hora. Son las once con cinco. Dentro de dos
horas comenzará la promoción. Dos por uno en cerveza. Puedo estarme una hora
con el Bacardi. Puedo beber dos en dos horas. Tres, cuando más. Y luego, la
promoción. Creo que eso es lo mejor. Suelo hacer cálculos de todo respecto a la
bebida. Conozco cada bar de la zona y cada precio y tiempo y promoción.
Federico pone ante mí un vaso con ron y coca cola,
un plato de cacahuetes y uno de chicharrón. Oye, le digo, no he desayunado. Y
le sonrío. Él lo entiende todo. Es, lo que se puede decir, mi cantinero de
cabecera. Al poco rato me trae tacos de pollo y de queso. Los como casi desesperadamente.
En menos de cinco minutos no queda ni uno. En menos de tres minutos, Federico
adorna la mesa con caldo de camarón y sopes de frijol y pollo y chorizo. En
tres minutos más trae salchichas adobadas y habas en salsa. Cuando termino,
retira los platos. Déjame los cacahuetes, le digo. Nunca he podido resistirme a
un plato de cacahuetes salados. Un día, un amigo me contó que los ponen así,
salados, porque la sal genera sed y la sed te hace ordenar más y más bebida.
Bueno, dije, eso está muy bien. A partir de ese día, no puedo dejar de pensar
en la trampa de los cacahuetes cada que los miro sobre la mesa de algún bar o
cantina. Es igual, yo no necesito trampas. Siempre que entro a un bar estoy ahí
dispuesto a beber todas la cerveza o todas las copas que me entren.
Cuando ordeno el segundo ron Federico me pregunta
por mi mujer. Cogió un empleo, le digo, está en él. Federico le manda
felicitar. Sí, le digo, muchas gracias. Me trae la bebida.
Miro el reloj. Once con diez. Soy el único cliente.
Ya casi dejo de pensar en la estupidez de hacer algo diferente. ¿Qué puede
hacer un hombre de diferente o de extraordinario en una ciudad? El alcohol me hace entrar en razón. Todo lo
diferente que un hombre pueda hacer está en su mente. Somos mentes encerradas en
cuerpos.
De un momento a otro da la una de la tarde. Lo sé
porque Federico tiene la amabilidad de recordármelo. Mira mi vaso, que aún
tiene un sorbo y me dice: ya empezó la promoción. Cojo el vaso y me lo empino.
Sí, respondo, una Tecate. Federico se va con el vaso y el plato de cacahuetes.
Regresa con dos Tecates fías y más Cacahuetes.
Entran un par de señoras. Se instalan a dos mesas
de mí. Las miro hacer. Se quitan los suéteres y los amontonan con las bolsas de
mano sobre uno de los sillones. Se sientan con dificultad. Federico las
atiende. Ordenan piñas coladas. Hablan, según logro escuchar, sobre el hijo de
alguna otra señora.
La cerveza sí la bebo rápido. Ahora debo aprovechar
cada minuto de promoción. Si me tardo demasiado es posible que el fin me
alcance sobrio. En ese caso tendré que irme al mitote, otro bar, cerca, en
Medellín, pero no quiero ir allí porque no lo soporto. Ponen la cerveza a
quince pesos hasta antes de las nueve; a cambio hay que escuchar música a alto
volumen. Federico trae y lleva platos de cacahuetes, chicharrón, habas. Siempre
que vengo aquí pienso en cómo es posible que a mi estómago le quepa tanto. Es
imposible parar de comer.
A las cuatro de la tarde estoy borracho. Ha entrado
un poco más de gente. Señores y señoras. Aquí no hay jóvenes. Eso es bueno
también. No soporto a los jóvenes. Son muy inquietos. No pueden estarse en paz
y pensar en sus vidas o sus culos. Siempre tienen la necesidad de estar
haciendo algo. Sobre todo, la maldita necesidad de encajar y ser aceptados. Me
son insufribles.
En algún momento me levanto. Quiero ir al
sanitario. Cuando lo hago, caigo en cuenta de que estoy más borracho de lo que
pensaba. Casi no puedo caminar sin sentir que me caeré en el paso
siguiente. Agarrándome de las cosas lo logro: andar hasta estar enfrente del
mingitorio. Somos mentes atrapadas en cuerpos. Hay que llevar el maldito cuerpo
a arrastras, hasta el mingitorio y orinar y regresar y todo eso.
Ordeno un par más de cervezas (es decir cuatro
más), antes de que termine la promoción. Las bebo con calma. El día está a
punto de terminar.
Dan las cinco. Fin de la promoción. El timbre del
recreo. Abrirán la promoción nuevamente, de ocho a diez. Mi mujer llegará a las
siete. Tengo dos horas más. Ordeno la cuenta y pago. Federico lleva el dinero a
la caja. Regresa con el cambio y el recibo. Le dejo cincuenta pesos de propina.
Nunca le he dejado menos. Tampoco más.
Camino muy despacio. Una vez fuera de Sanborns
enciendo un cigarrillo. Lo fumo de pie, sin saber qué hacer. No quiero llegar a
casa. Hay un puesto de flores enfrente de mí. Pienso en comparar flores para mi
mujer. No lo hago. No lo he hecho nunca. Lo considero estúpido. Las flores
están muertas. No sirven para nada. Generan basura. Además de ello hay que
pagar por ellas. No sé, nunca he comprado flores a una mujer. Mi mujer no me lo
reclama. Es consciente del sinsentido de las flores. Agradezco en el fondo de
mi corazón tener una mujer cercana a mis ideas. Definitivamente voy a envejecer
a su lado.
Enciendo otro cigarrillo y emprendo la marcha.
Camino despacio, pegado a la pared. Voy hacia casa. No hay otro camino. Para
nadie hay otro camino. La vida sería más sencilla si pudiésemos quedarnos en
casa sin hacer algo. En una ciudad, no hay nada qué hacer. Emborracharse es lo
más cercano a salir de la ciudad. Estamos enjaulados. Todo lo que podemos hacer
ha sido puesto ahí por alguien más, pero nadie hace realmente lo que quiere
hacer; ni siquiera tienen deseos propios, los deseos han sido incubados: desea
la playa por mil pesos por persona la noche. Desea ropa de marcas americanas con
el veinte por ciento de descuento. Desea un coche asiático desde mil
seiscientos pesos al mes. Desea bailar en el Mama Rumba por un pase de
doscientos cincuenta pesos y un mojito incluido. Desea joyería del Palacio de
Hierro a meses sin intereses. Solo había dos cosas que yo podía desear a estas
alturas: morir en paz y estar borracho todo el tiempo posible mientras llegue a
ello. Cualquier otra cosa no me atraía.
No compro flores, pero sí whisky. Antes de llegar a
casa compro una botella. Llegando a casa pongo agua en la hielera para hacer
cubos de hielo. Saco cacahuetes del estante y los sirvo en un plato y coloco el
plato y un par de vasos junto a la botella, sobre la mesa del cuarto. Pongo un
par de sillas. Es lo que llamo "hacer mi Sanborns en casa".
Son las seis menos diez. Tengo una hora para
renacer. Voy a cagar al sanitario. Me lavo manos y dientes. Me echo agua a la
cara. Me cambio de ropa.
A las siete menos cuarto llega mi mujer. Nos
abrazamos. La separación ha sido tortuosa para ambos. Por primera vez en la
vida amo a una mujer verdaderamente. ¿Qué hiciste en mi ausencia?, pregunta E.
Nada, respondo, fui a comprar whisky. ¿En todo el día? ¿Nada? ¿Sólo comprar
whisky? Dormí hasta tarde, bebí un par de cervezas, compré whisky. ¿Alimentaste
a las gatas? Dios, no. E. sale del cuarto y alimenta a las
gatas. Mientras lo hace, me grita: vengo muerta, P., fue un día duro en el
trabajo. Sí, le grito en respuesta, lo sé, por eso he traído whisky y
cacahuetes. Entra al cuarto. Se quita los zapatos. ¿Sabes?, me dice, es muy
amable de tu parte, pero… camino acá pensé que llegando podríamos ir a
Sanborns. Bueno, dije, he comprado el whisky y… Sí, lo sé. En fin. Se sienta
sobre una silla. Yo la miro. Es mi mujer, me digo, qué cojones. Además, nos
vamos a morir. Me levanto y le digo: anda, E. cálzate. Vamos a Sanborns. E .sonríe de oreja a oreja. Me abraza. Te amo, dice.
A las ocho en punto entro a Sanborns cogido del
brazo de E. Federico nos recibe con alegría. No dice un palabra de mi estancia
por la tarde. Es un hombre educado y discreto. Nos instalamos en nuestra mesa.
¿Lo de siempre?, pregunta Federico. E. dice, sí, sí. Federico se va y al minuto
regresa con un par de Tecates micheladas, una sin escarchar, y un plato de
cacahuetes y uno de chicharrón. E. se le acerca y le dice, oye, Federico, no
he comido. Federico sonríe.
A las ocho con quince me encuentro ante una mesa
llena de sopes y caldos de camarón y habas y cervezas. Con E., mi mujer y mi
vida por delante, mi tiempo por delante, que ya no es mucho. ¿Pero qué otra
cosa puede uno hacer, sino esperar la muerte sentado en un bar?
Buenisimo el sin sentido de la vida, me ha encantado muy bien P.
ResponderEliminarMuy bueno
ResponderEliminarPetrozza, siempre incomparable.
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