Camila me recuerda a una sonrisa perdida en un
horizonte de memorias; a una mirada que dice medias verdades al oído; a muchas
cosas no tan buenas ni tan malas, pero sí irrepetibles y en su momento majestuosas.
Hasta allí llegan mis remembranzas, un conglomerado de imágenes inventadas. Me
las he ingeniado para descubrirla como el ser sublime que portaba las llaves de
un jardín donde los niños saltaban y reían, a veces tropezaban, pero no se
lastimaban y continuaban con sus brincos y diversiones. Lo mejor de todo es que
no podían morir, por lo menos hasta que se topaban con el enorme campo de
centeno ubicado al Noreste del patio. Ellos, como niños que eran, lo recorrían
desconociendo que había un precipicio sin nadie medianamente responsable para
atajarlos.
Entonces Camila, como guardián y entendida de
que el lugar era una farsa, sacó a todos los chiquillos, escondió el jardín
entre árboles y arbustos gigantescos, trancó sus entradas y guardó las llaves.
Quedó vacío, sin embargo, así como cuando apagas una vela y por segundos
visualizas lo que fue su luz, comprendes que no es la noche sino el recuerdo en
la ausencia lo que lacera; no soportó vivir en soledad, se marchó.
A pesar de que ella puso todo su empeño en
ocultarlo de vez en cuando algún niño entra al jardín y en raras ocasiones
ignora las advertencias que había dispuesto en el campo y lo explora. Hace
algún tiempo sucedió. Nadie sabe por qué ni exactamente cuándo, pero una noche
un chiquillo sin razón aparente empacó sus juguetes, juntó algunas golosinas y
se internó en el bosque.
Todo el pueblo colaboró en su búsqueda. Al
principio la multitud se mostró optimista porque el niño dejó algunas migajas
regadas; tropecé con las marcas de sus piececitos plasmadas cerca de un charco,
otros hallaron retazos de ropa entre los arbustos, juguetes tirados por allí y
por allá, un zapato flotando en el estanque y alguien afirmó haber escuchado
una voz perdida en un lugar donde los ecos pareciesen que duraran mil años.
Pero nunca lo encontraron. En su momento comuniqué que sólo había un lugar a
dónde pudo ir, no obstante, inclusive para exploradores expertos y con la ayuda
de mapas, se nos hizo difícil encontrar las entradas del jardín. Una vez allí
intentamos forzar las puertas e ingresar, no pudimos. Entonces, a pesar de mis
sospechas, descartamos esa teoría. Todo parecía indicar que no había ingresado,
ni siquiera había indicios que pudiesen asomar una ligera sospecha de su
presencia por los alrededores de una de las entradas.
Transcurrieron las horas, luego los días y los
meses. Nada, absolutamente nada. Con el tiempo se olvidó el asunto y no se
volvió a hablar de él. Enterraron sus pertenencias en una fosa que sellaron con
una lápida de piedra caliza. Ellos, sus padres y familiares, continuaron con
sus vidas. El paradero del niño fue un misterio. Algunos afirmaban que se había
ahogado y la corriente arrastró su cuerpo hasta el mar, otros que fue atacado
por algún animal salvaje, muy pocos sostenían la tesis de que un cazador lo
confundió y enterró su cuerpo para no asumir la culpa. Su recuerdo quedó como
esas historias que se les cuentan a los traviesos para que se porten bien. Yo,
sin embargo, guardaba una idea muy diferente y contumaz en mi mente.
Ya habrían transcurrido cinco años. Todos,
inclusos sus padres, le dieron la peor de todas las muertes – el olvido-, no
obstante, algo me decía que él, de alguna forma que para ese momento no sabría
explicar, logró dar con el jardín y no encontraba la manera de salir.
Entonces, a pesar de que no era días ni
meses sino años de desaparecido, me interné nuevamente en el bosque con la
firme convicción de hallar una vía alterna para cruzar el portal al mundo
perdido del cual sólo sabía por medio de las historias que narró la nieta de
Camila y algunos hijos de los que durante su infancia vagaron en su interior.
La primera vez que lo intenté no tuve éxito, la
segunda tampoco ni la tercera ni la cuarta ni la quinta. Repetía lo que otros
habían hecho hasta con peores resultados. Paré, pensé y traté de olvidar
absolutamente todo lo referente al chico, decidí andar por el bosque como quien
va de paseo. Al principio me costó porque siempre viajaba en la búsqueda de una
brecha entre los arbustos o intentaba forzar una puerta; repetía lo de otros.
Con el paso de los años crecieron canas sobre mi cabeza, pero no olvidé todo lo
referente al niño.
Sin querer me convertí en una especie de
celador. La gente del pueblo, a su manera, me pagaba por internarme en el
bosque. Aprendí de hierbas, hongos, animales y raíces. El silencio del monte me
permitía situar a los cazadores y a sus presas, además, un par de veces
atemoricé a varios niños que se encontraban en actitudes sospechosas, sin
embargo, mi principal función consistía en orientar a todo aquel que se
extraviara.
Un día, ya cuando tenía que realizar un gran
esfuerzo para recordar todo el asunto del niño que se extravió, localicé una
cueva en la base de un árbol. Estaba en dirección al jardín del que tanto había
escuchado. No lo pensé, me sumergí. Encendí una antorcha, iluminó pocos metros
del camino antes de apagarse. Anduve a tientas por un rato hasta descubrir que
lo mejor para combatir a la oscuridad no es el fuego, sino las luces; bastó
encender una cerilla para visualizar la salida y caminar hasta ella sin tener
que tropezar con las raíces de los árboles que sobresalían por las paredes de
la gruta.
Al salir me hallé en el centro de un parque
mecánico, pero con sus columpios zarandeados por ráfagas de viento, toboganes
oxidados, carruseles impregnados de moho, una rueda giratoria chirriante,
carros chocones verdaderamente accidentados y una inusual ligereza en el aire
que, junto a la humedad, hacía entender que era un templo de dioses ya caídos,
enterrados y negados tres veces antes del amanecer bajo un cielo que ansiaba
llorar pero se notaba muy exhausto y vetusto como para hacerlo.
No desistí, continué la búsqueda consciente de
que ya estaba dentro del jardín que Camila había ocultado. Recorrí cada
recoveco: crucé los manantiales y estanques de chocolate con piedras de
avellana; visité castillos sin reyes ni princesas y con dragones hechos piedra
que eran como gárgolas de ojos carmesí; conocí el país de los enanos y
sobrevolé el de los gigantes asombrado por la opulencia de sus obras; tropecé
con los restos de una gallina con el vientre dorado y tieso, soldaditos de
plomo hechos trizas después de lo que se podría interpretar como una colosal
batalla y un hermoso cisne con el pescuezo desgarrado y bañado con sangre azul
coagulada; escudriñé entre las casas de árboles fabricadas por niños voladores
y me deleité con los dibujos pintados en sus paredes, por las noches noté que
las luciérnagas, aún después de muertas, iluminaban sus pisos y formaban una
alfombra de color esmeralda; navegué todos los mares dulces y salados, también
hasta la desembocadura de un enorme río donde no encontré mar ni lagos ni nada;
abordé cada barco pirata existente, sus tripulantes estaban hechos mármol, sal,
plomo y arena; aterricé en los siete planetas enanos con una nave espacial
hecha de hojalata y hallé una estatua de un burro plateado llamado “copito de
algodón”, también un farol que permanecía encendido día y noche. Pero nada del
niño, ni un rastro.
Con el tiempo olvidé de dónde era y qué hacía
allí. Ya no estaba en la búsqueda de algo o alguien, sino perdido en las ruinas
de lo que fue algo que ya no era y nunca más sería. Había vivido mil vidas por
cada noche antes de dormir asombrado por las estatuas, estructuras, cataratas
ascendentes, mares y ríos de caramelo y chocolate. Pero nada del niño, ni un
rastro del que se había extraviado.
Tal cual lo esperaba, después de algunos años
me topé con la entrada al campo. Allí fue cuando escuché una voz, provenía del
centeno y mientras más me internaba se hacía más fuerte. A cada paso recobraba
la memoria. Era el niño, me llamaba y no recordé que los sitios como aquel,
dónde los ecos podían durar mil años, eran comunes. Pues así fue, ya no tiene
sentido continuar…
Hay días en que pienso en el jardín y en todo
eso que descubrí en mi viaje. Sucede que cuando el brillo es grande, la herida,
lejos de curarse, crece. Y piensas que ese fue el lugar
perfecto que todos añoramos, pero Camila debió abandonarlo. Lo hizo motivada
por algo, algunas cosas se vuelven hermosas en la ausencia; ese es el destello,
la perfección. Él te dice que allí, en ese lugar donde posas tus ojos, anduvo
algo bello y, sin importar que tan fuerte lo desees, no regresará así como el
niño aquel que cayó por el precipicio y los muchos que inocentemente lo
hicieron con antelación. Entonces, desde el fondo y sobre los restos de otros
con peor suerte, levanto la mirada para apreciar el borde hasta deleitarme con
su lucimiento y brutalidad. A veces me distraigo con el ocaso o las estrellas,
no obstante, trato de estar alerta; uno nunca sabe cuándo otro niño se desviará
de su camino y necesitará ser atajado.
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