A Eusebio Ruvalcaba
Alguna
vez le pedí a mi padre que me lo contara todo respecto a las mujeres. Íbamos
camino a casa; veníamos del colegio (solía esperarme a la salida, metido en el
coche). Yo tendría once o doce años. Me interesaba el tema sobremanera porque
hace dos días me había hecho novio de Ana Laura Martínez Galicia, mi primera
novia, en quinto o sexto de primaria. Para ese entonces ya había escuchado un
montón de mitos infantiles y preadolescentes sobre el sexo. Sí, eso: sexo, es
lo que yo quería que me explicaran. No mujeres. Quería saber exactamente que
debía hacer a Ana Laura para poder decir: te
juro que ya me la cogí, Chavita. Chavita era mi mejor amigo; también, mi
acérrimo rival. Nuestra competencia consistía en experimentar el mundo antes
que el otro. Mi padre, hombre serio y de talante explosivo, desvió la mirada
del camino (conducía) y la posó sobre mis ojos. Sólo hay dos cosas que tú debes saber sobre las mujeres, me dijo en
tono enérgico: ¡que si te metes con una,
te mato! Es todo, dijo y regresó la vista al frente y condujo como si nada
hubiera ocurrido. Yo iba a abrir la boca, para explicar que faltaba una cosa
que debía saber, había dicho dos, pero mi padre subió el volumen del estéreo,
sacó el brazo por la ventanilla y giró la cabeza a la izquierda para dar vuelta
a la izquierda y no puede decir algo más.
Necesitaba la explicación de algún adulto porque no confiaba en los idiotas de
mis amigos. Se habían creído la estupidez de Santa Clause y de los Reyes magos,
cosas que descubrí por mí mismo, a los cinco años, sin que nadie me
chantajeara. Se los dije y no me creyeron, sino hasta quito o sexto, y no
todos. No se podía confiar en gente así.
Le pedí explicaciones al jardinero del
colegio. Creo que se llamaba Manuel, pero le decían Manuelas, lo que me
inspiraba confianza, pues a esa edad ya sabía lo que era una manuela y, desde
mi perspectiva de niño, un hombre apodado el Manuelas debía saberlo todo
respecto a las mujeres. Yo también era un idiota. El Manuelas jamás había
tenido mujer. Sin embargo, se alegró de que me acercase a él como a un gurú. Me
dijo: primero debes estar seguro de que
la muchachita es cachonda, si no, te puede meter una demanda. Eso sí me
asustó. ¿Y cómo voy a saber si es
cachonda? Se quedó pensando un par de segundos. Luego, dijo: ya sé: fórmate en la fila de la cooperativa,
detrás de ella. Le tocas una nalga. Si es cachonda no dirá nada y la vas a
poder tocar a gusto. Si te reclama, olvídala. Bueno, por alguna razón sus
razonamientos me parecieron lógicos. Durante los años siguientes adopté la
infalible prueba de cachondez de El manuelas para todas las chicas que me
gustaban. Dejé de hacerlo cuando una amenazó de acusarme con mi padre. El
vínculo entre las mujeres, mi padre y la muerte, apareció claro ante mis ojos: ¡si te metes con una, te mato!
Ana Laura no dijo nada cuando le acerqué la
mano en la nalga derecha, en la fila de la cooperativa. Hasta se arrimó más a
mí. Se arrimó tanto que se me paró. Seguía arrimándose más y más. Sobra
decirlo: aquella tarde, luego que mi padre me llevara a casa, me hice todas las
manuelas que pude pensando en ella. Me acuerdo que a esa edad ni siquiera
eyaculaba.
Regresé con el Manuelas. Le dije sí es
cachonda, Manuelas. Se cagó de la risa. Supongo que mi cara de desencanto
le regresó la seriedad. Bueno, bueno,
dijo, ¿cuál es la niña? La señalé con
el dedo. Estaba formada en la cooperativa. ¡Uff!,
exclamó. Está buena. ¿Es tu novia? Sí.
Me miró de arriba abajo. ¡Pues cógetela!
Nada más escucharlo, me puse rojo. ¿Qué
te pasa? Es que… ¿No se te para? No,
no, no... ¿Eres joto? ¡Noooo! ¿Te comió el pito el ratón? No, es que… ¡no sé
cómo! Otra vez se cagó de la risa. Otra vez, mi desencanto o mi tristeza lo
conmovió. Ven mañana, dijo, te voy a mostrar cómo. Asentí con la
cabeza cien veces. Di media vuelta y me fui. ¡Oyeeee!, gritó. Volteé la cabeza. ¡Pero no le digas a nadie, eh!
Mientras tanto, le dije a Chavita que le había agarrado las nalgas a mi vieja.
No me creyó. Justo lo que deseaba. Te lo voy a comprobar, le dije. Me fui a la
cooperativa a formarme atrás de Ana. Esta vez, sin tanto disimulo, le planté
una nalgada y le apreté bien fuerte la nalga derecha. Tonto de mí. Anita gritó,
se volteó y me cacheteó. Todos se rieron. Acto seguido, se echó a correr. Yo me
eché a correr tras ella. ¡Nooo!, le grité,
no me acuses. En el pasillo se
detuvo. ¿Qué te pasa?, exclamó. Nada, dije, ¿qué te pasa a ti? ¡Porqué me pegas!, gritó. Pues qué, dije, si bien que
te gusta y además eres mi novia. Ana Laura se sonrojó. ¡Pero no enfrente de todos, baboso! ¡Ahora sóbame! La sobé y otra
vez se me arrimó. Ay, me dije, ¡ojalá estuviera aquí Chavita para verme!
Al día siguiente ocurrió lo que me ocurriría el resto de mi vida. La
muchedumbre, la masa, el vulgo, ese ente despreciable que forma el colectivo de
los individuos, se puso en contra mía, me llamó pervertido, gañán, patán,
peligroso, y, lo más interesante, de lo que aprendí a sacar partido en
adelante: a pesar de ello algunas niñas quedaron seducidas por la majadería.
Algunos chicos me consideraron un héroe. Tomen nota: el mal inspira admiración,
y un alma que siente admiración ante el mal, es una alma compatriota mía. Otra
nota: estás almas no confesarán abiertamente su admiración porque temen ser juzgados
por la gente buena. Hay que detectar la admiración es sus ojos.
Al día siguiente, muy de mañana, el Manuelas se me acercó. Me dijo no se te olvide ir a mi oficina durante el
recreo, eh. No, le dije, y corrí a mi salón. Ya todos estaban adentro.
Cuando entré se hizo el silencio. Me estaban juzgando mentalmente. Pensé en las
nalgas de mi vieja y me dije total, ellos
nunca han agarrado unas nalgas. Hasta me sentí superior y miré a los niños
del hombro para abajo. Ana Laura volteó la cabeza cuando la miré, pero me echó
una mirada lujuriosa, o lo que yo consideré una mirada lujuriosa, secreta. Está jugando su parte del juego, pensé, no va a ponerse a decir: ay, qué rico que me
nalgueó. No delante de todos.
Me senté detrás de ella. Cuando la maestra de Español se puso a dar clases,
escribí en un papelito para Ana: me
gustas mucho. Se lo pasé discretamente. Me regresó otro papelito: tú también a mí. Entonces supe que no
estaba enojada y ya no le mandé papelitos.
Nada más sonó la campana del recreo, me fui con el Manuelas a lo que él llamaba
su oficina. Era un cuarto construido con láminas donde guardaba la herramienta
de jardinería. Ya vine, le dije. Ya sé, contestó. Bueno, pues, ¿y qué? Tranquilo,
escuincle, no vas llegar más rápido por correr. Actuaba muy raro. Como si
poseyera la ecuación del Universo. Pásate,
me dijo. Me pasé. Cerró la puerta del cuartito. Sentí un poco de miedo, pero no
dije algo. Con demasiada lentitud, me dijo: antes
que nada vas a hacer un juramento. Vas a jurar que no le dirás a nadie que yo
te mostré lo que voy a mostrarte, e incluso que no me conoces si te llegan a
descubrir. okey, dije, pero qué es. Shhh, shhh, shhh, dijo, repite después de mí:
ju-ro-que-no-di-ré-na-da-a-na-die-de-lo-que-el-Ma-un-e… de-lo-que-Ja-vier
(así supe que se llamaba Javier y no Manuel) me-va-a-enseñar. Lo repetí. Me hizo ponerme la mano en el corazón. Bueno, dijo, pues ya está. Acto seguido, se sacó del culo una revista. Échate uno de ojo, exclamó. Por
supuesto, era una revista pornográfica. Nomás verla se me subió la sangre a la
cabeza. Ay, güey, dijo, hasta parece que viste un fantasma. ¡Ábrela!
La abrí con manos temblorosas. Bueno, ya saben lo que había dentro: un montón
de viejas encueradas y hombres desnudos cogiéndose a esas viejas. Me habré
tardado diez segundos en hojearla toda. Ten,
ya vi, le dije, como si le estuviese regresando una papa caliente. Llévatela, me dijo, te la presto. Mis ojos se iluminaron. ¡Pero cómo me la llevo! El Manuelas lo pensó un par de segundos. Ya sé, dijo, a la salida te sales un poco antes. Dejas tu mochila en mi oficina. Yo meto la revista. Te dejo la mochila
en la fuente. Recoges tu mochila y… tan tan. Bueno, dije.
A qué no sabes lo que tengo, Chavita, le dije. ¿Qué cosa? Una revista pornográfica. Ay, sí, dijo. ¡De verdad! ¡A verla!, exclamó. Aquí
no la tengo, tonto. Ay, ya sabía, eres re mentiroso. Mañana la traigo. A ver si
es cierto. Ya verás que sí.
Cuando me subí al coche de mi papá, estaba sudando. No de correr. De miedo.
Nunca había esculcado mi mochila, ni me había pedido que sacara mis cosas
delante de él, pero sentía que en cualquier momento me obligaría a mostrarle el
contenido. Todo el recorrido me fui calladito, calladito. Tanto que me preguntó
¿y ahora tú qué traes? Vaya susto.
Iba ensimismado en mis ideas. En las imágenes que miré de reojo de aquella
revista. Grité ¡en la mochila, nada! Hubo
un silencio. ¿En la mochila?, pensó e
voz alta. Hijo de tu madre, me dijo, llegando te voy a esculcar la mochila.
Sentí que el alma se me salía. Esa fue la primera vez en la vida que me asusté
de verdad. Hasta comencé a llorar de la nada. Mi papá se espantó. Bueno, hijo, ¿qué es lo que te pasa?
Estaba realmente consternado. Ya está,
me dije, ¡mi oportunidad! Ay, papito, es
que me duele mucho el estómago, pero no quería decirte, dije sollozando. ¿Y por qué no querías decirme?, preguntó
extrañado. Porque me vas a regañar,
contesté lloriqueando. ¡Ajá!, ¡comiste de
esos pinches chetos que te ha dicho tu madre que no comas porque te ponen malo
y hay que llevarte al médico y pagar la cuenta! Asentí con la cabeza, en
silencio, con los ojos apretados, pensando: ay,
Diosito, muchas gracias, ya se olvidó de la mochila.
Llegando a casa me bajé doblado de la
cintura, cargando mi mochila como el Pípila cargó su piedra. Ay, ay, ay, mamita, exclamé. Mi padre le
gritó a mi madre Alicia, ven, el niño
volvió a comer de esos pinches chetos. ¡Ay,
hijito!, gritó mi madre y vino corriendo. A ver, abre la boca, me dijo, déjame
revisarte. Abrí la boca bien grande. ¡Ah,
chinga!, dijo, pero si no tienes la
boca naranja ni hueles a chetos. Esa fue la segunda vez en la vida que me
asusté de verdad. Lo bueno es que soy re abusado para las mentiras. Aproveché
que mi padre se había ido al cuarto. Mamita,
le dije en voz baja, no comí chetos, pero
no le vayas a decir a mi papá, me va pegar. ¡Cómo!, exclamó mi madre. Shhh, shhh, no hables fuerte mamá. La verdad
es que me expulsaron del colegio y mañana no me van a dejar entrar. Por eso le
dije a mi papá de los chetos, para que mañana me deje faltar porque me siento
enfermo, ¿ves? Ay, hijito, ¿y por qué
te expulsaron del salón? Por una injusticia, me defendí, porque Pablito me estaba copiando en un
examen sorpresa que nos aplicó la de Español y por decirle que no me copiara la
maestra pensó que yo era el que estaba copiando. No te preocupes, hijo,
ahoritita mismo le llamo a la maestra y aclaramos el… ¡No, no, no, no!,
grité aterrado y cogiendo a mi madre del vestido que ya se había encaminado al
teléfono. Mi padre habrá pensado que fue el estómago. ¿Por qué no?, preguntó mi madre, asombrada. Lo malo de mentir es
que una mentira lleva a otra y a mí ya se me estaban acabando. Es que… Es que… ¡Es que qué!, exclamó mi
madre, desesperada. Es que la de Cívica
nos enseñó que debemos aceptar las consecuencias de nuestros actos y ser
responsables… Pero si esto no fue culpa tuya, Luisito, por favor, ahora mismo
voy a limpiar tu nombre… ¡No, no, no, no!, volví a gritar. Ya, mamá, te voy a decir la verdad, dije
en tono de confesión, ¡hay un niño
abusador en el colegio. Me dijo que mañana me partiría la cara. No quiero ir a
la escuela, mamá, por favor! Ahora sí se preocupó mi madre. Se quedó
callada como un minuto. Sentenció: está
bien, mañana no irás a la escuela, pero pasado mañana vamos a ir tu papá y yo y
nos vas a decir quién es el abusador. ¡Pero, mamá, mi papá no puede saberlo!
Claro que lo sabrá, dijo mi madre.
Bueno, después de una charla intensiva de dos horas, en las que me hablaron sobre
los abusadores y de cómo enfrentarlos, pude largarme a mi anhelado cuarto, no
sin haber jurado por Dios que pasado mañana les diría quién era el abusador
para que lo delataran con la Directora. Ya
me inventaré algo, pensé. Ahora…
Las imágenes eran perturbadoras. ¿Esto es lo
que llaman hacer el amor? Me desalentaron dos cosas: uno, que no me imaginaba a
mí mismo en las posiciones que allí mostraban. ¿Cómo iba a subir a Ana Laura a
una mesa y ponerla de cabeza? Dos, el tamaño de los penes de los actores. ¿Y si
Ana Laura esperaba que yo tuviese un pene de más o menos esas dimensiones? ¿A
poco Chavita o Pablo tenían tremendos mastodontes? Por lo menos mi papá yo creo que sí, pensé. Fue la primera vez que
pensé en mis padres cogiendo. Apenas podía imaginar a mi madre dejarse orinar
por mi padre, o dejarse coger por la boca. Bueno,
me dije, ellos son adultos y saben lo que
hacen.
Al día
siguiente me levanté tarde. Gocé de lo que más adelante en la vida conocería
como un día de asueto. No hice muchas preguntas. Mis padres tampoco. Pero al
siguiente… Ambos me llevaron al colegio. Pidieron hablar con la Directora. Le
contaron el chisme del abusador. La Directora y mis padres me obligaron a delatar
a alguien. Bueno, me dije, ni modo. Denuncié a Pablito. Por poco no
me lo creen. Pablito era un niño bajito y delgaducho, despistado. Un imbécil,
pues. Lo mandaron llamar. El pobre Pablito estaba más asustado que yo. Le
leyeron sus pecados: amenazarme con golpearme a la salida. Negó los cargos
rotundamente. Sí, Pablito, dije
señalándolo, tú dijiste que me partirías
la cara. No, no, no, no, repetía Pablito. Hasta le temblaban las patas.
Como ya estaban ahí, mis padres instaron a la Directora a castigar al agresor,
aunque no podían creer que yo tuviera miedo de ese niño (mi padre, muy
probablemente, pensó que yo era maricón). Te
voy a suspender, le dijo la Directora a Pablito. Sacó de su cajón un bloc
de suspensorios y anotó: del día 03 de
abril al 06 de abril de 1995. En la raya del nombre, puso: Pablo González Ruíz. En observaciones: por amenazar a un compañero con pegarle.
¡Y lo firmó! Se lo entregó a Pablito, quien lo cogió con mano temblorosa y al
borde del llanto. Hasta mis padres sintieron lástima. Nomás me miraba con ojos
de súplica, como mi primer perrito, Súper, cuando lo regalamos a los Testigos
de Jehová porque según mi padre daba mucha lata. De repente mi madre salió con
que retiraban los cargos. ¿Cómo?,
preguntó la Directora. Sí, dijo, olvidemos el asunto, nos basta con que
Pablito diga que no lo volverá a hacer, ¿vale? Mi padre estuvo de acuerdo.
La Directora me miró, después de todo era yo el agraviado y el único que
podía decidir. Ay, que Dios me perdoné. Yo dije no, Directora, Pablito es una amenaza pública. Si no recibe su castigo
continuará haciéndolo. Además, la maestra Eulalia, de Cívica, nos enseñó que un
hombre debe aceptar sus consecuencias y responsabilidades. Todos los
adultos enmudecieron. Mi padre fue el primero en aplaudir. Tienes razón, dijo, no vamos
a tolerar la indulgencia. Yo ni sabía qué era indulgencia, pero asentí con
la cabeza. Mi madre miró a mi padre, como diciendo ay, Luis... pues bueno. La Directora dijo anda, Pablito, regresa a clases. Pablito aún tenía la mano estirada
con el suspensorio. Anda, dijo, ¡estás suspendido! Pablito echó a correr
llorando con el papel en la mano. Cuando salió, la Directora sentenció: hemos hecho lo correcto, ¿verdad, Luisito?
Sí, dije orgulloso. Mi padre me sobó la cabeza. Mi madre finalmente sonrió
y se olvidó del asunto.
Regresé a clases. Escribí un papelito para Ana Laura y otro para Chavita. El de
Ana decía: te quiero mucho, mi amor, te
voy a dar una sorpresa. El de Chavita: a
qué no adivinas: suspendieron a Pablito por mis influencias. Cualquier día hago
que te suspendan a ti. Ana contestó: no
puedo esperar a ver tu sorpresa. Pablito: no te creo, pinche chismoso. Mis contestaciones: te va a encantar, te voy a hacer mujer / Si
no me crees pregúntale tú mismo. Las respuestas: ve a mi casa hoy a las cinco. No
estarán mis padres / a ver, si es cierto, haz que me suspendan, al fin que ni
me gusta venir. Mis contestaciones: le
voy a decir a mis papás que iré a tu casa a estudiar, si te marcan te haces
pasar por tu mamá / ya rugiste, lión.
Oye, eit, ven. Era el Manuelas. Hola, Manuelas, ¿cómo estás? Bien, bien,
¿cómo viste la revista? Le confesé la verdad. Se cagó de la risa. Ya me
estaba hartando que se riera de mí. Dijo haz
de tener una verga muy chiquita, tú. ¡A poco tú la tienes así de grandota! ¿La
quieres ver? Ni que fuera joto. Bueno, ya, te vas a coger a tu noviecita o qué.
Sí, dije muy macho, hoy a las cinco.
Ay, sí, tú. En serio, ella misma me dijo
que sus papás no estarían hoy por la tarde. Ta bueno, pues. Sí. Pero no se te
olvide traerme mi revista, eh, que nomás te la presté. Sí, mañana te la traigo.
Si me la traes mañana, mañana te presto otra. Sí, dije.
El noviazgo entre Ana Laura y yo consistía, para ser sinceros, en que nos
hacíamos llamar novios a escondidas de los adultos, nos besábamos las mejillas
y los labios una vez al día, antes de salir de clases, y en que nos mandábamos
papelitos. Ahora, en que le sobaba las nalgas antes de que acabara el recreo,
en el pasillo. Desde aquella vez, descubrimos que nadie pasa por ahí a esa
hora.
Me fui a la cooperativa. Me formé atrás de mi
novia y la acaricié discretamente. Compró un Boing de uva y unos cacahuates. Ándale, ya deja eso, le dije, vamos al pasillo. En el pasillo le dije Ana, tengo que hablar contigo. ¿Sí? Lo que
te puse en el papelito es muy en serio, ¿okey? Aaajáaa, contestó
retorciéndose toda, como una lombriz. Creo que era el modo que ella consideraba
sensual. Sostenía el popote del Boing entre los labios. Te voy a hacer mujer. Aaajáaa,
seguía ella, retorciéndose y chupando Boing. ¿Tú sabes lo que es eso?, pregunté. Aaajáaa. Bueno, dije, muy bien. Aaajáaa. Oye, y… ¿sabes… hacerlo?
¡¿Tú no?!, exclamó perdiendo toda coquetería. ¡Claaarroo!, grité, sólo que…
no quiero… que me vayas a salir con que no sabes… porque… NO me gustan las
mujeres inexpertas. No sé de dónde me salían tantas tonteras. Supongo que
del mismo lugar de donde le salían a Ana, porque contestó ¡ay, ni que yo fuera inexperta!
Pablito estaba en medio de un círculo de niños, llorando, mostrando el
suspensorio. Entre ellos estaba Chavita. Me acerqué a él. ¿Ya ves cómo si es cierto? ¡Eres un cabrón!, ¡te pasaste!, me gritó.
Pablito y todos los demás mi miraron. Ya de por sí me consideraban un Diablo.
Las niñas cuchicheaban. Se decían no le
hables a ese, es un malo. Los niños guardaron silencio. Me respetaban. O me
temían, que al caso es lo mismo en la jungla del colegio. Ay, ya, dije, no es para
tanto. Velo por el lado positivo, Pablito, así no vendrás a la escuela en tres
días. Ya quisiera yo estar en tu lugar. Nadie me alabó. ¡Tonto!, gritó Chavita, ¿¡no sabes que el papá de Pablito le pega!?
No entendí nada. Y qué, dije, mi papá también me pega. ¡No, gritó
Chavita, a Pablito le pegan duro! Lo
hizo que me mostrara. ¡Virgen María Santísima! Se bajó los pantalones delante
de todos. Tenía las piernas marcadas. A
éste le dan con látigo, pensé. Le
pegan con cables y palos, explicó Chavita. Se subió los pantalones y se
agachó para que le mirase la cabeza. Chavita le entreabrió los cabellos. Tenía
marcas en el cráneo. Les juro que sentí miedo. ¡Su papá lo va a matar!, gritó uno. Una niña se soltó a llorar.
Otra gritó: ¡hay que ayudar a Pablito!
Otro niño: ¡a ver, ponte en su lugar!
Eso me lo gritó a mí. Hicieron tanto escándalo que una maestra se acercó.
Cuando la vimos venir todos nos echamos a correr y nos desperdigamos. Menos
Pablito. Se quedó ahí, llorando. La maestra le preguntó qué pasaba y Pablito le
mostró el suspensorio. No dijo nada respecto a su padre.
En el coche, rumbo a casa, pregunté a mi padre si él alguna vez me pegaría con
cables y palos. Me miró extrañado. Si te
portas mal, sí. Casi se me salen los ojos. Se carcajeó. No es verdad, hijo, ¡cómo vas a creer! ¿Por qué? Suspiré. Nada más, pa, quería estar seguro.
Alzó los hombros y condujo a casa.
Mamá, ¿puedes llevarme a casa de Ana Laura? ¿De quién? De Ana Laura, una amiga
del colegio, quedamos de hacer la tarea en su casa. ¿Y por qué no me habías
dicho? No sé. Nunca me has hablado de ella, ¿dónde vive? No sé, dije. ¿Cómo quieres que te lleve si
no sabes dónde vive? Pues márcale a su mamá y pregúntale, contesté, como si
fuese lo más obvio. Le di el papel donde Ana Laura había escrito el número.
Marcó. La escuché hablar. Hola, buenas
tardes, ¿podría comunicarme con la señora Martínez, por favor? De la señora
Alicia, la mamá de Luisito, un compañero del colegio. Mucho gusto.
Etcétera, etcétera, etcétera.
Me subí al coche contentísimo. Me había lavado hasta los dientes. Me había
puesto mi camisa más nueva. Mi madre no podía creer lo entusiasmado que me
mostraba ante una reunión de tarea. No hizo preguntas.
La casa de Ana Laura era muy bonita. Bajé del coche de la mano de mi madre.
Llamó a la puerta. ¡Abrió la madre de Ana Laura! Mucho gusto, Alicia… etcétera, etcétera, etcétera.
¡No que no estarían tus padres! ¡Siempre no se fueron, yo no sabía! ¡Ay, te voy
a matar, y ahora cómo te voy a hacer mujer! ¡Pues tú eres el que sabe! ¡No se
puede delante de tus padres! ¿Y detrás de ellos? Muy graciosa, ¿no? Bueno, ¡y
tú qué tanta prisas tienes por hacerme mujer! ¡Pues que no ves que si no me
apuro me van a decir Manuelas! ¿Manuelas? ¡Olvídalo!
Genial =)
ResponderEliminarExcelente cuento Martin. Mantienes la tensión del inicio al cierre gracias a la buena administración del argumento. Los personajes estan muy bien diferenciados, los diálogos respetan el tiempo y la coherencia, el contexto de los párvulos escolares son descritos con habilidad de experto. Tienes la destreza de atrapar con tus historias. Felicidades amigo.
ResponderEliminarHace mucho no me reía tanto con un cuento :)
ResponderEliminarEs buenisimo este ...manuelas el guru =) !!
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