Dáctilo publicó la convocatoria. Recibiría textos de jóvenes
escritores y periodistas. Laia hizo un artículo sobre los locos en la
literatura. El profesor Carnajo escribió algo sobre las razones por las que las
letras dominicanas no eran consideradas como parte de la literatura universal.
Al profesor le decíamos Carnajo por su afán con la carnadura de los personajes.
En algún momento, pensé convertirlo en protagonista de una de mis historias;
eso nunca cuajó.
De vez en cuando lanzo una piedrecita a la narrativa, aunque
escribo más artículos de opinión y textos periodísticos. Pero con esta
convocatoria, sí me interesaba publicar algún texto; tenía mucho de reto y
mucho de ego, mi amor propio necesitaba verse publicado en Dáctilo.
Barajé varias historias. Primero, el cuento de un cigoto que
cuenta su odisea previa al aborto. Aquí me enfrentaba al problema de la ficción
¿Cómo hacer creíble que una masa gelatinosa cuenta su propio asesinato? Lo
terminé, aunque decidí no prestarle demasiada atención.
Luego estaba la historia de un sujeto que por culpa de un romance
rodeado de grimorios y hechicería, sufría una transformación muy Kafkiana. Con
este, la dificultad tenía mucho que ver con la estructura; era poco entendible.
Quedaron otros cuentos por contar. El del niño que tenía
relaciones con su perra; el del muchacho que en una noche de conflicto político
decidía intentar realizar con una desconocida las fantasías que le inspiraba su
hermana. También, el tipo que decidía irse a Burundi, pero la hermana se oponía
y terminaba suicidándose. Peor, una ciudad huye de unas criaturas que intentan
morder a todos los seres humanos; esta tampoco terminó de escribirse.
En fin, eran malas creaciones. Todavía busco una historia que en
verdad me sirva. Tengo quince días para enviar algo bueno.
Se me ocurre contar la historia de un tipo que quiere escribir
algo para una revista. El sujeto se llama Omar, aunque claro, puedo cambiar el
nombre conforme creo el personaje.
Omar vio el anuncio en internet, le pareció interesante y quiso
hacer algo bueno. Al igual que yo, él entiende que no es un buen escritor, de
hecho, no es un escritor. Sin embargo quiere intentarlo; su ego necesita verse
publicado de algún modo.
Mientras comenta con sus conocidos, descubre que algunos, incluso,
un profesor al que le tienen un apodo extraño, van a escribir artículos muy
serios. Eso le reafirma su idea de escribir una historia.
Banahí le parece un buen nombre para una protagonista. Ahora que lo
pienso, también me parece buen nombre. Creo que podría considerarlo, después de
todo no puede ser delito robarse un personaje. Si es así, Onetti me autorizó a
robar.
Omar empieza a describir a Banahí. A diferencia mía, él hace
perfiles de sus personajes y planifica todo antes de empezar a escribir. Yo
debería hacer lo mismo.
Empezó a vivir su historia de creador. Ya andaba de un lado a otro
en su oficina mientras recitaba una suerte de conjuro. Después se detenía para
garrapatear algunas líneas. Se enojó, tiró al suelo el bolígrafo, lo pisoteó,
tomó otro, redactaba al decir en voz alta:
Si hago que Banahí use pulseras de conchas marinas, tenga el pelo
largo hasta la espalda y use tacones aunque prefiera estar descalza, voy a
tener un buen efecto. Ella está obsesionada con el mar, dice que puede leer las
líneas de sus olas, asegura que inventó la quiromancia marina. Lo voy a contar
en primera persona. El conflicto es: ¿se suicida o se deja guiar por el médico
que la quiere llevar a la ciudad? La ciudad no le gusta, sabe que allí el agua
del mar tiene polvo y líneas de humo que hacen más difícil leer las aguas. Pero
el problema con el suicidio es que no tiene la certeza de que en realidad el
océano tenga su oído en el fondo y quizá muera antes de contarle todo lo que ha
visto.
La historia que recrea Omar me agrada. Banahí tiene mucho por
construir antes de tener un primer plano, aunque va muy bien. Él guarda una
foto de ella en la gaveta de su escritorio. Necesito verla, espero que él la
saque antes de que yo termine de crearlo en mi historia. El escritorio puede
ser un hilo conductor, aunque también pudiera estar ahí para ambientar el
estudio del escribiente.
Mi nombre lo llevó una princesa taína. Por eso lo llevo yo. Mi
papá decidió que lo merecía, aunque ahora no estoy tan segura de que él piense
lo mismo. Junto a mi nombre nació el mar, bueno, no nació, pero siempre estuvo;
que para el caso da lo mismo.
No creo que ese sea un buen inicio para la historia de Omar. Él no
quiere hacerme caso, se niega a dejarse llevar por mis sugerencias. Opino que
es mejor que cuente la historia de otro modo, que comience con algo
contundente, una acción. Es una de las cosas en la que suelo estar de acuerdo
con Laia.
Debo llamar a Laia en un rato. Ella puede darle muchas luces a
Omar sobre como contar un suicidio en el mar sin imitar a Virginia Woolf o peor
aún, a Storni. Además conoce un poco más que él sobre personajes excéntricos
rayanos en la locura. De paso me da su opinión sobre Omar, empiezo a creer que
está loco. Me parece que le vi fantasear con Banahí, pero son ideas mías, un
personaje no puede crear a otro y fantasear con él. Si así fuera, yo tendría
fantasías con Banahí, aunque claro, ella no es una creación mía.
Tengo diez días para enviar una buena historia a Dáctilo. El
cuento de Omar no avanza; se empeña en crear a Banahí cuando el verdadero
conflicto es el de los problemas de un narrador. La quiromántica marina no es
más que un hilo conductor. Veo los pliegos de papel tirados por la habitación y
no forman una estructura sólida: tiene muchos hilos sueltos.
Estoy seguro de que si no publico nada en la revista, me retiraré
de la literatura. Hace tiempo busco una señal para hacerlo. No quiero que sea
ahora. Omar no termina de entender que pongo mucho en juego con cada línea.
Ayer lo descubrí sentado en el escritorio. De espalda a mí,
parecía llorar mientras se halaba el pelo. Los mechones esparcidos por el suelo,
hablaban de un largo rato en esa actitud. No se giró a verme. Frente a mi tenía
el borrador de su historia, o lo que había hecho hasta ahora.
Intenté leerla, dentro de ella podría encontrar alguna pista de
cómo continuar con el cuento. Banahí seguía en el mismo lugar, no me dejaba
verla, como tampoco podía ver el rostro de Omar. Intenté rodear el sillón en el
que permanecía sentado, para verle de frente, no pude.
El límite para enviar algo a Dáctilo es dentro de 4 días y no he
escrito nada. Omar continúa sin mostrarse, las páginas están en blanco, los
folios de su historia tampoco avanzan. Creo que lo hace a propósito, pero no
entiendo qué razón puede tener para negarse a continuar en el cuento.
Decidí invitar a Laia, si Omar es como creo que es, ella le
atraerá bastante. Con ella, puede que encuentre una ranura para colarme y poder
salir del bloqueo que me impone.
Los dejé hablar, supongo que a un excéntrico como él, Laia le debe
parecer un ser curioso. Entré en su escritorio, tomé los papeles y empecé a
leer.
Al principio todo contaba la historia de Banahí. Explicaba quién
había sido la princesa taína, como consiguió los secretos de las líneas del mar
y como el médico pretendía hacerle unas pruebas psiquiátricas. Pero a partir de
unas páginas, la información era otra. Omar se separaba de la ficción para
contar lo que creía que era su propia realidad, algo distinto a lo que yo
hubiese escrito sobre él. Aunque no puedo decir con exactitud qué habría
escrito.
Daba giros sobre una idea de existencialismo, hacía preguntas
sobre el ser, la naturaleza de la gente, si hay o no un creador. Luego decidía
quebrarle el cuello a Banahí. Varias páginas adelante, me asusté; hablaba de
asesinar a dios.
Me pregunté de dónde sacaba Omar las cuestiones de filosofía. Mi
historia se destruía poco a poco sin que yo pudiera hacer nada. Continué la
lectura.
El susto creció. Sus argumentos se volvieron cada vez más
inconexos, hasta hablar de una cuenta pendiente con alguien. Quise saber con
quién. Reiteraba que alguien debía pagar, volvía a la filosofía. Preocupado,
paré de leer.
Escuché un grito, algo pesado que caía desde la sala. Extraje
algunas páginas de la historia de Omar, las sustituí por folios en blanco. Salí
a ver qué ocurría. Laia no estaba en la habitación. Omar me vio entrar con sus
papeles en la mano. Odio, rabia, asco pasaron por sus ojos en un momento. Se
acercó a mí, despacio. Intenté ubicar algo pesado o cortante por si debía
defenderme. Di un extraño espectáculo al blandir sus folios como defensa. Por
un segundo se detuvo, pero al instante continuó su avance.
Pensé preguntarle por Laia, aunque sospeché que ella estaba mucho
más segura que yo. Intenté pensar qué podría hacer él, después de todo era una
historia que yo aún buscaba narrar.
Me ofreció la mano para que le entregue sus papeles. Pensé no
hacerlo, pero ya no servía de nada quedármelos. Banahí no se escribiría, él no
era un escritor y lo sabía. Yo era más narrador porque lo había creado, o eso
pretendía.
La convocatoria de Dáctilo continuaba ahí. Mi ego necesitaba verse
publicado, el de Omar también. Supuse que iba a escupirme el rostro, comprendí
que eso sería lo que esperaría cualquier lector. Me avergoncé conmigo mismo. Su
mano continuó expectante, yo seguía sujeto a sus folios. Me temblaron las
piernas, miré hacia el escritorio. Él también miró hacia allá y sonrió; su ego
fue más audaz.
Su sonrisa me descolocaba. Le hacía tener el rostro de quien
oculta una verdad tipo final sorprendente. Volví a pensar en Laia, quizá estaba
oculta en algún lado esperando mi reacción.
Sin saber por qué y sin ser perseguido, salí corriendo de la casa.
La calle estaba vacía, desdibujada del todo. Empecé a marearme, como un
personaje asesinado por la historia mal contada de un autor.
Regresé dentro de la casa. Omar tendría que caer ante mí; yo lo
creé. Al entrar, lo encontré sentado, seguía sonriendo mientras hablaba con
Laia.
Omar hablaba del desdoblamiento de los autores. Contaba cómo su
último personaje se parecía mucho a él. Yo volví al escritorio, tomé mis
papeles. Olvidé las ideas sobre matar a Dios e intenté concluir mi cuento sobre
Banahí. Quizá, si trabajaba con eficiencia podría concursar antes de que
finalice la conversación que había en la sala.
Texto por: J. Beltrán
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