Bueno, esto
ocurrió más o menos así: H. llamó para darme cita en algún bar. Eran las doce
del día, un día sábado; H. solía llamar los sábados a esa hora porque yo era el
único que aceptaba salir con él los sábados a medio día a bares. Por aquel
entonces, H. cursaba una maestría en un instituto en la Juárez y yo vivía en la
Roma. No hacía otra cosa que escribir, aún podía vivir sin trabajar y podía
emborracharme cualquier día a cualquier hora.
Acepté salir con H.; lo hacíamos cada sábado a la
misma hora: pasaba por él al instituto y nos íbamos al bar del Sanborns de
Reforma 222 a beber dos por uno de doce a seis. Sin embargo, en algún momento
redujeron el horario de promoción y ahora debíamos beber en cualquier otro
sitio antes de ir al Sanborns. Éramos hombres rutinarios. Nos habían quebrado
la rutina. No sabíamos exactamente qué hacer. Salimos a Génova en busca de
algún bar que pusiera la cerveza a menos de veinticinco pesos. Así caímos en la
horrible Cueva de lobos, que es un bar lleno de gente del Estado
y música a todo volumen y guardas de seguridad con sobrepeso. Total, la cerveza
costaba veinte la pieza (hasta las cinco de la tarde). Entramos y nos pedimos
un par de cervezas.
Me gustaba salir con H. a pesar de que con él no
podía hablar de literatura. En algún momento pude hablar de literatura con H.,
pero luego cogió un empleo en un banco y lo secaron y lo convirtieron en un
hombre de créditos y prestaciones y ya no pudo hablar de literatura ni de arte
ni de algo que yo respetase. Al menos, aún podíamos hablar del pasado, de
nuestras vivencias en la universidad, de nuestras ex novias y de la temporada
en que nos acostamos con prostitutas de la Merced y de la temporada en que nos
drogamos con todo lo que caía en nuestras manos. Además de ello podíamos hablar
de filosofía, aunque no seriamente porque H. no había leído a la mayoría de los
filósofos, a pesar de lo cual tenía un montón de teorías filosóficas empíricas
y podía discutir filosóficamente de casi cualquier cosa; lo que se llama
filosofar en bares, o filosofía de borrachos. En fin, era bueno hacer eso con
H., era realmente bueno y sanaba el alma hablar porque H. era la única persona
a la que podía contar mi vida sin que me juzgase y era la única persona que
tenía por aquel entonces, el único amigo, vamos. Me desgarraba verle cursas una maestría, que para
mí era la pala con que cavaba su agujero aún más profundo, el agujero que le
enterraría. Él lo llamaba superarse; deseaba crecer en el banco. Yo lo llamaba
hundirse, y aunque se lo decía abiertamente no insistía porque ya estaba
encarrilado y no iba a hacerme caso y después de todo era su vida, etc.
El bar estaba vacío, o casi vacío. H. y yo
estábamos al pendiente de la entrada de mujeres al mismo, de mujeres solas, a
las que pudiésemos ligar, o al menos hablar con ellas, o intentarlo. Todo el
tiempo estábamos en la búsqueda del sexo opuesto. No importa que tan personal o
interesante fuese nuestra charla, si entraba una mujer buena, o un grupo de
mujeres buenas, interrumpíamos todo y nos concentrábamos en trazar los planes
que nos llevaran a la conquista del sexo. En ocasiones, debido a nuestra
desesperación y las posibilidades reales de conquista, lo intentábamos con
mujeres feas, sólo por el placer de conquistar, de asentar nuestra existencia,
de reforzar nuestra autoestima, no sé. Si no había mujeres, ya ebrios, nos
contentábamos con entablar conversación con hombres con quienes pudiésemos
ampliar las posibilidades de nuestra borrachera: que pagasen nuestra cuenta,
que nos presentasen a mujeres, que nos llevase a fiestas u a otros bares, con
más gente, con mujeres. Éramos un par de buitres filosofando en nuestras ramas,
hasta que alguna presa…
Aquella tarde no hubo mujeres. Entró un grupo de
extranjeros y se instaló detrás de nosotros. Hablaron en inglés. Todo ello nos
hubiese pasado desapercibido, de no ser porque un hombre, al que no habíamos
notado, se levantó de su mesa (venía solo), se acercó a al grupo de extranjeros
y les habló en un inglés bastante malo. Era un mexicano moreno, bajo de
estatura, desfachatado; el ícono del hombre mexicano. Los extranjeros rieron
con él, pero al cabo de un tiempo, no sé, diez o quince minutos, comenzaron a
dejar de reír y a ignorarlo. Irremediablemente tuvo que volver a su mesa antes
de hacer el ridículo. Al regresar, nos miró a nosotros, que a su vez, le
miramos actuar. Nos sonrió. Llegó a su mesa, cogió su cerveza y una maleta y se
vino a con nosotros. Se instaló. Brindó. Dijo: esos pinches gringos me la
pelan, y se empinó la botella hasta vaciarla. Acto seguido, llamó al mesero y
dijo: tráenos una cubeta de Tecate, canijo. Luego, dirigiéndose a nosotros: yo
invitó, no hay pedo. Nosotros por supuesto, aceptamos.
En estos casos, H. y yo hablábamos poco y
permitíamos a nuestros acompañantes hablar lo suficiente de ellos mismos para
hacernos una de idea de ante quién estábamos y qué podíamos sacar de él, o cómo
podíamos divertirnos con él. En ese sentido, H. y yo nos entendíamos muy bien;
no hacía falta hablar para saber lo que estaba pensando el uno o el otro.
El
hombre nos confesó su nombre y su edad: Juan Jesús. Treinta y nueve años. Su
historia, según la contó, es la siguiente: recién llegaba de Canadá, a dónde se
fue a trabajar hace dos años en un sembradío de naranjas. Su patrona era, según
aseguró, una mujer rubia, alta, tetona y caliente, de la que se hizo amante.
Juan Jesús Juntaba el índice y el pulgar y se lo besaba para jurara que sus
palabras eran verdaderas y que por diosito santo esa mujer estaba loca y re
buena y se lo cogía todas las mañana en los campos de naranjos. H. y yo reímos
y le celebramos su aventura. Brindamos con él. Le palmeamos la espalda. Le
hicimos bromas cachondas sobre su aventura sexual con su patrona canadiense.
Bebimos de su cerveza. Luego, en algún momento, se puso la maleta en las
piernas y volvió a repetir el rollo de que recién regresaba de Canadá. Abrió la
maleta y sacó un sobre de papel manila tamaño oficio. Nos mostró ciertos
documentos, no sé, no los leí, con sellos de Canadá, de algunas instituciones,
o lo que sea. Sí, le dije, vale, te creemos, hombre. Pero ya estaba
suficientemente borracho como para insistir.
La
cerveza se acabó. Juan Jesús ordenó otra cubeta de cerveza. H. y yo nos
miramos. ¿Qué haríamos si Juan Jesús se emborrachaba y salía con el cuento de
no tener dinero? Sería él quien nos estafara a nosotros. Le dejamos hacer, pero
siempre con la cuenta en la cabeza por si resultaba que debíamos pagar nosotros.
Con
algunas cervezas más en la cabeza, Juan Jesús no paraba de hablar de sí mismo.
Dijo muchas cosas, pero lo importante para el relato es que dijo que deseaba
follarse alguna mujer porque había llegado recién de Canadá y no tenía esposa
ni nada y no conocía a nadie. H. y yo lo soltamos: le ofrecimos llevarlo a la
Mercede, donde podría conocer algunas chicas por ciento sesenta pesos. Se
entusiasmó. Preguntó si podíamos ir ahora mismo, porque recién había
llegado de Canadá y necesitaba hacerlo con alguien porque no tenía a nadie en
DF. Decía todo esto mientras cogía la botella de cerveza con sus regordetas
manos y se la empinaba. Daba tragos largos y azotaba la botella contra la mesa
al terminar. Con la otra mano se sobaba el muslo de la pierna izquierda. Lo
pensé un segundo, y respondí: no, aún es muy temprano. Las creaturas de la
noche, salen por la noche. Se lamentó.
Bien,
eran las tres de la tarde. La promoción de Cueva terminaría en dos horas y las
prostitutas saldrían más o menos desde las seis, aunque las mejores no
llegarían sino hasta las ocho o nueve. H. lo entendió tan bien como yo. Si
estábamos condenados a pasar todo ese tiempo con Juan Jesús, y en vista de que
la promoción acabaría, al menos deberíamos pasarlo en un sitio de nuestro
agrado. Sobre todo, abusando de que Juan Jesús pagaba el trago. H. me lo
propuso a mí, que en realidad era proponerlo a Juan. Dijo: conozco un bar por
mucho mejor que éste, vamos allá a esperar a las chicas. Supe que se refería a
Tres Gallos, un sitio donde realmente disfrutábamos estar. No podían música ni
había gente pusilánime como en este horrendo bar. Juan Jesús no lo comprendió
al instante. Tuve que explicarle con detalle. Ya estaba borracho. Aproveché la
situación para decirle: amigo, tenemos que irnos. Se asustó. Nosotros éramos
puerta a las puertas abiertas de las mujeres. No podemos continuar bebiendo
porque ya no tenemos dinero. Me froté el pulgar frente a su cara. Se calmó.
Ofreció pagarnos el trago hasta la llegada de las hembras a sus puestos de
trabajo en la Merced. Eso está muy bien, respondí, pero ahora que lo pienso… si
te llevamos a por una mujer, nos vamos a quedar con ganas de entrar con alguna
y… Me interrumpió: no hay problema, les invitaré una mujer a cada uno de
ustedes. Lo decía con honestidad. Había mucha franqueza en sus palabras, pero
no estaba seguro si era la honestidad y franqueza de un cumplidor, o de un
borracho. Los borrachos tienen muy buena fe y buenas intenciones cuando están
borrachos. H. asintió con la cabeza al tiempo que me miraba. Vamos, dije, anda
Juan, levántate y anda, vamos a Tres Gallos. H. se levantó y fue al sanitario.
Yo salí afuera a fumar un cigarrillo. Ambos estábamos evitando el pagar la
cuenta. Aunque Juan había quedado de pagar las cubetas, hacía falta pagar lo
que bebimos antes de la llegada de Juan. No volteé a ver cómo lo hizo, pero
salimos de allí sin que alguien nos reclamara.
En
Tres Gallos bebimos durante una hora o así. La situación con Juan se volvió
insoportable. Se emborrachó al grado de no poder conversar con él. H y yo le
hacíamos muecas. Repetía constantemente que venía de Canadá, que había llegado
recién y que se había follado a su patrona. Eso era toda la vida de Juan.
También pedía que lo lleváramos con prostitutas.
En
algún momento, Juan abrió su maleta. Creo que fue en el momento en que H. y yo
ya lo ignorábamos. Sacó un sobre con su documentación de viajante o de
trabajador canadiense, no sé, y otro sobre, de menores dimensiones, pero más
ancho. De él sacó un fajo de billetes de mil pesos. Los alzó al aire y exclamó:
¡hoy llegué de Canadá, estuve trabajando en los campos de naranjos…! H. le bajó
la mano en seguida. Yo le cogí por la camisa y le dije: no puedes hacer eso en
México, imbécil, te van a matar por quitarte el dinero. H. colocó el fajo sobre
la mesa. Tomé la mochila y lo guardé. H. me dijo: joder, ¿qué vamos a hacer?,
todo el mundo lo vio. Era cierto. Todos habían mirado y ahora nos miraban con
disimulo. Probablemente creyendo que estábamos muy borrachos y muy locos, o muy
idiotas.
Podemos
robarlo, dijo H. alzando los hombros. Miré a Juan. Estaba cayéndose de pedo.
Bueno, respondí, no es mi estilo, ¿sabes?, puedo robarle siempre y cuando sea
en su propia cara y bajo su propia voluntad, como pensaba robarle las cervezas
de esta tarde y las chicas de la Merced, pero… robar a un bulto… ¡vamos, H., no
seas un hijo de puta! Al menos no uno sin estilo. H. alzó los hombros. Tú dices,
dijo, ¿qué hacemos con éste?
Cogí
la maleta y la apreté bien fuerte. H. cogió a Juan Jesús y lo obligó a
levantarse. Mientras tanto, pagué las cervezas con mi dinero (no deseaba sacar
el fajo delante de todos una vez más). Salimos con toda la calma que pudimos, y
una vez doblando la esquina cogimos un taxi.
Llevamos
a Juan a un hotel en Hidalgo. Pagamos el cuarto con el dinero de Juan. Le
dejamos recostado. Bueno, dijo H. tomando dos billetes de mil pesos: ¿por
las molestias que nos ha causado? Ya, dije, toma dos más.
Nos
fuimos a la Merced y compramos mujeres en salud a Juan Jesús y después nos
emborrachamos en el Aztec´s, un centro nudista en Eje Central. Luego lo
olvidamos todo y muchos años después lo recordé.
Muy entretenido relato y muy bien delineado el personaje de Juan Jesùs y todo el entorno cantineresco y de amigos excelentes para la cerveza. Muy entretenido y muy bien redactado, aunque el final me sorprendiò mucho. Lo creì distinto mientras avanzaba en la lectura.Nuevamente . muy entretenido.
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