Eran las doce de
la noche. Quizá un poco más tarde. Dormía. Era la única noche en que podría
hacerlo: S. había salido a con su madre y pasaría la noche con ella. Ahora no
tendría que beber y que follar. Beber y follar estaba bien, pero a veces hay
que darse un respiro. Los respiros son lo más importante. Son lo único que hace
que el sexo sea algo bueno. Una vez me di un respiro de siete meses. Dios,
después de ello tuve el mejor sexo de mi vida. En fin. Eran las doce de la
noche cuando sonó el timbre. Bajé a abrir porque pensé que podría ser S. Solía
pelearse con su madre. También solía olvidar las llaves en la cocina.
Bueno, era C. Venía hecho una cuba. Venía con dos
colegas más y con una mujer. La mujer estaba buena. Hola, le dije. C. me
presentó a los chicos y a la chica y preguntó si podían subir a estarse en mi
casa. Traigo bebida, dijo C. Hizo asomar una botella de su maletín. La chica
sonrió. Vale, dije. Subimos en caravana. Primero la chica, seguida de C. y de
los chicos y al final yo. Iba en bata, no deseaba que me viesen el culo; les
hice pasar primero. Una vez dentro, se acomodaron en sillas. No tenía tantas sillas,
así que tuve que estar de pie. Entraré al cuarto a ponerme pantalones, dije,
mientras tanto podrían coger vasos de la alacena y servir de esa botella, y…
C., dijo: sí, sí.
Regresé a la estancia con pantalones y zapatos. C.
me ofreció un vaso con whisky. Lo tomé y me instalé sobre la ventana. C. me
ofreció un cigarrillo. Lo acepté. Uno de los chicos me ofreció
fuego. La chica me sonrió. Estaban agradecidos de que les rescatara de la fría
noche ahora que no tenían a dónde ir. C. y todo lo que tocaba C. era un
desastre.
Otra
cosa que hicieron por mí fue decir que yo era un escritor estupendo. C. nos
contó de ti, dijo el otro chico. Yo asentí con la cabeza y miré a C. C. sonrió.
Les dije que eres un escritor hijo de puta y un borracho. La chica rió. Dijo
que eres un maldito cabrón, dijo la chica mientras se reía con muchas ganas.
Todos reían y decían lo hijo de puta que C. había dicho que yo era. Nos contó
de la vez que te emborrachaste tanto que quisiste besar a una chica enfrente de
tu mujer, dijo alguno de los chicos y todos rieron. La chica comenzó a
patalear. Bueno, dije, no supe lo que hacía exactamente. Y de cuando te caíste
en la fuente de Cabrera, dijo el otro. Y de la vez que una chica te abofeteó
porque le tocaste el culo. Sí, sí, decía C. mientras reía. Comencé a sentirme
humillado. No eran risas fraternales. Y de la vez que quisiste beber vidrios de
una botella rota de cerveza. Ya, dije, eso no fue exactamente así, pero… Y de
la vez que llegaste a casa cagado en los pantalones de tan borracho. Bueno,
dije sonrojado, no creo que eso sea algo de lo que se deba hablar. Y de la vez…
En
algún momento pararon. Comenzaron a hablar de lo hijo de puta que era C.
Contaron de la vez que se peleó con un perro de tan borracho que iba, y de la
vez que vomitó encima de un chico en un bar y le echaron, y de la vez que se
bajó los pantalones para mostrar el culo a un par de mamarrachos que le
insultaron. Todos reían mucho. Los chicos también contaron historias de ellos
mismos. Decían cosas, como: una vez me emborraché tanto que…, y así. Bebían
deprisa. Incluso la chica bebía deprisa y pensé que si continuaba así no habría
modo de follarla por la buena. En todo caso, no me había insinuado a ella ni
nada. No había modo de que viera a una mujer y no pensara en acostarme con
ella, en el modo de llegar a hacerlo o en las posibilidades de hacerlo. Aunque
no me insinuase, siempre pensaba en ello.
Oye,
P., ¿sabes qué ha pasado con R.?, me preguntó C. Alcé los hombros. No, dije.
¿Quién es R., C., no me has contado de él, quién es?, preguntó la chica,
entusiasmada. ¡Es un maldito borracho hijo de puta!, exclamó C., y contó, para
que supieran quién era R., de la vez que R. le pegó a una columna de concreto,
pensando que peleaba contra uno que le había llamado idiota. Y de la vez que
lloró porque una mujer le dejó. Y de la vez que confundió a su madre con una
prostituta. Ese era R. Había desaparecido hace dos meses o así. Nadie sabía
adónde había ido. Probablemente no había ido a ninguna parte. Lo más seguro es
que estuviese encerrado en la habitación de su casa, sin dinero, sin ánimo, sin
esperanzas, sin nada para escribir en el seso, y que volviera de repente, como
solía hacer, a contarnos de todas las chicas con quienes se acostó durante su
ausencia. Era imposible de creer porque R. era el hombre más feo que cualquier
chica hubiese mirado. Tenía buen corazón, además de ello. Pero era un escritor
borracho e hijo de puta.
La
botella no duraría mucho. Uno de los chicos lo notó y propuso comprar cerveza.
Todos lo aceptaron, pero nadie tenía dinero ni ánimos para salir y comprar. La
chica dijo: C., llama a T., dile que estamos en casa de P., invítalo a venir y
pídele que traiga cigarrillos y cerveza. Cigarrillos, exclamé, bien pensado. C.
sacó un papel de la billetera, donde tenía anotado el número de T. y de algunos
más (supongo que de ahí sacaba mi número cada que llamaba). Me pidió permiso
para usar el teléfono. Vamos, dije, llama. Antes de que se levantara al
teléfono, uno de los chicos preguntó quién era T. ¡Que quién es T.!, gritó C.
Dios, dijo, T. es dramaturgo, un escritor de teatro. Es un cabrón hijo de puta
y un maldito borracho. Una vez se emborrachó tanto que acabó dormido en una
banca de parque… Todos rieron. P., me dijo, C., ¿recuerdas cuando T. se puso a
imitar a su profesor de clase hasta el amanecer y no dejó dormir a O.? Ya,
dije, sí que lo recuerdo. Y una vez, continuó C., T. estaba tan desesperado de
follar que se ligó a una mujer horrible y la besó y todo. Risas, muchas risas.
C.
llamó a T. y le invitó a venir. Yo había bebido lo suficiente para que ya no me
importase dormir. Lo que más deseaba era que viniese T. y les contara a estos
chicos de cuando nos emborrachamos en casa de H. y me caí por las escaleras.
Dios, que buena estuvo ésa.
Al
cabo de media hora llegó T. Venía con O. y traían cervezas y cigarrillos. Los
abrazamos y les recibimos como a profetas. Todos reíamos, sin saber exactamente
de qué. C. los presentó con los chicos y la chica. T. y O. se acomodaron sobre
otra de las ventanas. Encendieron cigarrillos y bebieron directo de las
botellas de cerveza. C. dijo: oigan, muchachos, les estaba contando a todos de
la vez que ustedes dos recitaron poemas de Baudelaire en una fiesta de quince
años a la que entramos sin ser invitados. Risas. Y de cómo nos corrieron.
Risas. Y de cómo O. dijo: es la quinceañera más fea que he visto en mi vida.
Risas. Y del padre de la quinceañera, que amenazó con partir la cara a T.
porque se creyó que fue él quien dijo lo de su hija. Risas. Y T., el muy
cobarde, dijo: pero yo no fui, señor, se lo juro. Risas. O., dijo: Dios, nunca
olvidaré la cara de susto de T. Risas. Bueno, dijo T., estaba borracho, hombre,
¿qué iba a hacer?
Hubo
un momento de silencio. Luego, O. dijo: ¿recuerdan la vez que P. se cayó de las
escaleras? Ya, dije, eso pensaba antes que entraras a casa, O. Aún recuerdo que
S. no me creyó que me hubiese caído; pensó que una mujer me había dejado
chupetes, Dios. Risas. Sí, dijo C., chupetes en la espalda y en las caderas,
¡cómo no! Vamos, P., yo también lo hubiese creído si fuese S., eres un maldito
infiel. Risas. ¡Es un cabrón hijo de puta!, gritó C. Risas. No sé cómo una
mujer puede soportar a hombres como ustedes, son unos borrachos hijos de puta,
dijo la chica. Risas. ¡Yo tampoco lo sé!, exclamé. Risas.
Después
de las doce de la noche, el tiempo corre más rápido. En algún momento la
habitación comenzó a clarear. La luz del día entró por las ventanas. Uno de los
chicos dormitaba, sentado. El otro apenas hablaba y ya no reía. La chica tenía
los ojos rojos y a la luz de la mañana no me pareció apetecible. Daba la
impresión de que se desvelaba continuamente y de que bebía y follaba con
cualquiera. Hace tres horas ello no me hubiese importado, pero ahora era
despreciable. C. tampoco hablaba ya. T. y O. fumaban en silencio. Bueno, dije,
me marcho. Nadie contestó. Entre a mi habitación y me dormí.
Poco
más tarde, escuché a S. gritar. Me gritaba a mí. Eso fue lo que me despertó.
Vale, dije, ¿qué hay? ¡Qué hay!, gritó. Una panda de borrachos, eso es lo que
hay ¡en la sala de MI casa! Ya, dije, solo son C., y T. y O. y un par de
chicos, no sé. ¡Sácalos ahora mismo, P., sácalos! Joder, murmuré, ¿por qué no simplemente te echas a dormir y me dejas dormir a mí y a todos? ¡Qué por qué no
me echo a dormir!, gritó S., ¡quizá porque son las dos de la tarde, hijo de
puta! Vaaaaleee, dije, voy, voy.
Me
levanté de cama. Salí a la estancia. En calzoncillos. Bueno, dije en voz alta,
muchachos, es hora de irse, anden, es hora de mover el culo, so cabrones. T. y
O. estaban despiertos. Vamos, P., acaba de llamar R. dice que están bebiendo en
casa de J., iremos para allá ahora mismo, ¿te vienes? No, dije. Los chicos y la
chica despertaron. Se disculparon y se fueron casi de inmediato. Cuando me
despedí de la chica, le pellizqué el culo. Soltó una risita. Dijo: no creo que
a tu mujer le guste que pellizques el culo de otras mujeres. Ya, dije, no lo
tomes en serio, era un cumplido, ahora vete, S. está furiosa. Le cerré la
puerta en las narices.
T.
y O. insistían en ir a casa de J. C. dormía como un tronco. ¿Por qué no me
ayudan a levantar a C., en vez de joder?, dije. Movimos a C. pero no se
levantaba. Le gritamos al oído. Le abofeteamos. Dios, dijo O., creo que está
muerto. Vamos, O., dije, eso no puede ser, esas cosas no pasan en la vida real.
Yo también creo que está muerto, opinó T. Dios, C., dije, ¡levántante y anda!
Nada. En eso, cayó un litro de agua sobre la cara de C. C. se levantó de
inmediato. ¡Fuera!, gritó S. S. le había echado un balde de agua fría en la
cara. C. salió de allí, corriendo como un perro mojado. T. y O. se cagaron de
la risa. S. les miró. Dejaron de reír y se encaminaron a la puerta. Bueno, dije
mientras les abría, nos vemos luego, chicos, adiós, adiós, adiós. C. dijo: tu
mujer es una jodida bruja, déjala. Pensaré en ello, dije. Adiós. Adiós.
Volví
a la habitación. Dentro estaba S. Dijo: ¿quieres dormir una hora más, amor?
¿Hago café? Ya, dije, dormiré una hora más y luego puedes hacer café. Muy bien,
dijo. Oye, S., dije, mientras tanto, ¿podrías masajearme las sienes?, van a
explotarme. Claro, bebé. Gracias, S., eres una mujer estupenda; en cuanto me
levante te haré el amor y luego te llevaré a ver a tu madre. S. sonrió. Dijo:
okey.
Martin Petrozza si que supo manejar sus tiempos.
ResponderEliminarestupenda narrracion
ResponderEliminarMe parece un excelente texto
ResponderEliminarJejeje...creo que S. no solo ve en P. a un marido, sino también a un hijo malcriado y sinvergüenza. Suerte de P. ¡Divertida historia!!!
ResponderEliminarJjejej...divertida historia. Remedio eficaz y de efecto instantáneo...
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