Escritores invitadosTexto por. Yuni Ramírez
Es
una de esas épocas difíciles, murmuró la vieja Sima. Suspiró y volvió a hacer
énfasis en la palabra época, como si en su articulación hubiera algo de
profecía. Laura no estaba de ánimos para sus presagios; se podía notar. Esa
mañana había llorado hasta que la cara se le llenó de mucosidad. Ahora, sentada
en el último banco de la iglesia, recordaba a Mila. Nunca le preguntó porqué
ella oraba en latín. ¿Por qué, Mila? Quizás le parecía que así Dios la
atendería más rápido. No la atendería nunca, o eso pensaba Laura. Entre
divagaciones y divagaciones, esperó. Por un momento, se sintió cómoda allí.
Aquella iglesia se prestaba para dudar de Dios; pero también para pensar en él
de manera seria, sin preocuparse mucho por las conclusiones. Laura sabía que la
única conclusión era la muerte y dejó de existir Mila para corroborarlo. Tal
vez por eso, en ese momento, la iglesia tenía cierto aire de cielo.
Estructuralmente era un lugar sin gracia. Escasa iluminación, olor a humedad,
paredes verdosas. Demasiada simetría en el conjunto. A la izquierda resaltaba
el reflejo de un cuadro de la virgen, a la derecha, el cuadro. Intentó
encontrarle lógica y se dio cuenta de que sabía poco al respecto. Rarezas del
espacio, pensó. Durante un rato, ojeó el lugar con curiosidad, luego bajó la
cabeza. En verdad era un sitio tétrico. La vieja Sima encendió velas rojas. El
acto, irónico, llamó la atención de Laura, quien paseó la vista en círculo. El
templo estaba lleno de gente, o siempre lo estuvo y ella no lo había notado.
Se
estrujaba los ojos cuando entraron con el cuerpo de Mila, dormido dentro de un
ataúd. Los músicos comenzaron a tocar: Réquiem
en re menor K.V 626. Laura quiso desaparecer también. Confutatis maledictis, flammis acribus addictis, voca me cum
benedictis. Ahora, quizás, ella comprendía lo que significaba morir. Cor contritum quasi cinis, gere curam mei
finis.
Laura
sabe algo, susurró la vieja Sima al sacerdote. ¿De qué? No sé, está muy rara. El padre se encaminó hacia ella.
—
¿Estás bien, hija?, preguntó el cura.
Laura
no respondió.
—
¿Estás bien?, insistió.
—Sí,
contestó ella.
—Te
veo muy abatida.
—Debe
ser culpa, contestó Laura, y sonrió.
—Volveré
después de la misa, concluyó el padre, y se dirigió al tabernáculo.
Laura
exhaló aliviada. La abuela Sima se le acercó:
—
¿Qué te dijo el padre?
—No
te importa, le respondió Laura.
Sima
murmuró y se persignó.
Fue
en una primavera fría. La tierra azteca se impregnó con su olor a mediterráneo.
Mila pisó Tlaxcala en el 1991. Nadie pensó en Eslovenia, con sus problemas de territorio,
sino en la expresión cálida de la señorita Spomenka. Para entonces, Tlaxcala era una ciudad pasiva, a la
que la gente iba a perderse. La fachada colonial y las calles desoladas fueron
suficientes para su espíritu de anacoreta. Trajo consigo una pequeña valija, un
libro de Ivan Cankar y el catecismo de Primož Trubar. Los recuerdos de
Eslovenia los dejó en Eslovenia. Años después, cuando recibió la noticia de la
muerte de su padre ni siquiera se inmutó. Entrega, estoicismo e indiferencia.
La gente del pueblo se hizo admiradora de sus herméticas costumbres. Ninguno
sabía sobre su niñez en aquella habitación crema, dónde la tisis y el sabor a
hierba eran todo lo que había. Su padre la acurrucó por las noches. En usencia
de la madre, la sobreprotegió como a una minusválida. Entre fiebres y fiebres,
la niñita desarrolló una naturaleza esquiva.
Aquella
foto, con velas rojas alrededor, miraba y sonreía. A nadie más se le ocurrió
pensar que miraba y sonreía, solo a Laura. Mila lucía tan oscura como su vida.
Y quizás era eso, oscuridad. Nadie podría presenciar aquellos juegos inocentes
con la muñeca azul, de piernas enclenques y el cabello marchito. Aquellos días
desteñidos la llevaron a una apatía definitiva por el mundo. Tos, mantos y
silencios condujeron al padre a la desesperación. Un día, entre el desquicio y
la impotencia, la ofreció al Dios del cielo, Aquél que todo lo podía evitar,
menos aquellas cosas que sucedían mientras miraba caer la lluvia sobre los
Alpes, extasiado de su obra. La llevó a una congregación de monjas y allí la
dejó. Así la adolescente conoció al Señor. Desamparada y deprimida aprendió a
rezar, acto de fe que sirvió para subsanar su soledad. Primero se habló a sí misma, después a un dios
de quien fue fácil enamorarse. Estuvo de acuerdo con que Él no le hablara, al
tiempo, formaron una extraña simbiosis. A su modo de ver, Él fue el único que
estuvo en aquel momento de la caída que le dejó esa pequeña marca en la nariz,
cuando un pedazo de madera, con un clavo incrustado, le atravesó una de las
fosas nasales.
Es
verdad, el retrato parecía mirarlo todo. Su boca esbozaba una sonrisa de
triunfo, como si en la muerte hallara satisfacción. “Si soy parte de la mente
de Dios y estoy en Él, ¿cómo puedo decir que existo?”. La foto no parecía ser la
misma. La luz de las velas le daba un matiz distinto. Su rostro, por primera
vez vivo, insinuaba cierta alegría. “Si existo dentro de Él, ¿lo sabrá? ¿O seré
una especie de bicho del que no se tiene conciencia?”. Parece una santa, parece
que duerme, le decía la vieja Sima a todos los que se acercaban a mirarla;
luego llevaba el jarrito para la ofrenda y decía que las velas estaban
gastándose. En un gesto cómplice, las velas se estaban gastando. “¿Existirá
Dios y todo el cuento?”. Ella nunca
se había tomado en serio el ateísmo, ¿para qué? Más bien, era
supersticiosa. Siempre predicó la
inexistencia de Dios para molestar a los religiosos del pueblo. Una
justificación que la libró de largas y aburridas ceremonias. Nada más pensarlo,
bostezaba. Un largo bostezo. Ahora tenía unas cuantas preguntas por
responderse. No importaba. Nada más necesitaba saber si Mila estaría en alguna
parte y qué tenía que hacer para llegar hasta ella. Quería saber dónde
encontrarla; cuanto antes.
Laura
trabajaba en uno de esos cafés, alrededor de la Plaza Constitución. No se
habrían conocido a no ser porque un lunes ella se sentó, con sordidez y malas
intenciones, alrededor de la Fuente de la Santa Cruz, donde Mila impartía
catequesis. Así que tú eres la santita, dijo Laura. Y tú la nieta de doña Sima,
contestó la señorita Spomenka. Laura sonrió. Su abuela no era famosa por
discreta, así que lo dio por sentado: Mila conocía cada detalle de su vida. La
religión fue el pretexto de ese primer diálogo. Al final, se encontraron más
similitudes que diferencias. Las dos vivieron una infancia marcada por la
observación anuladora de los adultos. Nadie podía acceder al subconsciente de
Laura, cuando deseos inquietos llenaban su mente y el anhelo de irse lejos la
hacía desesperarse. Ellas a los pocos días se convirtieron en cómplices. El
sacerdote y la vieja Sima quisieron celebrar la complicidad, en cambio, la
miraron con recelos, como si Laura con sus pies pudiera desandar el camino
recorrido por Mila. Para la paz de ellos, Laura comenzó a interesarse por la
iglesia, no cuestionaron sus motivos y la recibieron con acción de gracias.
Pregonaban a un Cristo que podía ablandar los corazones más difíciles y la
mostraron a ella como testimonio del pragmatismo de sus prédicas.
Mila
depositó en Laura sus fiebres, su temor y la incertidumbre que le asaltaba si
el clima cambiaba de manera súbita. No fue diferente el día de las fotografías,
aquella tarde cuando fueron a tomar fotos de la Calzada de San Francisco. La
noche las pilló. Laura reposó la cabeza sobre las piernas de la señorita
Spomenka y descansó sobre ella. Hablaron de Dios y su naturaleza asexual.
Ateísmo. Astrología. Filosofía hindú. Mila, eres religiosa porque eres piscis.
¿Qué signo zodiacal será Dios? ¡No te rías, Mila! En serio, quiero saber, a la
mujer escorpio la religión nos provoca
morbo. A mí, por ejemplo, el Ave María me incita a hacer el amor. ¡Oh, Mila, te
sonrojaste!
Mila
hizo como que tosió y se echó a reír.
Siguieron
hablando de otras cosas hasta que el viento frío le produjo un acceso de tos a
la piscis, quien pidió a Laura que la acompañara a su casa, en la calle
Lardizábal. Casi terminaría la misa. La escorpio se enredaba el cabello en un
dedo. Un niño la miraba y ella miraba a los demás, con esa mirada de templo
vacío, de abismo inconmensurable. La vieja Sima no conseguiría entrar a su
mente, ver cómo miró de manera fija cuando Mila se cambiaba de blusa, cómo se
sintió cuando descubrió su cuerpo delgado y pensó en rezarle a ella todas las
noches. ¿Y por qué no? Avemaríapurísimasinpecadoconcebida.
Mila tomó un rosario del buró y le preguntó si quería aprender a rezar. Milita,
sí, por favor, enséname.
El
sol les cayó en la cara. Laura saltó de la cama y fue a un laboratorio a
revelar las fotos. Era otra mujer. Es decir, era una mujer. Puso atención en
cada uno de los detalles de las imágenes. En casi todas salía Mila. En una la
notó alegre, observando el campanario del ex Convento Franciscano de Nuestra
Señora de la Asunción. En la segunda,
cansada de las escaleras que daban a la Capilla del Cristo del Buen Vecino.
Vista así, seguía siendo una chiquilla. En otra, la sorprendió con una mirada
estática hacia algo o alguien que se encontraba al frente, quizás ella, lista
para hacer la próxima toma. Este descubrimiento precipitó un hormigueo en su
estómago. Cerró los ojos, besó la foto y se entregó al recuerdo. De último,
estaba el retrato de medio cuerpo admirado en el funeral, donde su rostro
inmaculado era portador de la santidad y la gracia de Dios. Esa imagen que
parecía tener vida; allí Mila dibujaba una sonrisa a medias, quizás la sonrisa
siguió al flash. La cámara no la
capturó en el momento preciso.
Buscó
en su mochila el crucifijo de aquella noche. Se acarició las mejillas con las
cuentas. Los labios. Los párpados. Reconstruyó cada momento vivido esos días,
las reacciones de Mila al ver las fotos, sus miradas furtivas, aquella loca
alegría. El sacerdote la trajo de regreso a la realidad. La misa había acabado.
Su objeto de deseo estaba muerto y casi rumbo a una tumba. Sintió un viento
seco invadiéndole la garganta, después un corcho atragantado y, finalmente, un
cristal fino cortándole las arterias. Los ojos del confesor estaban ahí. Su mirada altanera posada sobre
el rosario la hizo sentir fracasada. Se mojó los labios con la lengua y pensó
en contarle cómo, cuándo y dónde aprendió a rezar.
Texto por. Yuni Ramírez
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