Cayó en mis manos, por azares equívocos, un libro de poesía intitulado Poesía y circo, editado por una editorial mexicana independiente.
Era un compendio de poesía. En primera instancia, no me interesó. Luego, al
leer el índice, miré el nombre de Lu escrito en él. Había dos poemas de ella: tus ojos, tus ojos y El
silencio de nuestros sexos, impresos
en las páginas 67 y 71, respectivamente.
Conocía
a la autora de las pláticas de P. sobre ella: hace dos meses P. y Arcila se
acostaron con Lu, sin saberlo el uno del otro; hasta que se descubrieron.
También descubrieron que, además de ellos, había un puñado de chicos más que se
involucraban sexualmente con la poetisa. Entre ellos, Olvera, quien le había
publicado un par de poemas en un misterioso poemario editado por él mismo, bajo
el sello independiente Hojas de maple, del que nadie había visto una copia. Olvera era,
según otras fuentes de información, novio oficial de Lu. P. me lo había contado
todo. Cuando le mostré un ejemplar de Poesía
y Circo, me contestó mostrándome otro ejemplar de Poesía y Circo. El suyo venía firmado por casi todos los poetas del
compendio, entre ellos, por Lu. El autógrafo de Lu ponía una dedicatoria,
decía: “Con cariño para P., el navegante de mi selva negra”.
Personalmente,
había mirado a Lu en dos ocasiones: una, en Foro Hilvana, donde asistió a mirar
recitar a un grupo de poetas venidos de Chihuahua, y otra, en Casa Refugio,
donde acompañó a un amigo de Arcila a ver a Arcila organizar un evento sobre
prevención de la violencia. En ambas ocasiones, no me presenté con ella ni me
interesó hacerlo, ni por su parte mostró interés en mí. En ambas ocasiones yo
iba acompañado de P., quien tampoco se acercó a Lu ni ella a él, y ahora tenía
un libro suyo y lo llamaba el navegante de su selva negra. Pensé en P. como un
hombre con mucha suerte.
P.
describió a Lu así, en un texto suyo sobre la poetisa, que cito para hacer una
idea clara de la situación entre P. y Lu, en cómo P. miraba a Lu: “Lu era una poetisa de
veinte años de la que yo sabía que gustaba de la poesía cursi y afeminada,
estilo Neruda y sandeces de ese tipo. No era fea, lo que tampoco significa que
fuese guapa, aunque su belleza era apenas suficiente para acostarse con ella
sin sentir remordimiento, o para lamer su vagina (incluso, quizá su ano), sin
demasiada afectación. Su cuerpo, casi andrógino, no valdría de nada de no ser
por cierto infantilismo en los rasgos de su cara, y de unos ojos negrísimos
sobre una cara pálida, a los que hacían juego unos cabellos igualmente negros y
lacios, caídos hasta poco por debajo de los hombros. El conjunto daba como
resultado una mujer sencilla, casi bonita y hasta de apariencia ingenua, que
uno podía cepillarse hasta cansarse de tan poca carne sin sentir por ello que
perdió el tiempo.”
Lu
era una chica que pasaba desapercibida, y luego, un día, se clavaba en ti de
modos increíbles. Mi caso fue el siguiente: Leí las páginas 67 y 71 del
compendio de poesía Poesía y circo. Luego de ello, necesité conocer a Lu. Había en su
poesía algo que me atraía sobremanera. Por supuesto, conocía de Lu demasiado,
mucho más de lo que debía saber, gracias a P. Por ejemplo, su proclividad al
sexo, su dirección, el tamaño de sus genitales, el color, olor y sabor de su
trasero, entre otras cosas salidas de la enorme boca de mi amigo P. Pero yo no
era P. Acostarme con Lu no era mi objetivo. Hablar con ella, adentrarme en sus
pensamientos, saber quién era exactamente Lu, más que conocer su sexo, era lo
que yo necesitaba.
Me
cité con P. y se lo dije. P. se rió. Dijo: Lu es una prostituta, amigo, no
llegarás a algún lado con ella, probablemente se acueste contigo, casi es un
hecho, porque se acuesta con todos; no te recomiendo enamorarte de una mujer
así: sufrirás, y Lu no está tan buena como para sufrir por ella. Si quieres
fóllala, pero piensa en ello como un pequeño placer, un comodín de la vida, un
regalito, una cosa fácil y buena, pero sin valor. Yo dije: ¿Puedes darme su
dirección?, es todo lo que te pido. Sí, vale, Zacatecas 216. Planta Baja. No
vayas por las noches; recibe gente.
2
Me presenté a Lu
con las páginas 67 y 71 arrancadas del libro; todo lo demás me parecía malo.
Toqué a la puerta. Abrió Lu. Eran las seis de la tarde. Hola, dije, mi nombre
es Salmoneo Gutiérrez (le estiré la mano), leí tus poemas en Poesía y Circo (le mostré las hojas), es un gusto; necesito hablar
contigo. Me tomó la mano, sin decir hola o algo, sonrió y dijo: bueno, pasa.
El apartamento de Lu era un departamento
completamente femenino. Había toda clase de flores en toda clase de floreros,
lámparas de luz graduada, perfumes, inciensos, tapices de color pastel, frutas
sobre la mesa, tapetes, etc. La cara de luz también era femenina e infantil.
Sus modos, su voz, sus delgadas manos; todo apuntaba en dirección contraria a
la mujer que P. describía. No podías creer que esta mujer fuese a la que P.
llamaba prostituta, y de la que te advertía sufrimiento si la llegabas a amar.
Me recibió amablemente. Cuando me declaré admirador suyo, sonrió. Se sonrojó,
incluso.
Hablamos durante un par de horas. La conversación
de Lu me fascinaba. Más allá de los fondos, las formas eran sutiles, delicadas,
exquisitas. Su hablar pausado, su mirada perdida, su sonrisa y sus labios, el
brillo de sus ojos al recordar versos de Rilke, o al escuchar rimas de Bécquer.
Los movimientos de su cuerpo eran suaves y seductores. Quizá, me dije, aquí
radica el principio de aquello que P. llama un monstruo. Bebimos té.
La conversación fue interrumpida cuando llamaron a
la puerta. Lu, casi con asombro (de olvidar la cita, no de la cita en sí), se
levantó de la mesa y acudió al llamado exaltada. Era un hombre. El hombre la
saludó emotivamente con un beso en la boca. Cuando entró y me miró, miró a Lu;
ésta dijo: oh, es Salmoneo, un amigo mío. El hombre sospechó. El hombre, claro
está, debía ser alguno de los amantes de Lu y, conociendo de ella su
promiscuidad, dijo: si es necesario, vengo otro día. No, no, se apresuró a
contestar Lu. Acto seguido, me levanté de la silla y me despedí fríamente. No
deseaba más de Lu. No deseaba enfrentar a Lu y su reputación. Enfrentar a sus
amantes. No deseaba sacarla de un mundo del que no pedía ser sacada. No deseaba
enamorarme de Lu, ni sufrir por ella. Las palabras de P. resonaron en mi
cabeza: “sufrirás”.
3
A pesar de ello, o
por ello, comencé a pensar en Lu con tanta frecuencia que me obligué a
encontrarme con ella una vez más. Jamás declaré a Lu alguna intención sexual y
amorosa, así que no podía culparme de algo, y, siendo justos, no podía yo
culparla de algo porque hasta ahora no me había sido infiel, ni me había
enterado por mi propia cuenta de que ella fuese lo que P. y Arcila y todos
decían de ella. Es probable que todo sea mentira, me dije. Es posible que P.
mienta o tenga una imagen borrosa de Lu, falsa, tergiversada por los rumores.
Eso me dije, pero en el fondo sabía que ello era imposible, por dos razones, a
saber, que P. jamás mentía, y que él mismo fue amante de Lu y constató, junto
con Arcila, el grado de moral del que carece la poetisa. Sin embargo, miré a Lu
por segunda vez.
Llamé a su puerta. Abrió Lu. Hola, le dije. Nos
saludamos como dos grandes amigos. La invité a comer y aceptó. Fuimos a Volver,
en la Roma. Comimos hamburguesas y refrescos de cola y hablamos sobre poesía.
En algún momento me preguntó si tenía novia. No, respondí. ¿Tú?, pregunté. Puse
atención a su respuesta. Ocurrió así: miró al cielo, suspiró, entreabrió los
labios pero se contuvo de responder lo primero que sea que haya pensado; luego
de un segundo o dos, dijo, muy despacio: quizá sí. Por supuesto, yo debía
preguntar a qué se refería. Así lo dictaba la norma de la conversación. No
quise preguntar algo, después de todo conocía la respuesta: no tenía un novio,
tenía muchos, si es que se les podía llamar novios. El que no preguntara
provocó a Lu un pequeño sesgo en el ritmo de la conversación y de las ideas.
Sin que yo dijera algo más, comenzó a explicarse sola: salgo con Olvera, es mi novio, pero no le soy fiel. Bueno, pensé, al menos es
honesta. Escucharla hablar así me fue casi asombroso. Con el mismo rostro
infantil que recitaba a Benedetti, decía: me acuesto con una serie de amantes.
Asentí con la cabeza. Sí, lo sabes, eres amigo de P., ¿no? Sí, sí, respondí.
Supongo que te lo contó todo. Bueno, sí. En fin, dijo, ahora supongo que crees
de mí lo peor. Bueno, dije mientras me alzaba de hombros, no lo sé. Me gustas
mucho, Lu. El último enunciado salió de mí sin que yo lo deseara. Me sonrojé.
Lu río. Ya lo sé, dijo. Me sonrojé aún más. Rió aún más. No pasa nada, dijo y
me tomó la mano. Tú también me gustas. Se acomodó más cerca de mí y me cogió
ambas manos. Me plantó un beso delicado en los labios. Las palabras de Petrozza
resonaban en la cueva de mi cabeza mientras mi yo,
decía: la amas, la amas. Intermitentemente, imágenes de Lu acostándose con
muchos me venían a la mente. Las palabras de Petrozza y mis deseos de amar a
Lu. Todo ello peleaba dentro de mí. El sentimiento de amor, el sentimiento de
ser un número más en la lista de la poetisa Lu, el sentimiento de ser un hombre
que pueda decir: yo también me acosté con Lu, el sentimiento de traición.
Aquella tarde fuimos al Hotel Roma, en la calle de
Jalapa. Decidí sufrir por Lu.
Muy buen relato que lo lleva a uno por caminos que hubiera deseado andar. Por caminos duros y a la vez tiernos en los que el corazón en la mano, el tener a alguien que lo escuche aunque luego haya que luhcar con el costo. En fin, caminos de relación humana y de aventura profunda. Felicidades.
ResponderEliminarO ustedes perdieron el toque o ya dan hueva, o ya se les acabaron los buenos temas, han cambiado antes eran chidos.
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