En
noviembre, C. y yo nos fuimos a conocer a P. y fracasamos; le buscamos en el
12:51, un bar sobre la Glorieta de los Insurgentes donde se rumoraba que asistía
casi cada viernes y cada sábado; no había algo que nos asegurase que ése sábado
iría, pero aún así fuimos desde nuestras casas (un recorrido de casi una hora)
porque éramos (somos) fanáticas de sus textos y deseábamos conocerlo, hablar
con él, beber con él, ser parte de sus cuentos, no sé; nuestras expectativas
eran altas, demasiado altas, casi al grado de ensoñar que P. se enamoraría de
nosotras y nos llevaría a vivir su vida, la vida de un escritor borracho y sin
moral, y saldríamos en las portadas de sus libros y… en fin, teníamos veinte
años y sed de vivir: los textos de P. saciaban nuestra sed, pero había que
probarlo en carne viva, o, al menos, así lo exclamó C. cuando le vino la idea
de buscar a P. a costa de todo, dijo: B., tenemos que vivirlo en carne viva;
signifique lo que signifique, C. deseaba vivir a P. en carne viva y yo no iba a
quedarme atrás, no cuando fui yo quien leyó a P. primero, quien le dijo a C.:
C., debes leer esto, por Dios, debes leer a P., y menos cuando fui yo la
primera en decir que me gustaría conocerlo y todo; no, señor, no iba a quedarme
atrás: emprendería con C. la aventura, cosa que ya era, en sí, vivir a P. en
carne viva, aunque no lo supiéramos ni lo sospecháramos, y aunque al
final fracasáramos, como hicimos, a pesar de que vimos a P. (lo que más nos
duele), porque, de verdad, ¡vimos a P. en el bar!: sentado, con una chica rubia a su lado: eso fue lo que nos intimidó, que estuviera con una rubia de ojos verdes,
bebiendo, riendo y… ¡besándose!, cosa que nos pegó duro a pesar que fuese
predecible, porque P. siempre escribía sobre sus mujeres y sus amantes y sus
prostitutas y su cerveza, es que... ¿esperábamos encontrarlo solo y con los brazos
abiertos para nosotras, de las que desconocía la existencia?, vaya si una es
imbécil a los veinte años, pensé, pero luego caí en cuenta que la chica con la
que estaba tenía alrededor de veinte años, aunque lucía un poco mayor; le dije
a C.: apuesto que no tiene más de veinticinco; C. asintió mientras bebía cerveza y la miraba con cierto odio, casi como si le hubiese robado algo suyo, como si P., o algo de P. fuese suyo sólo porque había leído
algunos de sus textos y mirado poco más de un par de fotografías suyas, las que
había en la web, ni siquiera fotografías personales, ni nada; no la culpo, de
algún modo yo también sentía que algo de P. nos correspondía, se nos debía a
nosotras por haberlo leído con tanta fe y por seguirla la pista con ahínco,
hasta llegar aquí, al 12:51, al que habíamos venido cada fin de semana durante
un mes y medio sin encontrar a P. y aún así no habíamos renunciado, e, incluso,
habíamos rondado por las calle de la colonia Roma, donde se decía, o se suponía
(no me queda claro de dónde sacábamos la información), que vivía y recorría con
sus amigos, un grupo de escritores borrachos como él, por las noche y las
madrugadas, entrando a bares y a hoteles a follar con sus conquistas: ahí lo
teníamos, frente a nuestras narices: P. rondando las calles, entrando a bares y
a hoteles con sus conquistas, en este caso, con la rubita veintiañera que se
reía y se apretujaba contra P., y éste la miraba con lujuria y la abrazaba y la
sobaba y le hablaba al oído mientras todos a su alrededor reían y brindaban: P.
no iba solo, no en exclusiva con la chica, iba con un grupo de gente, entre
ellos hombres y mujeres (más hombres que mujeres) que conjeturamos debían de ser
los amigos escritores de él, u, ¿otros lectores más atrevidos?, Dios, es que C.
y yo éramos unas tímidas, algo de verse; atrevidas para seguir la pista,
investigar, espiar, casi acosar a P. (le habíamos enviado ya correos
electrónicos y mensajes de Facebook que nunca contestaba), y temerosas de
plantarnos frente a él en la vida real y decirle: hola, somos B. y C., somos
lectoras tuyas, etc., como si fuera a comernos o… Sí, eso era hasta cierto
punto lo que temíamos: que nos comiera, por decir de algún modo, ya que, como
he dicho antes, P. era un escritor borracho y sin moral, un lobo, un comeniñas,
un pervertido sexual (sic), lo que nos atraía y al mismo tiempo nos
atemorizaba, ya que, a decir verdad, C. y yo no éramos precisamente las Lolitas
que P. esperaría, no señor, no, esa Lolita era la rubia que tenía entre brazos
aquella noche; nosotras tan sólo éramos unas niñas cachondas que se masturbaban
con sus textos (mentira, no, no nos masturbábamos literalmente, ni siquiera a
ello llegábamos porque nos daba pena hacerlo, pena con nosotras mismas,
educadas bajo preceptos morales a los que añorábamos deshacer, pero no nos
atrevíamos, no aún, no, ni siquiera con P. al lado de nosotras, en la mesa de
al lado, y ni siquiera cuando P. nos miró, Dios, ¡nos miró!, y nos saludó con
la cabeza, quizá porque notó que lo mirábamos demasiado y olió lo que
deseábamos, no sé; el caso es que no pudimos hacer algo más que reírnos cuando
se levantó de su mesa, dejando a todos sus acompañantes, incluida a la rubita, y
se paró frente a nosotras (iba muy borracho, casi al grado de caerse estando de
pie) y preguntó nuestros nombres, nos halagó y nos invitó a sentarse con ellos,
con él y sus amigos, a lo que contestamos con risitas estúpidas (también
estábamos borrachas, creo, porque la bebida no era lo nuestro y no estábamos
seguras de estar borrachas o emocionadas) y mejillas sonrojadas y dijimos,
finalmente y casi entre balbuceos: sí, sí, en un momento vamos… ¡y no fuimos!,
nunca fuimos, nos sentimos intimidadas ante lo que más deseábamos; le vimos irse
al sanitario y regresar, agarrándose de las paredes, a su mesa, antes de lo
cual pasó por la nuestra y nos sonrió, y sentarse junto a su chica, que le
esperaba y le sujetaba para que no fuese a caer) y que tenían la ilusión de
salir con él una noche a platicar… Dios, sí, a platicar, ¡con P.!, el viejo
borracho comeniñás; si él lo supiera no lo perdonaría: hacerlo venir a nuestra
mesa, o ir a la suya… ¡sólo para platicar!, como si él quisiese platicar con
dos niñas que no han leído gran cosa, ni vivido gran cosa, ni bebido gran cosa,
con dos niñas que no tienen el valor de acercarse a él aunque se las coma…
vamos, en definitiva P. se decepcionaría de nosotras inmediatamente abriésemos
la boca para preguntar sobre uno u otro de sus textos y decir, suspirando:
señor, P., ¿sería tan amable de firmar mi libreta?, cuando él, si acaso,
querría firmarnos las nalgas ahí mismo, a los ojos de todos y asentar así su
existencia y su fama y reputación de escritor borracho y loco y perseguido por
jovencitas hasta los bares que frecuenta, y muy probablemente, después de ello,
llevarnos a su casa o a un motel y hacer un trío con nosotras, o un cuarteto
con nosotras y su rubita, o ve tú a saber qué otra perversión: pegarnos,
orinarnos las caras, defecarnos encima, hacernos tragar su semen, inyectarnos
heroína contra nuestra voluntad, azotarnos con un látigo de nueve colas,
colocarnos pinzas en los pezones o penetrarnos por detrás y llamar a sus amigos
para que nos obliguen a realizarles orales mientras él nos penetra por detrás y
su chica nos azota las espaldas, o algo mucho peor, no sé, algo que sólo la
mente del retorcido P. podría elucubrar, y luego escribir a modo de cuento
risible haciendo pensar a la gente (los lectores) que algo así no podría ser
posible, que P. exagera y ensueña y nunca pasó, y no se investigue jamás,
debido al modo satírico, irónico o hilarante en que P. describiría lo sucedido,
sobre nuestra temprana muerte, ni se sospeche de nuestros cadáveres en el fondo
de un río de aguas puercas, muerte merecida por la malsana curiosidad de
entablar relación con un escritor maldito, aunque C. se burle de mis
pensamientos y los llame exagerados, sin saber que con ello colabora a la
supuesta inocencia de P., sin saber que la rubita es la próxima víctima de una
serie de muertes causadas por la intriga de conocer a quien ofrece dulces a las
niñas, y… en fin, por el miedo o la pena, aquella noche de sábado perdimos
nuestra oportunidad, la oportunidad de conocer a nuestro escritor predilecto y
del que estábamos enamoradas malsanamente: le vimos ser avisado por alguno de
su grupo de que le dueño del bar cerraría y le había mandado decir que cerraría
para que fuese saliendo de ahí con toda su manada y su hembra y se largase;
también fuimos avisadas nosotras y no supimos qué hacer, si salir de inmediato,
o esperar a P. (como si viniese con nosotras), y sobre todo, qué hacer una vez
fuera porque el Metro estaría cerrado y no habría modo de regresar a casa (eran
las dos de la madrugada) aunque deseáramos, situación que nos obligó, o nos
envalentonó para pagar nuestra cerveza, salir, esperar a P. y, con mucha verguenza,
decirle: P., hemos leído tus textos, ¿podemos ir con ustedes a donde sea que
vayan a ir?, sin pensar en que el pobre de P. estaba borracho, muy borracho,
al grado de ser sacado casi a rastras por su chica y un amigo y al escuchar
nuestras palabras no podría decir absolutamente nada, y en lugar suyo, la chica
rubia, mirándonos de arriba abajo (íbamos con falda y escote), defendiendo lo
que sí era suyo, diría: NO, con voz alta, decidida y llena de furia; a pesar
que los amigos de P. se acercaran a nosotras y nos saludaran y nos halagaran y
miraran con ganas de tumbarnos ahí mismo y le dijeran a P. que dos lindas niñas
querían venirse con él a su apartamento; la rubita seguía diciendo NO, NO, NO,
y por algún motivo los hombres se alzaran de hombros y nos dejaran de pie,
solas, en medio del callejón oscuro donde estaba el bar y se fueran gritando y
cantando y diciendo a P. que había dos niñas allá a atrás y que si él lo
permitía irían a por ellas y las llevarían con ellos al apartamento de P.; pero
P. no podía ni hablar, así que la rubita negaba con la cabeza y decía: ya,
malditos perros, dejen a esas niñas en paz, y los perros le riñeran diciendo:
por favor, E., déjanos llevar a las niñas a casa, y ahí terminara nuestro fatal
encuentro con P., mismo que contamos a la escritora Verónica Pinciotti, a la
que escribimos por Internet y le relatamos las cosas y se ofreció a ayudarnos a
escribirlo todo y a publicarlo en el sitio de P. para que se enterara de que
por su borrachera se perdió de nos niñas de veinte años y diga: ¡Verónica, eso no es verdad, no me jodas, y aunque fuese verdad...!
domingo, 18 de enero de 2015
Aunque fuese verdad.
Etiquetas:
Escritora: Verónica Pinciotti.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Derechos reservados.
Todos los textos de este sitio son de la autoría de quien los firma y están debidamente protegidos bajo la Ley Federal del Derecho de Autor. Para su reproducción total o parcial, favor de contactarse a: redaccion@whiskyenlasrocas.com

Una vez mas, pinciotti hace uso de un lenguaje dinamico y fluido, cosa que solo se logra con un buen dominio de la lengua, con temas sencillos y a la vez profundos y mitofocantes de su mundo de whisky en las rocas. genial, saludos pinciotti, me gusta leerte
ResponderEliminar