Bueno, aquella vez H llegó
borracho, así que no pudo asegurar nada, pero le pareció tan real que incluso
recuerda haberse masturbado.
Al día siguiente, sentado a la barra del bar, lo recordó y se lo contó a
Federico. Federico le puso un vaso con whisky en las rocas mientras le
escuchaba. Federico no tuvo alguna opinión al respecto. Nunca tenía opinión al
respecto de algo y por ello H le odiaba y le maldecía mentalmente, le gritaba
mentalmente: ¡por eso no eres más que un mozo de bar! Luego se olvidó del
asunto y se emborrachó, como cada noche, y se fue a casa y durmió como un
tronco hasta bien entrada la mañana.
Por la mañana sucedió otra vez. Despertó escuchando gemidos. Dios santo, se
dijo, ¿es que no dejan de hacerlo alguna vez? Somnoliento, se asomó por la
ventana. El departamento lucía vacío y no se escuchaba ruido. En
fin, sea como fuere, se cogió la pija y se la meneó hasta correrse pensando en
una chiquilla que había mirado camino al bar la tarde pasada.
¿Sabes?,
alguna vez voy a cogerlos in fraganti
y va a ser muy incómodo para ellos, pero es que, Dios, no pueden ponerse a
hacerlo de ese modo y esperar que uno no sienta algo, joder, no soy un pedazo
de madera, Federico, si continúan así van a volverme loco. Federico le dio la
espalda a H y le puso un whisky en las rocas. Bueno, dijo, no hay que perder la
calma. H le miró y le arremedó mentalmente: no hay que perder la calma.
Volvió
a escucharlos por la madrugada, entre sueños. Se despertó y buscó la fuente del
ruido; no quedaba claro. Primero le creyó que provenían del departamento de
enfrente. Se acercó a la ventana y lo escuchó detrás. Fue a la ventana del
pasillo. Era imposible, la ventaba daba al techo de una propiedad abandonada.
Quizá lo están haciendo arriba, se dijo, en la azotea. El departamento de H
estaba en el último piso. ¡Bueno, Dios, ustedes lo han querido!, exclamó. Se
puso las chancletas y subió a la azotea. Estaba dispuesto a cogerlos de una
buena vez. En la azotea no estaban. Vaya, se dijo, son muy hábiles. Después de
eso no volvió a escucharlos en toda la noche. Regresó a cama y se masturbó
pensando en gente haciendo el amor, en quien sea, total; en mujeres que miraba
por la calle o en personajes femeninos de mujeres de novelas que se leía.
Anoche
estuve a punto de cogerlos, ¿sabes? Federico negó con la cabeza. No señor, dijo,
no lo sabía, ¿a quiénes? H se echó para atrás sin decir algo. Pensó: ¡¿A
quiénes?! Maldito pelagatos, te lo he contado toda la semana. ¿A quién más va a
ser? Imbécil. Federico, dijo, ponme un balde con cacahuetes, por amor a Dios,
no me has puesto cacahuetes desde que llegué hoy y odio tener que pedírtelo y
lo sabes, hombre. Federico asintió y le puso un balde con cacahuetes
enchilados. Estoy seguro que está buena, le dijo a Federico en algún momento
que se paseó por allí. Vamos, no estoy diciendo que la haya visto; puedo
imaginarla perfectamente. Federico asintió. Sí, señor, es muy probable.
Esta
noche no dormiré hasta estar seguro de tenerlos identificados, pensó. Se lo
propuso seriamente. Hasta ahora no tenía la certeza de qué vecinos pudieran
ser. En ocasiones el ruido provenía, indudablemente, de la habitación del departamento
de enfrente. En otras, del departamento de lado derecho. A veces, el ruido
parecía proceder del cuarto de estar del apartamento de H. Era tan real, como
si estuviesen ahí, en su cuarto de estar. Pero salía al cuarto de estar y el
ruido cesaba y recomenzaba poco después, cuando estaba a punto de caer en sueño
y ahora provenía de la azotea o de la cocina o de cualquier lado. H se recostó
y fingió dormir. Se dijo: fingiré que duermo para no alertarlos. Se quedó
dormido y no los escuchó aquella noche.
Federico, dime algo, Dios, dime, Federico, ¿dónde
vives? Federico se asombró. En la colonia…, comenzó a responder. No, no,
interrumpió H, no quiero saber tu dirección, hombre, quiero saber si… dime…
¿vives en casa o departamento? En un departamento, señor. Ya, dijo H, entonces
apuesto que tú también los has escuchado, ¿no? ¿A quienes, señor? ¡¿A quienes, señor?!, arremedó
H en su mente. A ellos, Federico, a los chicos que hacen el amor toda la
maldita noche, hasta por la mañana, de los que te he hablado todo el maldito
tiempo que paso aquí. Oh, no, señor, no, no he escuchado nada. Joder, ¿es que
tienes el sueño profundo? No lo sé, señor, quizá sí. ¿Y tu mujer, Federico?,
eh, ¿ella los ha escuchado? No lo sé, señor, no lo creo. ¿No te ha comentado
algo, Federico? Es imposible que no los haya escuchado, ¿sabes? Todo mundo los
ha escuchado, Dios. Es posible, señor; en todo caso, no me ha comentado nada.
Pfff, es igual, Federico, sírveme otra copa, anda.
En algún momento H tuvo que ir al sanitario. Se
instaló ante el mingitorio de la esquina. Lo estaba haciendo cuando los
escuchó. No lo creyó al principio, pero gradualmente los gemidos subían de
volumen. Dios santo, se dijo, son unos malditos pervertidos, ¿en el sanitario?
Echó una ojeada al cuarto. Había otra gente. Todos actuaban con normalidad. ¿Es
que no los escuchan?, se preguntó. Bueno, se respondió, yo los escucho y no
hago un escándalo. Terminó de orinar. Se abrochó. Se llevó una mano al
bolsillo. Sacó una moneda y la echó al suelo con disimulo. Se puso a buscarla a
gatas. Joder, ¡¿dónde está mi moneda?!, gritaba mientras asomaba por debajo de
las puertas de los excusados a mirar si lograba verlos. En alguno debían estar.
No estaban. Había dos hombres cagando en sendos excusados. Todo lo demás estaba
vacío. Volvió a bajarse la bragueta y fingió orinar. No iba a irse hasta
verlos. Los ruidos venían de lo alto. Ya, se dijo, eso es, qué imbécil, debe
ser el ruido desde los sanitarios de hembras que se cuela por los ductos de
aire, o algo. Pensó en entrar a los sanitarios de mujeres pero se arrepintió al
imaginar la escena.
¡Federico, Federico! ¡Ven, pronto, los tengo! ¡Sé
dónde están! ¿Dónde están, señor? ¡En el sanitario de hembras! Bueno, señor,
entonces no podremos verlos. ¡Tú sí puedes, tú trabajas aquí! ¡Anda, entra a
limpiar y velos! Dios, señor, no, no puedo, yo no puedo entrar ahí, es para
mujeres y… ¡Vamos, Federico, a ti no pueden echarte, tienes que ir a verlos!
Federico se echó para atrás ¡Por amor al niño Jesús, Federico, ve! No, señor,
no puedo, me echarían igualmente. Incluso podrían demandarme y perdería mi
empleo. ¡Vamos, hombre, quizá sea lo mejor que pueda pasarte! ¡Frida!, gritó
Federico. Una señora del área de restaurante acudió al llamado. ¿Sí? Frida,
querida, le dijo, haz un favor a este hombre, ¿sí? Frida miró a H. Bien
pensado, Federico, dijo H. Verás, bajó la voz para explicar a Frida lo que
debía hacer: entra al sanitario de hembras y coge a esos chicos por amor a
Dios. ¿Qué?, preguntó Frida. Entra al sanitario de mujeres, Frida, intercedió
Federico, revisa lo que hay ahí. Si encuentras algo extraño vienes y nos lo
dices. Si no, también. Anda, ve. Frida alzó los hombros y se encaminó al
sanitario de mujeres. Están ahí, Federico, te lo juro, hombre, acabo de
escucharlos yo mismo.
H tomó un puñado de cacahuetes y se lo embuchó con
furia. Con la boca llena, exclamó: ¡Frida tarda demasiado, Dios, ¿es que se ha
unido a ellos?! Soltó una carcajada. ¡Federico, ¿has escuchado eso?!, gritó
riendo. ¡Frida se ha unido a ellos!, gritó para que Federico le escuchara. Sí,
señor, he escuchado. Sonrió voluntariamente. Luego, Frida pasó por ahí. Se
había olvidado de avisar que no vio nada extraño en los sanitarios de mujeres.
¡Frida, gritó H, Federico dice que te has unido a ellos, Dios, es un maldito pervertido!
Frida dio un brinquito. Se acercó a H. Señor, lo siento, no he visto nada
extraño en los sanitarios. H se puso muy serio. No mientas, Frida, dijo al cabo
de dos segundos, con la expresión de un juez. No mientas, mujer, yo mismo les
he escuchado hacerlo. Frida miró a Federico, quien se acercó en ese momento. No
sabía qué decir. Vamos, Frida, regresa a tus quehaceres, le dijo Federico. H le
echó una mirada de odio a Federico. ¡¿Es qué ustedes dos están aliados a
ellos?! ¡Yo mismo les he escuchado, Federico!
Aquella noche, llegando a casa, H entró al
sanitario, se sentó en el excusado y se masturbó allí, pensando en lo excitante
que debía ser hacerlo en los sanitarios de mujeres, con todas esas mujeres
escuchando.
Al día siguiente se preguntó por primera vez si no
estaría imaginándolo. De ser así, padecía una enfermedad bastante extraña. ¿Qué
voy a decir al médico: escucho gente hacer el amor?, pensó y sonrió. Qué va, se
dijo, es real, Dios, la gente hace el amor todo el tiempo. Es posible que yo
sea el único que no hace el amor. Todos deben estar de acuerdo para no
delatarse entre ellos. El acuerdo es hacer oídos sordos.
¿Sabes, Federico?, creo que tú y Frida y todos
tienen razón. No hay algo que pueda hacerse. Cuando yo era joven también hacía
el amor en cualquier sitio, Dios, y nadie vino a echármelo en cara. Supongo que
es algo con lo que hay que vivir. Federico le miró y dijo: bueno, es posible.
Sí, sí, dijo H, es muy posible, Federico; ya no debes mentir, lo sé todo. Me
alegro, señor. Se alegraba realmente; H lucía mucho más tranquilo y no como las
noches anteriores. Sea lo que sea que supiese, estaba muy bien.
A la quinta copa, H comenzó a escucharlos de nuevo.
Dios, se dijo, no puede ser. El ruido venía de detrás de la barra. Calma, se
dijo, no hay algo que puedas hacer y lo sabes. Pero lo gemidos se
intensificaron. H se puso muy nervioso. Bebía a grandes sorbos y sudaba. En
algún momento Federico llegó a su puesto, que era detrás de la barra. H le
miraba hacer. Ponía baldes de cacahuetes a los clientes y limpiaba. ¿Cómo puede
soportarlo?, se preguntaba. Miró a los otros clientes. Tampoco parecían consternados.
¿Es que a nadie le importa? Federico, susurró. Federico, ven, Dios, ven.
Federico se acercó. ¿Sí, señor? Federico, dime una cosa, Dios… ¿están ahí?
Federico miró a todos lados. ¿Ahí dónde, señor? Jesús Cristo, Federico, eres un
actor estupendo, el más fiel del clan. Lo están haciendo ahí, justo a tus pies,
¿cierto?, y eres capaz de guardar la calma y de mirar a todos lados excepto a
tus pies, y preguntar ¿ahí dónde?, con esa cara de perro que
te dio tu madre, Dios, eres un buen hombre, Federico, no eres un maldito
traidor, ¿no? Federico tragó saliva. Vamos, Federico, mira a tus pies.
¡Federico, mira a tus pies!, exclamó H. Federico miró a sus pies. Ahora dime,
¿los tienes? Federico lentamente asintió con la cabeza. H. se desplomó en su
banco.
Está bueno (y)
ResponderEliminarH tiene las dos manos izquierdas :-)
ResponderEliminarbueno!!
ResponderEliminarGenial cuento, un placer siempre leer los mismos en el Grupo....Saludos.
ResponderEliminarMe parece que deberías de develar un poco la conversación de la masturbación que es un acto verdadero, real y fascinante, más no hay que hacerlo tan obvio. Por lo demás me parece un relato fresco y con agallas. En Casa Lamm no cualquiera se atreve a escribir tan abierto. Te felicito. Lupita Mueller
ResponderEliminargenial como siempre!!!
ResponderEliminarLo Leí y me gustó...
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