Son las cuatro de
la mañana, aunque S. no lo sabe, cuando el teléfono suena. S. despierta y coge
la llamada. El diálogo es familiar. Sin embargo, no reconoce la voz. Hola, oye,
¿podemos vernos en Obregón y Córdoba en veinte minutos? S., adormilado, contesta
que sí. Acto seguido, escucha colgar a su interlocutor. Se talla los ojos,
bosteza, se espabila. Se levanta. Veinte minutos es exactamente lo que él
necesita para llegar a la esquina de Obregón y Córdoba. Se enjuaga la cara en
el lavabo y se pregunta: ¿quién podrá ser? Sin embargo, S. es poeta, y eso,
probablemente, le faculta, al tiempo que le separe del resto de las personas,
para no preocuparse demasiado por la hora, la premura, la noche y el
desconocimiento prácticamente todos los factores por los que se preocuparía
cualquier otro. Se deja arrastrar por la vida, que le depara siempre sorpresas
que sirven de alimento a su inspiración poética (o eso dice). Se calza los
zapatos y sale.
En las esquina de Obregón y Córdoba no hay alguien.
Piensa que, virtualmente, ha llegado con anticipación, o se ha retrasado su
cita. No tiene idea de cuánto tiempo ha transcurrido desde que recibió la
llamada, si más o menos de veinte minutos. No tiene forma de saberlo porque no
usa reloj. Mete las manos a los bolsillos. Ha dejado de preguntarse quién
llamó. Piensa ahora en L., su ex mujer, a la que aún ama. Piensa en cierta
ocasión en que L. y S. hicieron el amor en el jardín de la casa de uno de los
amigos de S., a donde fueron invitados a una fiesta. Tenían veintisiete años.
Veintisiete años y aún hacíamos aquello, ríe para sus adentros S., y emite el
siguiente juicio: los adultos son niños en cuerpos de gente grande. Los poetas
somos niños, y punto. Luego, piensa en J., una poetisa de treinta y cuatro
años, a la que miró y escuchó recitar recientemente en un encuentro de poesía
en Casa del Poeta, precisamente en Obregón, y de la que creyó que era la mejor
poetiza mexicana que jamás hubiese escuchado, y además, claro está, muy guapa,
porque la belleza es parte importante de las virtudes de las poetisas, al menos
para el público masculino. La comparó con L. Solía comparara a todas las
mujeres que le gustaban con su ex mujer. Lo hacía automáticamente. Incluso,
había llegado a jurarse que no lo volvería a hacer porque todas las
comparaciones las ganaba estrepitosamente L., y si lo continuaba haciendo jamás
volvería a enamorarse de alguien y se autosabotearía el resto de su vida. La
poetisa era guapa, era poetisa y era una borracha (cosa que comprobó S. al
finalizar el encuentro en Casa del Poeta, donde se quedaron a beber él, un par
de amigos que le acompañaron al evento, y la poetisa, a la que no se acercó
pero miró desde su mesa beber con rapidez y descaro, brindar, reír, eructar y
bridar con sus acompañantes), cualidades que S. podría muy bien apreciar y
gozar en una mujer, en una amante, en una pareja. L., en cambio, era sensata,
mesurada, abstemia y huraña. Cuando S. sopesaba las cualidades de una y otra, a
pesar de las inmediatas diversiones que ofrecía la poetisa, consideraba de
mayor peso, de mayor valor, las cualidades de L., de las que no podría
aburrirse y le serían gratas conforme se acercase a la vejez, como no ocurriría
con la vida desastrosa de una poetisa que a sus treinta y cuatro años
continuaba las monumentales borracheras que se iniciaran en la adolescencia (la
edad de la poetisa la supo al leer en el libro de poemas que presentaba aquella
noche, la fecha de su nacimiento). La pregunta es: ¿por qué si S. ama tanto y
compara con tanta ventaja a L. con las demás, no está con L.? Él mismo se lo ha
preguntado los últimos ocho meses. Le duele confesarlo, pero ahora, a las
cuatro y tantos de la madrugada, parado en el cruce de Obregón y Córdoba, a donde
ha ido quién sabe por qué carajos, por vez primera, se dijo: yo soy para L. lo que la
poetisa podría ser para mí. Esto era cierto. L. y S. terminaron porque L. no
pudo soportar el ritmo de vida de un poeta como S., que era, como ya se dijo,
un niño, un adolescente sin teléfono móvil, sin reloj, sin horarios ni
preocupaciones, y con una garganta que le exigía beber litro tras litro de
cerveza cada noche, en especial las noches de viernes y sábado, con un par de
amigos que eran unos mamarrachos como él, como S. S. tenía treinta años, pero
algún día tendría treinta y cuatro; nada indicaba que fuese a detener sus
ansias de salir de noche, de beberse al mundo. ¿Cambiar? Era una posibilidad,
pero… desde la perspectiva de S., no había motivo para hacerlo (el amor por L.,
claro está, era un motivo más que suficiente), creía que la edad, el cansancio
natural de la edad, le haría acercarse a una vida más tranquila, más hogareña,
y no había por qué apresurar las cosas que iban a pasar un día u otro, sin
esforzarse, como ahora pasaba, sin esforzarse, que su cuerpo le pedía follar y
beber sin tregua. Pensar en la poetisa como un futuro indeseable, pensó S., es
ya dar el paso primero al cambio. ¿Demasiado tarde? Ochos meses después del
rompimiento con L., con la que sostuvo una relación de cinco años, vislumbraba
una veta, una posibilidad, una pequeña semilla que ¿germinaba?, hacia un sol
diferente. Pero esto ya no lo vería L. S. podía convertirse desde ya en
abstemio, en un hombre maduro, un adulto, quién sabe, en aquello que se supone
que debe de ser un hombre de treinta años, pero L. no estaría ahí para saberlo,
para ¿agradecerlo?, para gozarlo, para no dejar de amar a S., al que había
dejado de amar desde hace casi dos años, y del que no deseaba saber
absolutamente nada, a pesar de los ruegos de S. de darse cita para tomar un
café (él pediría cerveza), charlar y… ¿quién sabe?, prensaba S., quizá… solo
quizá… recuperar el amor perdido, o el amor dejado en otro lado, sublimado, o
lo que sea. Si tuviera una oportunidad ¿lo haría? En caso de recuperar el amor
de L., S. debería cambiar inmediatamente, y, bueno, aquella veta era tan solo
una veta, una semilla, algo demasiado débil para renunciar a su estilo de vida
de un día para otro. Nada aseguraba que no cayese en tentación y volviese a ser
el mismo si L. regresaba con él, no sé, pongamos al mes o al mes y medio, o los
seis meses. Por ello, S., a pesar de su insistencia, no se empeñaba
verdaderamente en reconquistar a L. Aún no estaba listo para lo que L. exigía,
y merecía, claro. Le deseaba felicidad. Mientras tanto él no podía dejar de
comparar a las mujeres con su ex pareja. Tenía un problema y lo sabía: estaba
atascado.
¿Cuánto tiempo habrá pasado? No se veía a nadie
venir por la calle. S. comenzó a desesperarse. No importa que calculase mal,
había transcurrido suficiente tiempo para que, aun siendo conservadores,
hubiesen pasado al menos cuarenta minutos. Se preguntó si no sería una broma y
se dijo: sólo yo soy tan idiota para salir sin más a la primera llamada de un
desconocido. Merecería que me violasen por imbécil. L. hubiese estado de
acuerdo conmigo; me hubiese detenido de salir. Pero L. no está. ¿Y si
estuviera, no habría yo reñido por ella por la detención de salir a una nueva
aventura? ¿No lo habría llamado así, una nueva aventura, a salir durante la
madrugada a atender la llamada de alguien que no dijo su nombre ni su motivo y
de quien no reconocí su voz? Hubiésemos reñido.
¿Qué
es lo que extraño realmente de L.?, se preguntó mientras bostezaba y se frotaba
las manos para calentarlas del frío de la madrugada y miraba a todos lados sin
ver a nadie acercarse a él. Nunca ha podido responder a esa pregunta. No se ha
esmerado en ello. ¿Prefiere no saberlo? Ha llegado a ella ya en muchas
ocasiones, pensando en L. y en su vida con ella, y al llegar a este punto,
dimite. No ahonda más. Extraña a L., es todo lo que le importa, lo que le
mantiene con vida, como se diría, o al menos, lo que lo mantiene interesado y
despreocupado de conquistar a otras mujeres. Mira a las mujeres y se dice: ¡qué
bonita!, ¡qué hermosa!, ¡qué buena está! Las observa caminar, reír, hablar,
moverse. Se enamora. Se decide a ir a por ellas… y un segundo antes de hacerlo,
recuerda a L. Las compara con L. Les encuentra defectos imperdonables en la
actitud, que según él, devela una moral cuestionable. En lo tocante a la moral,
se dice S., L. es intachable. ¡Aquella es una prostituta, santo Dios! Esto
basta para poner freno al ímpetu. Él, que es un poeta, un borracho, un soldado
de la libertad, juzga y dice: aquella es una prostituta, no como L., que es la
encarnación de la decencia y de la rectitud, de la belleza, de la
honorabilidad, de la fidelidad, etc. Da
media vuelta. Desiste. Se avergüenza de haberse fijado siquiera en una mujer
así; regresa a su bebida y a su soledad que guarda con recelo para el día en
que esté listo y pueda ir a por L. y decirle: he cambiado.
Sí,
sí, piensa mientras camina de regreso a casa, nadie ha venido a atender la
cita, voy a cambiar, santo Cielo, voy a cambiar y a reconquistar a L. Pero lo
ha dicho los últimos ocho meses y no han pasado, desde entonces, más de dos
días seguidos en que no beba, en que no salga, en que no se involucre con
furcias de las que luego se diga: no, no, no, L. es intachable y lo mío con X. fue
un error, un error de borrachera; no volverá a suceder.
Llega
a casa. Se desnuda y se mete a la cama. El sueño no tarda en venirle,
lentamente, mientras piensa en L., en lo mucho que desearía tenerla una vez más
en cama, abrazarla y decirle: amor, necesito un trago por amor a Dios, lo
necesito para dormir cómodamente. Amor, no me jodas. Amor, no me esperes, voy
con tal y tal a beber al bar. Amor, he escrito un poema, empieza así: el
universo termina ay comienza en la raja de tu culo. Amor, anoche conocí a una
chica, es maravillosa. Etc.
Muy bueno!
ResponderEliminarExcelente
ResponderEliminar¡Eso pasa tantas veces! jajaja...
ResponderEliminarAmanecer y..,restregándome los ojos con las manos abiertas o los puños cerrados. Emprender una loca y bella cabalgata sin tiempo si quiera de cerrar las puertas.
ResponderEliminarGozar la pasión que nos aguarda impaciente, latiendo, vibrando...en el bosque de la ensoñación...
En ese bosque, sembrado de besos ardientes, bocas hambrientas, y pelvis juguetonas,
De... sexos traviesos, alborotados y caprichosos y... gozar, gozar ANTES de olvidar que el tiempo se va...
La vida pasa deprisa, muy deprisa, sin a nadie esperar. pasa tan veloz, tan corriendo...que apenas da tiempo verla pasar...
Que CUANDO "la noche" a por ti venga, te encuentre amando, riendo, gozando...
besando, llorando , sufriendo,
PERO sobre todo...
¡Que te encuentre viviendo!
la inmensidad de la cordura,ante el dormir sin premura...
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