Decidí dejar de beber un
miércoles de febrero de 2014, después de haber golpeado a mi mujer hace poco
menos de dos semanas. Había dejado de beber muchas veces antes pero siempre
regresaba, y la verdad, no deseaba dejarlo en serio. Cada semana le prometía a
L. que sería la última borrachera, y lo cumplía (si eso es cumplir), no sé, dos
días o tres; luego volvía a emborracharme. Esta vez deseaba dejarlo en seiro.
Por mi mujer, claro está, y porque no tenía sentido continuar por un camino que
no ofrecía algo nuevo. Ser un borracho es como vivir
dando vueltas en círculo.
Le
conté de mi decisión a P., quien por aquel entonces era mi más fiel compañero
de borracheras. P. no se inquietó. Dijo que si era mi decisión, la respetaría,
pero por amor a Dios no fuera yo a tratar de convertirlo a él. No hay algo peor
que un recién abstemio convencido del mal del alcohol, excepto un recién
cristiano convencido del poder de Jesús Cristo, dijo. Estuve de acuerdo: lo
prometí.
Continué
reuniéndome con P. los sábados en su apartamento y algún lunes o martes (que
eran sus días, eran nuestros días, predilectos para echar
trago en el casino y en el bar de Sanborns respectivamente). Las primeras
semanas no tuve problemas, puede soportar verle beber en mi cara mientras yo me
comía los cacahuetes y me pedía limonadas o naranjadas naturales sin endulzar,
pero luego la cosa comenzó a empeorar y P. me dijo: ¿por qué no pruebas con la
marihuana? Bueno, la situación era la siguiente: mi mujer me había demandado
por abuso físico y sexual (la golpeé fue porque se rehusó a dejarse coger por
culo, o algo así, Dios, les juro que no me enorgullece), debía presentarme con
un abogado, etc. También estaba el divorcio. Por otro lado, dejé de laborar
para S & S porque no pude soportar la depresión cuando L. me abandonó. Por
supuesto, me abandonó. Tenía muchas ganas de abrazar a L., de pedirle perdón y
todo eso, pero nada importa cuando has golpeado a tu mujer, no hay
absolutamente algo que puedas hacer para detener lo inevitable. El primer golpe
enciende la mecha. Luego, todo es cuestión de tiempo: las demandas, el
divorcio, la bancarrota, la soledad, el suicidio, Dios. Uno no puede andar vivo
por ahí después de algo así. Cuando se lo conté a P., dijo: hay mucha gente por
ahí que golpea mujeres todo el tiempo, B., ¿por qué quieres matarte por algo
así?, estuvo mal, muy mal, pero… Joder, L. encontrará a otro hombre que la
cuide y la respeté y tú encontrarás a otra mujer a quien golpear y luego todos
moriremos. Fin. ¿Por qué adelantar lo inevitable? Las palabras de P. no me
reconfortaban. La situación era grave. Por ese motivo no consideré a la
marihuana como algo serio. No quería sumar a mis
pecados el de la drogadicción.
Luego,
un miércoles, me reuní con P. en un bar de Medellín. Era el bar de los
miércoles. P. era un experto en estos temas y fue él quien estableció nuestro
sistema. Los lunes eran tardes de casino porque los lunes es muy difícil
encontrar cualquier otro bar abierto desde las once de la mañana hasta cuatro
de la madrugada, y porque la cerveza estaba a veinte pesos. Los martes, a la
una de la tarde, el bar de Sanborns, que ponía dos por uno en cerveza hasta las
cinco, y luego, dos por uno o tres por dos en bebidas nacionales. Pero hoy era
miércoles y el Mitote abría sus puertas a las dos de la tarde y podías estarte
ahí hasta las nueve bebiendo cervecitas a quince pesos, lo que ponía de buen
humor a P. porque se negaba a pagar más de veinticinco pesos por cerveza y
porque quince pesos era a lo menos que cualquier bar ponía los miércoles, con
excepción del Azteca´s, un centro nudista en Eje Central que ponía a diez pesos
la cerveza hasta las seis de la tarde, pero al que P. no iba porque había sido
estafado un par de veces en aquel sitio donde, según contaba P., las mujeres se
desnudaban y uno se preguntaba: ¿cómo es posible que hayan dado empleo en esto,
a esto?, y otro sitio en Insurgentes 300, al que P. se negaba a entrar porque
vendían tacos (?). P. ordenó una cubeta de diez cervezas y se reía y pataleaba
de lo contento que le hacía tomarse diez cervezas Tecate por ciento cincuenta
pesos en un bar. P. estaba borracho la mayor parte del tiempo, Dios. Ahora que
yo era abstemio podía notar lo desagradable de ello. Había que soportarlo
hablar descaradamente sobre todos los temas, sobretodo el sexual, que era su
tema predilecto y se autoproclamaba un jodido pervertido sexual, cosa
que pregonaba sin el menor disimulo; no temía confesar las perversiones más
oscuras del hombre frente a mujeres o a madres e hijas, etc. Eructaba
libremente. Se rascaba los dientes. Se tocaba los huevos. Golpeaba la mesa con
el puño cuando se acaloraba al exponer algún punto de vista que le pareciese
determinante. Gritaba a los meseros y si eran meseras las gritaba y las
manoseaba y había que tener cuidado porque en cualquier momento a alguien no
iba a gustarle el modo de ser de P. y nos iba a partir la cara; todo el tiempo
que estaba con él tenía el constante temor de que nos jodieran o nos
asesinaran. Bebía con desesperación y no se contenía ante nada. Se desabotonaba
la camisa. Se salía de los bares sin pagar, o al menos lo intentaba y si lo agarraban
se hacía el imbécil y pagaba y todo pero dejaba por los suelos nuestra
reputación (había lugares, por ejemplo, la cervecería de Monterrey y Campeche,
La Sarria) donde no le recibían. Además de todo ello, P. tenía mujer, santo
Dios, una rubita preciosa que no sé de dónde sacó y que le permitía aquel ritmo
de vida y muchas veces le acompañaba y se emborrachaba con él, sobre todo los
viernes, cuando bebíamos en un bar de la Glorieta de los Insurgentes, por la
calle de Jalapa, donde atendía una amiga poeta de P. que algunas veces se unía
a nuestra borrachera y llevaba chicos y chicas al apartamento de P. y bebíamos
hasta el amanecer, y en el que una ocasión P. casi se bebe un litro de cerveza
lleno de vidrios (rompió la boquilla de la cerveza y comenzó a beber de lo que
quedó de ella; la rubita y el dueño del bar le detuvieron), y los sábados,
cuando buscábamos alguna fiesta para emborracharnos con poetas y escritores (P.
era prosista), y los domingos, cuando, al amanecer en el apartamento de P.
luego de la borrachera del sábado, destapábamos cervezas y comenzábamos el día
así, y terminábamos hasta las once o doce de la noche, ebrios y esperanzados de
que todo recomenzase mañana lunes con mejores soles y mejores vientos. Yo me
estaba divorciando y casi suicidando porque me odiaba mi mujer, por motivos
justificados, pero me preguntaba si no era peor vivir con P. y soportar todo
ello (no quiero ni imaginar el modo en que P. hacía el amor a sus chicas); yo
jamás le di problemas de borracho a L. Jamás la llevé conmigo ni me vio
orinarme en medio de un camellón, a las siete de la tarde (hora en que P. ya
estaba más que borracho), cuando todos regresaban a sus casas después de
laborar, y ser el blanco de gritos y mentadas de madre, insultos y una
corretiza de un padre que llevaba a su hijita de cinco años y miró el pene de
P. porque el mismo P. se lo insinuó, desde Obregón e Insurgentes,
hasta Frontera, donde por fin P. pudo escabullirse, corretiza que le bajó la
borrachera y regresó al bar de la Glorieta, que es de donde había salido
aquella vez. Bueno, quizá ver a P. emborracharse y pensar en él y su maldita
vida y su buena fortuna (trabajaba por mucho menos que yo y tenía dinero
suficiente para emborracharse todos los días y, en contadas ocasiones, darse el
lujo de comprar cocaína u opio y fumarse todo ello) fue lo que me decidió a
probarlo.
P.
continuaba insistiendo en que debía fumar marihuana. Incluso, la había comprado
para mí. La sacó y de la chaqueta y la puso sobre la mesa. Anda, dijo, lía un
cigarrillo con esto (sacó papeles de fumar), ve afuera a amortiguar tu
desdicha. No dije una sola palabra. Cogí aquello y lié un cigarrillo lo mejor
que pude y me salí. Afuera del bar había un edificio abandonado. Me escondí
entre unos escombros, cerca, entre Medellín y el Rincón Cubano, y me puse a
pensar en L. y lo desgraciada que debía de ser, por mí, Dios, y en todo el
dinero que debería gastar en el divorcio, la demanda, la pensión (a Dios
gracias que no tuvimos hijos), y me fumé aquella cosa.
Cuando
regresé a con P. le pregunté de dónde había sacado la marihuana (la verdad me
sentó muy bien). Contestó que la había pedido a un poeta colombiano, amigo
suyo, que se lo pasaba fumando. Bueno, le dije, creo que ya he tenido
suficiente. P. iba por la octava cerveza. Sí, dijo, ahora escucha, hermano,
escucha lo que voy a decirte porque es lo más importante y lo único por lo que
has venido a este mundo y lo único por lo que vale la pena seguir viviendo y no
pegarse un tiro, y es, quizá, lo más cercano al sentido de la vida, aunque la
vida no tiene sentido y no quiero ser sensible ni cursi ni mamarracho, joder,
es sólo lo que todo hombre debe saber para poder surfear la vida, es la tabla
de surfear de la vida, Jesús, es esto, B., escúchalo bien. Eso dijo y se puso
muy serio, casi como si ya no estuviese borracho. Cerró los ojos y recitó: “B.
Acosta, igualmente vacío, igualmente digno de ser amado, igualmente un próximo
Buda”. Luego abrió los ojos y sonrió. ¿Lo tienes?, preguntó. No lo tenía, ¿qué
significaba aquello? Es una oración budista, dijo. Sólo tienes que cambiar el
nombre; yo he utilizado el tuyo. Debes hacerlo con todas las personas que
conozcas, cada mañana. Si no sabes el nombre de alguno no importa, basta con
pensar en la persona. Es algo muy largo, B., no es un cuento chino, puedes
pasar horas enunciando y pensando en todas las personas que has conocido a lo
largo de tu vida, desde de tu infancia, Dios. Yo he pasado muchas horas
pensando en todas las chicas que he conocido y en las prostitutas, las meseras,
las bailarinas del Azteca´s, las golfas del A.M., las lesbianas de la Juárez,
Dios, ellas especialmente necesitan que alguien rece por sus almas, y por las
adolescentes embarazadas, Jesús Cristo. P. continuó enunciando a todas las
mujeres por las que había hecho aquello. Tuve la impresión de que lloraría.
Luego soltó una carcajada y volvió a parecer embriagado y me palmeó el hombro y
dijo: lo leí en un libraco, B., no le des importancia. Pero a mí me pareció
realmente bueno.
Salí a
dar caladas al porro dos o tres veces mientras P. bebía todo lo que podía hasta
antes de las nueve. En algún momento no puede más y le pedí a P. que me llevase
a su apartamento, por amor a Dios. Vivía a media cuadra de ahí, así que hicimos
el recorrido a pie. La cabeza me daba vueltas y no escuchaba muy bien y a veces
tenía la sensación de reír. No sabía si estaba riendo de verdad o sólo era la
sensación y tenía la cara seria. Una vez dentro, entré al cuarto de baño y
vomité. Cuando salí, P. estaba sentado a la mesa con veinticuatro cervezas
Pacífico y dos kilos de limones y uno de cacahuetes enchilados. Hice algunas
compras mientras tanto, dijo. P., dije. ¿Sí?, contestó P. ¿Cuánto tiempo pasé
en el cuarto de baño? No sé, dijo, unos treinta o cuarenta minutos. ¡Vaya!,
exclamé, si me lo preguntasen a mí diría que no más de cinco. No importa, dijo,
es igual, el tiempo no existe, es consecuencia de la memoria humana, del
movimiento y de la razón. Pero no existe. En fin. Vamos, bébete una cerveza,
B., ya deja el cuento del abstemio, no te va bien, nada más vete, das pena, das
asco, ve eso, B., has manchado tu camisa y tu pantalón, Dios, no eres un hombre
decente, eres un maldito mamarracho. Eso era, hasta cierto punto, verdad. P., a
pesar de haber bebido catorce cervezas y estar en la quinceava, lucía como un
hombre serio, sentado y fumando cigarrillos y soportando las tonteras de un
adolescente fumetas.
Luego,
del pasillo, salió E., que era la rubita de P. Se sentó a la mesa y cogió una
cerveza (todo este tiempo estuvo durmiendo en el cuarto de P.; despertó cuando
nos escuchó llegar y pidió a P. que comprase cerveza Pacífico, que es la única
marca que solía beber). Hola, me dijo, ¿cómo te va? A B. le va muy mal,
contestó P. por mí. Yo asentí con la cabeza. E. llevaba una playera de los Sex
Pistols sin nada debajo y un short diminuto. ¿Cómo lo hace P.?, pensé. Cogí una
cerveza, total, ya estaba peor que borracho y mantenerme sobrio no iba a
solucionar mi vida. A la primera bocanada me regresaron los ánimos. E.
preparaba micheladas con bastante limón para P. y para ella. Me ofreció hacer
una para mí. Acepté porque P. dijo que el limón me regresaría la salud. Dios,
pensé, ¿por qué hago caso a P. en todo? Sería más sencillo alejarme de él y
dejar el trago verdaderamente, llevar con entereza mi situación financiera,
sentimental y legal. ¿Por qué te va tan mal, B.?, preguntó E. Bueno…, dije, me
estoy divorciando de L., ¿sabes? E. conocía a L. por lo que yo le había contado
de ella alguna vez. ¡No!, exclamó, ¡no puede ser! Aquella vez le hablé maravillas
de L. Solía hacerlo. Solía contar lo maravillosa que era L. todo el tiempo. Sin
embargo, una vez llegado a casa me reñía por haberme ausentado toda la noche y
por haber bebido; sentía por ella repulsión. Ella sentía por mí repulsión,
claro. Bueno…, dije, verás… Ha pegado a su mujer, interrumpió P. ¡Oh, no!,
exclamó E. Me sentí muy avergonzado. ¿Sabes?, P., le dije, eso no
es algo de lo que siempre deseo hablar, no deberías decir por mí… P.
interrumpió de nuevo: ya, ya, E. es mi mujer, B., E. es de mi completa
confianza, no le guardo nada, así que si no se lo cuentas tú, de cualquier modo
se lo contaré yo cuando estemos recostado, así que no ocultes algo ante E., B.,
porque si lo haces deberás ocultármelo a mí primero y yo soy tu mejor amigo,
B., y los mejores amigos… E. lo interrumpió: no seas así con B., P., si no
quiere contarlo es porque le duele, ¿cómo puedes ser tan insensible? Dios, E.,
contestó P., ¿cómo va a doler a B. haber pegado a su mujer?, los golpes no
duelen a quien lo propina, sino a… Basta, P., le detuve, es verdad lo que dice
E., me duele porque estoy arrepentido, Dios, ¿es que tienes cinco años y no lo
comprendes? P. alzó los hombros y se fue a la cocina. E. se puso a mi lado y me
consoló sobándome la cabeza y diciendo: B., no te lo tomes tan a pecho, esas
cosas pueden pasar, pero debes comenzar por perdonarte y buscarte otra novia y
no ser tan patán como lo fuiste con L. Eso es todo, ¿sí? Había demasiada
simpleza en los razonamientos de E. No lo sé, E., no lo sé. P. regresó con una
balde lleno de cacahuetes enchilados.
Fue
una de las mejores noches de mi vida, lo juro. Bebimos toda la madrugada y
escuchamos canciones de todos los géneros y cantamos y bailamos y reímos y
contamos chistes y fraternizamos. Además, pude por vez primera desde aquel día,
olvidar lo sucedido con L. Casi como si no hubiese pasado o como si Dios me
hubiese perdonado sinceramente y hubiese quitado de mi alma el peso de mi
pecado. Me sentí liberado. Esto es por lo que bebe P. y E. y todos, pensé.
Cuando
la luz del sol entró por las ventanas E. y P. se despidieron. Habíamos hecho
esto muchas noches (con P. y E. o la que estuviese en turno). P. iría a la
habitación con su mujer. Yo desplegaría el sofá y dormiría en la estancia.
Al
atardecer desperté. No había ruido. P. y E. debían continuar dormidos. Me
levanté y me senté el sofá. Había sido una buena noche, sí. Bueno, ¿y ahora? P.
y E. no podían estar conmigo toda la vida ni yo podía estar borracho toda la
vida. Algo habría que hacer. Pensé en telefonear a L. pero hace casi semana y
media que dejó de coger las llamadas. Se limitaba a llamar ella y sólo para
mantenerme al tanto del divorcio. Fui al sanitario a orinar. Cuando salí vi a
E. en la estancia. Escombraba la mesa. Le ayudé. Gracias, dijo y me sonrió. ¿Y
P.?, pregunté. Roncando, jua, contestó E. Pero fue mentira. Acto seguido, le vi
venir por el pasillo. Entró al sanitario. Le escuchamos orinar. Salió y fue a
la cocina. Cogió una cerveza del refrigerador y nos dijo: ¿qué tal anoche, eh?,
nadie pensó que P. tuviese tanto ritmo, ¿no? E. le abrazó y le besó y dijo que
era genial. Yo no dije algo. Deseaba quedarme en casa de P. para siempre. ¿P.?,
le dije, ¿puedo coger una cerveza yo también? P. me palmeó y me dijo: claro,
tonto, puedes coger todas las cervezas que quieras, todos los cacahuetes que
quieras y todo lo que quieras, Dios, es tu casa. Le agradecí y cogí una
cerveza. Cuando estuve en el refrigerador pregunté a E. si quería una también.
Claro, tonto, quiero una cerveza con limón y cacahuetes y un
cigarrillo. ¡Y un cigarrillo!, exclamó P. ¡Pero si tú no fumas! ¡Y qué!, gritó
E. riendo a carcajadas, como si hubiese contado el chiste más gracioso de su
vida y P. también río. Los miré una fracción de segundos y también reí. Se
abrazaron. Bueno, me acerqué a ellos y los abracé y realmente deseé ser su
hermano o algo, quedarme con ellos para siempre, que esto durara para siempre y
no tuviese que saber de L. del modo en que ahora debía saber de L. Todo lo que
L. significaba en mi vida ahora me jodía, me jodía mucho, Dios, era verdad y no
podría hacer nada para remediarlo excepto quedarme aquí, en el apartamento de
P., con P. y con su novia E.
Fuimos
todos al comedor y nos instalamos en sendas sillas, justo como anoche, como
hace doce o trece horas (ahora era de noche otra vez porque dormimos durante
todo el día) a beber. Lo primero que hacíamos siempre, y que hicimos aquella
tarde, fue contar la cerveza que había disponible en el refrigerador y hacer
cálculos de todo lo que beberíamos el resto de la noche y juntar el dinero de
todo ello contando los cacahuetes y limones y cigarrillos y todo lo que
necesitaríamos para estar ahí y no salir dos veces, porque no queríamos salir
dos veces a la fía y dura noche. Una vez hecho el cálculo y juntado
el dinero, del que P. y yo solíamos poner la mitad cada uno, fuimos a comprar
diez litros de cerveza y doce cervezas Pacífico de a tercio y tres cajas de
Delicados y un kilo y medio de limón y dos de cacahuetes enchilados. Mientras
tanto, E. escombraba la mesa y la estancia y alimentaba a los gatos.
Una
vez las compras hechas, metimos las cervezas al refrigerador (no había otra
cosa) y colocamos los limones y los cacahuetes y cigarrillos en sobre la mesa.
E. Había dejado todo listo, incluso había lavado nuestros vasos de la noche
pasada y los había escarchado y preparado con los limones que sobraron. Cuando
todo estuvo listo, E. encendió el estéreo y P. echó llave a la puerta del
apartamento y nos metimos una vez más a nuestro mundo, del que no queríamos
salir nunca más. Y reímos y cantamos y bailamos y contamos chistes y nos
emborrachamos mientras todos allá fuera tenían trabajos y divorcios e hijos y
abogados y pensiones y desempleo y jaquecas y pendientes para mañana y negocios
y dineros en el banco y televisiones y zapatos nuevos y coches y computadoras y
cremas para afeitar y deudas y perritos y esposas y dioses a los que rezar y
seguros médicos y rompimientos con sus parejas y miedos y angustia y prisa por
hacer todo ello.
No
quería salir allá afuera, Dios, no, no, no.