Oscar confesó en una reunión que le gustaba
Lu. Yo no era muy amigo de Oscar, le conocía de oídas porque había escrito un
cuento sobre un niño que quedó atrapado en el tiempo tras haber sido
atropellado por un trolebús, o algo así, y se había vuelto famoso en el círculo
gracias al encanto con que plasmó la ingenuidad de la muerte de un niño de
cinco años. Me leí el cuento a medias. No pude terminar porque soy un lector
pesimista. Si la lectura es positiva o cursi, cierro el libraco y me meto al
primer bar que encuentro con tal de sacarme del seso tanta sensiblería. El caso
es que, aquella vez, delante de Arcila, el poeta colombiano, y de Dómine, el
peor poeta mexicano (al que hay que leer), confesó este tal Oscar que le
gustaba Lu. Era la primera vez que le miraba la cara a Oscar. Le había invitado
Raquel, amiga de Lu, y de quien yo era ex amante, o lo que se pueda decir de
una mujer con la que me acosté durante tres meses de mi vida, y a la que dejé
de frecuentar porque no soportaba el ritmo de mis borracheras.
Lu era
una poetisa de veinte años de la que yo sabía que gustaba de la poesía cursi y
afeminada, estilo Neruda y sandeces de ese tipo. No era fea, lo que tampoco
significa que fuese guapa, aunque su belleza era apenas suficiente para
acostarse con ella sin sentir remordimiento, o para lamer su vagina (incluso,
quizá su ano), sin demasiada afectación. Su cuerpo, casi andrógino, no valdría
de nada de no ser por cierto infantilismo en los rasgos de su cara, y de unos
ojos negrísimos sobre una cara pálida, a los que hacían juego unos cabellos
igualmente negros y lacios, caídos hasta poco por debajo de los hombros. El
conjunto daba como resultado una mujer sencilla, casi bonita y hasta de
apariencia ingenua, que uno podía cepillarse hasta cansarse de tan poca carne
sin sentir por ello que perdió el tiempo.
A Lu la
había mirado más de un par de ocasiones, pongamos seis o siete ocasiones, en
recitales de poesía, a los que era llevado casi a fuerza por Dómine, en Foro
Hilvana, en Casa del poeta, en Casa Refugio, en la Rosario Castellanos, etc. En
todas aquellas ocasiones no había entablado con la poetisa conversación más
allá de algún saludo, e intercambiado alguna sonrisa, sin insinuarme, pero
mirándola lo suficiente para engendrar en ella la duda de mis intensiones,
dejando así la puerta abierta en caso de necesitar entrar en ella más adelante,
porque, como ya dije, no era del todo fea y en casos de urgencia podía ser de
gran utilidad para no caer en sequía sexual. Cosas así pensaba de las chicas,
de las que sólo me interesaba su sexo.
Me
acerqué a Raquel. Le interrogué todo al respecto de Oscar. Según me dijo, Oscar
era amigo suyo desde hace poco, no sé, cuatro o cinco meses. Le conoció en casa
de Olvera, un prosista mexicano que tenía relaciones con Lu gracias a un
compendio de poesía que él mismo editó, donde incluyó tres poemitas de la poetisa.
No sabe bien cómo llegaron a eso, a la inclusión de los poemas de Lu en el
poemario de Olvera, ni cómo Olvera, siendo prosista, editaba versos. En fin. De
Lu, de quien le interrogué después, me dijo que estaba recién mudada en la
Roma, en la calle de Zacatecas, que era a una cuadra de mi casa, y me
entusiasmé. Le pregunté si sabía algo de sus relaciones amorosas o sexuales.
Según Raquel, Lu no salía con alguien ni se acostaba con alguien, pero eso es
sólo lo que ella sabía. Esas cosas nunca se saben del todo, dijo. Ya, dije, y
me alejé de Raquel, de la que sólo deseaba mirarle las tetas mientras la
hablaba y sacarle la información sobre Lu.
Dos días
después me paseé por la calle de Zacatecas, más o menos a la altura donde me
dijo Raquel que se había mudado Lu, con la esperanza de encontrarla por una
supuesta casualidad. Me instalaba en diversas jardineras a fumar cigarrillos y
mirar la calle por ambos sentidos en busca de mi presa. Lu me interesaba
sobremanera desde que Oscar se interesó por ella. No estaba contento con la
admiración que le brindaba el grupo por su cuento, así que me había hecho el
propósito de acostarme con Lu, para joderle, para que viera que mi antigüedad
en el grupo valía por mucho más, y que un macho nuevo no vendría a follarse a
nuestras mujeres mientras yo, el macho más viejo de la manada estuviese en
condiciones de joder. Todo esto eran instintos muy bajos y deseos muy pobres de
alma, poco sutiles, rastreros, incluso bestiales, inmaduros,
pero… qué más me daba, ahora tenía un pretexto, un motor para llevar
a Lu a la cama y eso era por mucho más de lo que podría haber hecho por mí
mismo, es decir, agradecía a Oscar que encendiera en mí la llama porque gracias
a él iba a acostarme con Lu, a la que nunca había descartado del todo y si no
me había aventurado con ella era porque no había encontrado aliciente. ¿Qué
importa si mi móvil es la envidia?, me decía. A fin de cuentas es un mundo de
hombres y hay que vivir.
Bueno,
aquel día y el siguiente, y varios días después, no encontré a Lu. Me paseaba
por Zacatecas a diferentes horas, pero no lograba dar con ella. Llegué a pensar
que Raquel me había tomado el pelo, o había hablado más de lo que sabía
realmente, o se había equivocado de calle, Dios, joder, no sé. Pero un día en
que pasaba por Zacatecas, sin proponerme ya encontrar a Lu, y casi con los
ánimos por el suelo, ya sin deseo de acostarme con esa, que ni me gusta del
todo, pensaba, miré a lo lejos la silueta de Oscar. Iba con una chica. Sí, con
Lu. Los miré entrar por la puerta de un edificio. Zacatecas 216. Sentí el
corazón írseme a la garganta y me maldije por no haber sido tan insistente en
mi cacería. Ahora estaba seguro que no había para mí más motivo de vida que
cepillarme a Lu, arrancarla de las garras de Oscar, a ver si le salía un cuento
más viril después de haber sido traicionado y se dejaba de escribir cuentitos
infantiles para señoronas de café, el muy mamón.
Me fui a
casa y escribí poemitas cursis al azar. Versos pegajosos. Hice una mezcla de
los mejores que salieron y les di cierta forma, sin métrica ni
estructura, y de tal modo que sonaran a lo Benedetti. Luego, pasé a un papel
más fino, a una cartulina que encontré por ahí, con mejor caligrafía, y me fui
al 216 de Zacatecas a echarlos por debajo de la puerta del apartamento de la
planta baja, que es donde, según yo, se metieron Oscar y Lu. Hice esto durante
tres días seguidos. Al cuarto, me pase toda la tarde y parte de la noche en
espera de mi víctima. Esta vez no desistí hasta verla llegar, a las nueve de la
noche. Venía sola. Me escondí en la esquina detrás de una jardinera. Cuando Lu
estuvo delante de la puerta del edificio, abriendo con la llave, le recité en
voz alta uno de los versos. Dio un brinquito y volteó. No me miró. Recité otro
verso. Sonrió. Los versos los había firmado anónimamente. Buscaba de dónde
venía la voz, pero yo me movía a cada verso, detrás de la jardinera de los
coches estacionados, hasta que me encontró. Sonriendo, dijo: ¡fuiste tú! Ya,
dije, así es. ¿Por qué lo has hecho? Bueno… aquí hice acopio de toda mi
verborrea amorosa y me confesé. Lu no quedó muy convencida. Dijo que hace mucho
la conocía y no se lo había dicho. Me declaré tímido, indeciso. No importa lo
que digas a una mujer, si le hablas de amor, si les dices que son bonitas, que
sus ojos te hipnotizan, etc., no importa si lo que dices tiene o no lógica, lo
único que escuchan los oídos embalsados de una chica sensible es música, música
y miel para sus oídos. Me dio cita para cenar al día siguiente.
Dejemos
las cosas claras. No invitaría a Lu a cenar, por dos razones: la primera, que
yo no acostumbraba desayunar ni cenar, hacía una comida al día, si Dios se
apiadaba de mí, y la segunda, porque no iba a malgastar mi tiempo y mi poco
dinero en comida; la llevaría, en todo caso, a un bar, donde, al menos, si no
tenía la cortesía de pagar lo que se tragaba, podría emborracharse y, si mi
lengua era locuaz, pagarme poco después en su habitación o la mía con la moneda
con que más me gustaba cobrarme los favores a las chicas. Así, fuimos la noche
siguiente a Tres Gallos, donde le volví a confesar mi gusto por ella,
justificando mi poca actividad en meses por una timidez desmesurada y un
nerviosismo supuestamente causado en mi alama por la belleza de sus ojos, de su
rostro, de su cuerpo, de su poesía, la que según yo me había leído toda (a Dios
gracias no hizo preguntas al respecto).
No fue
difícil. Realmente, casi nunca lo es. Es increíble, y tomen nota los tímidos,
porque a veces sorprende la facilidad con que las chicas abren los muslos a uno
que llega y les dice: me gustas. Hace falta valor, pero una vez rota la primera
barrera, lo demás es cauce de río encaminado al mar. Da el primer paso y los
pasos subsecuentes resbalarán hacia ti, casi sin esfuerzo. Lo que importa es
declararse. Si en esta primera declaración no se muestra la hembra dispuesta,
proclive, esperanzada, si no da la mínima señal de sexo, entonces aléjate y
busca otra, porque no vale la pena desgastarse por una presa que no quiere ser
cazada. En el amor, las presas son quienes eligen a los cazadores. Follamos en
la habitación de Lu. Tenía un sexo deliciosos y una chupada exquisita, cosas
que, tomen nota, Dios, no se hubiesen esperado de una chica cursi y casi
infantil. Sin embargo, no se debe juzgar el sexo de una mujer por su apariencia
o sus creencias. Las más mojigatas terminan dejándose follar por el culo, y las
de apariencia más libertina, se niegan so pretexto de dolores y de morales casi
inverosímiles en pleno siglo XXI. Lu estaba a la altura de la puta más
experimentada. Había pasión en sus gemidos y exasperación en sus deseos.
Ahora
bien, en llegando a este punto, comienza lo que deseo contar, que no es todo lo
anterior, sino lo que sigue: mantuve relaciones sexuales con Lu a lo largo de
dos o tres meses. En ese periodo me olvidé de Oscar, porque una vez con Lu
encima o debajo, ¿qué iba a importarme Oscar o cualquier otro? No me preguntaba
si Lu me era fiel o no, ni me importaba. Lo mismo la hubiese jodido sabiendo
que antes de mí, no sé, dos minutos antes de mí, la habían follado otros,
quienes sean, y no me detenía de meter mi dedo a su ano y lastimarla e instarla
a que se dejase joder por culo, aunque ella dijese: no estoy lista aún. A mí
qué me importaba. Pero, siempre hay un pero en el orgullo de
un hombre, un día cualquiera, en que pasaba por Zacatecas y venía caliente,
recordé la morada de mi querida y me dije: hagámosle una vista sorpresa, total.
No pensé que ella, la pequeña Lu, escritora de versos como mariposas, pudiese,
además de mí, tener otro amante. Mi orgullo de macho me nublaba el seso y me
hacía creer, a razón de no sé qué cojones, que yo era el único, ¡el único! A
pesar de mis pensamientos desinteresados, de mi supuesta carencia de celos, no
me creía en el fondo que mi parejita cursilona pudiese ser más hija de puta que
yo o que Arcila, al que descubrí aquella vez salir de casa de Lu. Corrí tras él
y le di alcance. Le dije: ¡hermano, qué haces aquí! Riendo, satisfecho, se tocó
los cojones y dijo: ¡me cepillo a Lu una vez por semana, hermano, tiene un sexo
de puta madre! Dios, la cara se me cayó de vergüenza, aunque, por no mentir,
recuperé el semblante y me reí como un loco y le dije: ¡yo también! Entonces
fue Arcila quien se desvaneció por un instante, y no creyéndome, me interrogó.
Le conté del lunar de Lu que tenía a un costado del perineo, y de su ano, que
es pequeño, apenas le entra el meñique, dije, antes que sufra, y de su modo de
gemir y de gozar. Arcila no se lo creía, pero tuvo que creerlo porque todas las
señas que le di coincidían con sus experiencias. Tenemos que hablar, me dijo.
Fuimos
directo a Tres Gallos. Hablamos sobre el asunto. Antes que nada nos perdonamos
mutuamente, por lo que, de algún modo, podía pasar por traición. La cuestión no
era entre nosotros. Llegamos a soportar que uno y otro se acostase con Lu, pero
pactamos que no permitiríamos que nadie más lo hiciera. Arcila tenía sospechas
de que había alguien más porque, en una ocasión en que le hizo visita, fue al
sanitario tras haberse cogido a Lu y en el bote de basura encontró la envoltura
deshecha de unos condones Sico. Dios, dije, no, no he sido yo, yo uso
Simocondones y… Arcila me interrumpió con una carcajada, tras la cual confesó:
¡yo también! Así, supimos que no éramos los únicos amantes de la mujercita. El
primer sospechoso era, claro está, Oscar, del que no habíamos tenido noticias
desde la vez de la reunión, y de la vez que yo mismo le miré entrar al
apartamento de Lu. Nos dijimos que nos tenía sin cuidado, pero en el fondo,
ambos sabíamos que nos partíamos las cabezas pensando en quién podría ser el
mamarracho, o mamarrachos que además de nosotros, y probablemente de Oscar, se
acostaran con nuestro recién descubrimiento mujeril. Dejamos el asunto por la
paz y nos pusimos a beber. En la borrachera, Arcila dijo: Anda, Petrozza, vamos
a con Lu, vamos a cogerla entrambos, ¡total! Estuve de acuerdo y fuimos.
Afortunadamente para ella y para nosotros, no la encontramos. De haberlo hecho,
la cosa para Arcila y para mí habría terminado porque Lu sabría entonces que
conocíamos el grado de su promiscuidad y eso es algo que ni las mujeres
promiscuas pueden soportar. En fin.
Una tarde
en que nos reunimos en Tres Gallos con Dómine, éste nos dijo que había pensado
mucho en Lu últimamente, que había chateado con ella y que vislumbraba cierta
veta de erotismo en su personalidad, casi como si fuese una puta a discreción o
algo. Arcila y yo reímos y le sacamos la idea de la cabeza diciendo: no me
jodas, Dómine, Lu es una mojigata de primera, no vale la pena hacer el intento,
te vas a quemar con ella. Y cuando decía: amigos, he de confesar que me siento
extrañamente atraído por Lu, nosotros le tumbábamos la idea con comentarios
despectivos sobre el físico y la belleza de la chica. Arcila dijo: un palo
tiene de escoba tiene más carne. Yo dije: preferiría joder a un hombre guapo,
antes a que a una mujer fea. Dómine apaciguó su ímpetu. Bebimos. Luego, pasados
treinta minutos o así, dijo: no sé, desde que Oscar mencionó que le gustaba, no
he podido dejar de pensar en ella. No creo que sea fea realmente, ¿saben?, si
la miras bien, es bonita. Arcila se levantó del asiento y tomó a Dómine por los
hombros. Acercando su cara a la de él, gritó: ¡no te vas a acostar con Lu, es
nuestra! Quité de encima a Arcila y le dije: calma, ¿de qué carajos hablas?
Arcila se calmó. Nada, dijo, olvida eso, Dómine. Yo dije: creo que debemos
confesarnos con Dómine, es nuestro amigo, y además, ya me estoy hartando de esa
putilla. Dómine nos miró asombrado. Arcila dijo: bueno, entonces que te
sustituya, pero no pienso meter mi verga a donde la metan ustedes dos.
Se lo
confesamos todo a Dómine, y cuando estuvo enterado, dijo: Dios, pero si Lu me
ha dicho en chat que es novia de Olvera. ¿De Olvera?, exclamé. Sí, dijo, ¿tú
por qué crees que le publicó sus poemitas? Arcila se carcajeó. Dijo: me rindo,
¡esa mujer no es de nadie! Vamos Dómine, le dije, yo mismo te llevaré a casa de
Lu y te mostraré su apartamento. No tienes más que decirle: me gustas, y te
abrirá su sexo.
Bien
ResponderEliminarMuy bueno
ResponderEliminarMuy mediocre... ¡y tremendamente misógino!
ResponderEliminarcielos pobre Lu... no tiene claro que los halagos son el arma más peligrosa del mundo
ResponderEliminarMuy realista. Me encabronó... me fascinó.
ResponderEliminarMe rei mucho! Es demasiado bueno maestro!
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