A partir del día
en que el poeta Salamanca Arce ganó el XI PREMIO DE POESÍA JULIO CASTELLANOS,
se desató entre nosotros una relación extraña, además de la ya establecida
relación de supuesta amistad que teníamos. En adelante, tanto él como yo
tratábamos, por todos los medios posibles, de mantenernos al tanto de la vida
uno del otro, en especial, en lo tocante a dos aspectos, a saber, en primera
instancia, el de los logros literarios del otro, y en segunda, casi menos
importante, aunque, primitivamente más importante, el de la vida sexual del otro:
¿con qué mujeres se acuesta Salamanca?, ¿con qué mujeres se acuesta Salmoneo?
Tanto los avances literarios, como las mujeres que pudiésemos ligar, siendo
ambos del mismo grupo de poetas mexicanos, significaban para el adversario una
derrota personal. Cualquier premio que yo ganase, sería un robo a Salamanca,
pues seguramente él participaría del mismo, y cualquier mujer con que yo me
acostase me habría preferido a mí que a él, porque tanto él como yo
cortejábamos a las mismas mujeres de nuestro círculo social.
Por
mi parte, era un adversario bastante inepto: no participaba en concursos
literarios, ni publicaba, ni ganaba becas porque no era de mi interés
particular el hacerme camino profesionalmente; no creía que un
poeta pudiera ser un profesional, o mejor dicho, que pudiese no serlo,
que existiese entre dos poetas la diferencia de la profesionalidad,
como la existe entre cualquier otro negocio, verbigracia el tenis, donde un
puede ser aficionado o profesional. Para mí, ser poeta era, básicamente, pero
un básicamente que no requiere más, escribir poesía y estar comprometido con
ello de manera personal, más que social. Si mis poemas sobrevivían a mí o no,
me importaba poco, no buscaba la supuesta inmortalidad que nos trae la
impresión de libros nuestros, la construcción de estatuas con las caras de
nosotros, la aprobación gubernamental para aparecer citados en libros de texto
de enseñanza pública primaria y secundaria, el sitio asegurado en el panteón de
los poetas consagrados.
En
lo referente a las mujeres, no solía interesarme en ellas como lo hacían
Salamanca o Martin Petrozza: casi con atropello se lanzaban sobre una mujer que
les gustase, y más aun si sabían del otro que le gustaba, en competencia
perpetua por acostarse con el mayor número de mujeres y con las más bonitas, y
en robar al prójimo la mujer sobre la que había puesto el ojo. Como solía decir
Petrozza: en la guerra del sexo no aplica el refrán: más vale calidad
que cantidad, en la guerra del sexo todo vale, cantidad y calidad, y
si se puede ambas, mejor, y si no, no importa, lo importante es beber y follar
la mayor parte del tiempo. Salamanca, menos cínico, aunque no menos ducho, se
las ingeniaba para dar pelea a Petrozza, quien, más que pelear contra Salamanca
o cualquier otro, peleaba contra sí mismo, pues mientras Salamanca actuaba bajo
la filosofía de no acostarse con alguien que se hubiese acostado con Petrozza,
Petrozza no hacía diferencia y se acostaba con cuanta mujer podía, y si había
pasado por Salamanca, u otro del grupo, decía: mejor, pa´ que compare.
En este sentido, Petrozza no se tomaba en serio la guerra contra alguien, caso
análogo, él no guerreaba contra Salamanca en el sexo como yo no guerreaba
contra él en la poesía. Era Salamanca un competidor paranóico.
En
la literatura, no digamos la poesía, porque Petrozza no es poeta sino prosista,
Petrozza no guerreaba contra alguno, no hacía alarde y aunque ávido de fama y
de estatuas con su cara, etc., era, en el fondo, afín a mis ideas de lucha
interna, lucha contra uno mismo. Creía firmemente, como hacía yo, en la
importancia de la soledad en lo tocante a las letras. Cuando Salamanca, o
cualquiera, venía a él a presumir algún texto nuevo, él los aplaudía por
cortesía, pero no pensaba nada, ni malo ni bueno, y si alguno le pedía a él que
leyese algo de su autoría, se negaba porque no consideraba haber escrito algo
digno de ser leído ante un público tan selecto. Broma, por
supuesto, para mostrar su falsa modestia. No solía contar sus logros
literarios, aunque los había, bastantes, a decir verdad, o al menos, más de los
que uno podría esperar de un hombre como Petrozza, es decir, de un borracho
pendenciero, desobligado y con la cabeza entre las piernas, que no hace otra
cosa, de lo que él mismo se jacta, que beber, follar, leer y escribir. Ninguno
le habíamos visto jamás escribir. Sin embargo, podías entrar a las librerías de
más prestigio y comprar, por cantidades no risibles, alguno de sus libros
publicados. Ante ellos, solía preguntarme: ¿cómo lo hizo?, éste borracho
cabrón.
Mi
interés por las mujeres era casi nulo, con excepción de una, no particular.
Quiero decir: mis capacidades amatorias daban tan sólo para amar a una mujer
por vez, y debía amarla apasionadamente, al grado de entregárselo todo, y
tanto, que mis intenciones no eran nunca meramente sexuales, sino amorosas,
motivo por el cual, la mayor parte de mi vida la vivía con el corazón hecho
pedazos, o palpitante y sangrante por un amor incierto, con la esperanza de
aprobación, con miedo a no ser correspondido, o correspondido ya, temeroso de
que el amor de mi musa no fuese tan sólido como el mío, pues mi corazón se
entregaba, no incondicionalmente; exigía a cambio ser pagado con la misma
intensidad. Siendo así, Salamanca había ganado no sólo el XI PREMIO DE POESÍA
JULIO CASTELLANOS, sino también, a Julia, mujer de la que yo me enamoré y por
la que lloraba al caer la luna, en mis habitaciones, solo, siempre solo, sin
ser amado nunca por el objeto de mis amores. Para Salamanca Arce, Julia no
significaba otra cosa que sexo y orgullo. El orgullo de haber arrebatádome las
dos ilusiones de mi vida a los veintiséis años: la ilusión de mi primera
participación en un concurso literario, y la no primera, aunque no por ello
menos dolorosa (todo amor es un amor primero), ilusión de Julia.
Quizá
por Julia, y no por la poesía, fue que comencé a interesarme malsanamente en la
vida del poeta Salamanca Arce, rival forzado de mi vida, amenaza natural,
tornado que se avecina sin fines destructivos, aunque su naturaleza sea para el
hombre la de destruir. Por medio de fallos, gacetas y blogs, me enteraba de sus
avances en las letras: publicaciones en revistas, entrevistas al ganador,
menciones honoríficas, la presentación de la publicación de un poemario suyo,
intitulado A Julia, etc. Por medio de ciertas amistades, entre
ellas la amistad de Petrozza, claro está, me enteraba que Julia le amaba, o que
ya no le amaba, o que le habían visto con otro, o que había recapacitado y su
relación con Salamanca era más sólida ahora que le había sido infiel dos veces,
etc. Yo ya no hablaba con Julia a la cara porque, aunque mi amor por ella
seguía fresco, o quizá, precisamente por ello, la odiaba. Odiar a Julia
consistía, primordialmente, en no mirarla de frente, pero hablar de ella,
llorar por ella en cada bar, mantenerme al tanto de sus pasos. Sobre todo, de
los pasos de Salamanca, que, ya es tiempo de confesarlo, me interesaban porque
estaba seguro que un día, no muy lejano, Salamanca caería en tentación,
cometería la infidelidad, infidelidad de la que yo me había propuesto tener
pruebas, y Julia le abandonaría.
Salamanca
debía estar al tanto de los rumores de mi venganza, cosa falsa, como ya dije:
no me interesaba competir con él en poesía, no en mujeres; lo único que deseaba
era recuperar a la Julia que nunca tuve, pero amé siempre, desde antes siquiera
que Salamanca posase la mirada en ella por primera vez. Los rumores, rumores
siendo, debían advertir al poeta de falsas alarmas: Salmoneo piensa participar
en el V CERTAMEN DE POESÍA JUVENIL, o: Salmoneo está por publicar un libro en
la misma editorial que tú, o: Salmoneo se verá con Julia la semana entrante en
casa de Petrozza, a donde la ha invitado el escritor so pretexto de una fiesta
de amigos (Julia y Petrozza eran grandes amigos; fueron amantes en 2013).
Salamanca temía por que conocía la oscuridad de su alma. Sus ansias de ganar,
de competir y ganar, le envilecían al grado de no descansar en paz tras haber
ganado, tras haber conquistado victorias a costa de otro, de arrebatar, de
apuntar sus miras a las miras del otro, en vez de tener miras propias,
sinceras. A Salamanca no le importaba ganar el XI PREMIO DE POESÍA JULIO
CASTELLANOS, sino ganarme a mí y a dos poetas más del mismo círculo que
participamos. Si Arcila o Loera hubiesen ganado, en vez de Salamanca, o yo
mismo hubiese ganado, la contentura de los otros no se hubiese menguado; la
alegría sería compartida, palmearíamos la espalda del ganador y brindaríamos
con él, y él palmearía nuestras espaldas y brindaría con nosotros, en vez de
jactarse y alejarse, colocándose, según su perspectiva, en superioridad
respecto a los perdedores. Salamanca no amaba a Julia. Amaba, antes que a ella,
al orgullo de poseer a la mujer de la que todos saben que Salmoneo está
enamorado pero no le corresponde, y asentar así, de una buena vez, su
masculinidad de poeta viril, ganador del XI PREMIO DE POESÍA JULIO CASTELLANOS
y novio de Julia, la inalcanzable.
El
último enuncia alude a una parte de Julia que no he mencionado, pero la
descubre ya: Julia era una mujer inalcanzable. No era yo el único detrás de su
amor o de su sexo (la mayoría detrás de su sexo, aunque no niego la posibilidad
de que otro, como yo, le amase sinceramente). Era bella, decirlo sobra: uno no
se enamora de una mujer fea, jamás, aunque la belleza pueda manifestarte tanto
en lo físico como en lo intelectual; Julia era bella
física e intelectualmente; era poetiza y ella misma había participado en
el XI PREMIO DE POESÍA JULIO CASTELLANOS, sin enojarse al perder, y, siendo
mujer, en vez de ello, entregándose al ganador, que es lo mejor que puede hacer
una mujer en competencia contra un hombre.
A
julia se le conocían dos hombres en su pasado: uno, Esteban Villalpando, poeta
del estado de Michoacán, que fue novio suyo de los veintidós a los veinticinco
años de Julia (ahora tenía veintisiete), y a Martin Petrozza, con quien sostuvo
amoríos no comprometidos, y por los cuales lloraba, de los meses de febrero a
octubre de 2013. Tras su última relación, es decir, su relación sentimental
unilateralmente, y sexual bilateralmente, Julia prometió no volver a amar a
alguno que fuese escritor. De por sí, mujer no promiscua, la promesa que
Petrozza le propició nos dejó a todos fuera de su alcance. A pesar de ello, yo,
y seguramente algunos otros, no dejé de insistir en conquistarla, sin éxito,
sin el mínimo éxito, pues Julia me consideraba tímido y seco, o tímido y tonto.
Julia no era una mujer seductora, ni una mujer con iniciativa, y, pensaba yo,
por ello cayó en garras de Petrozza, pues es pasiva; una mujer a la espera del
cazador, que debe cumplir con las características de un cazador para que ella
se deje cazar. De Villalpando no puedo hablar porque no le conocí
personalmente, pero se dice que era un hombre beligerante, un cerdo engreído y
presto a discutir, competir y vencer.
El
anunciamiento de sus relaciones con Salamanca nos dejó estupefactos, aunque
podía esperarse de una mujer como la antes descrita, darse a Salamanca, que
era, de cierto modo, la combinación de un Petrozza cínico y aventado, y un
Villalpando competitivo y ganador, que además de ello, era bueno prometiendo
amor, según contaban sus ex mujeres (aunque no cumpliéndolo). La belleza de una
mujer no es directamente proporcional con su capacidad de elegir al hombre correcto.
La belleza no es un escudo a los traumas de la infancia. Una mujer bonita pude
carecer de estima tanto o más que una mujer fea, y terminar ligada a un hijo de
puta, del que se dirá: ¿cómo haces para salir con mujeres bellas, siendo tú tan
feo? La respuesta es sencilla: oliendo la estima de las mujeres, y
seleccionado, de entre las más bellas, la de menor estima.
Cuando
me enteré que Julia se hacía novia de Salamanca, la injurié. Luego, pasado el
mal rato, volví a amarla incondicionalmente y se lo dije, se lo escribí en
misiva que le hice llegar por medio de Martin Petrozza, quien se ofreció a
ello, y dijo que además de entregar el mensaje, haría uso de sus facultades
para hacer creer a Julia que yo valía algo, y, quizá, volcar su atención, si no toda,
lo suficiente, hacia mí, para que me tomase en consideración a la hora de
desear el sexo o el amor. Hice prometer a Petrozza que no diría una sola
palabra a Julia respecto a mí, debía limitarse a entregar la carta. Le conocía
y estaba seguro que más que ayudar, acabaría creando en Julia la impresión de
mi que no quería dar: la de ser uno igual a Petrozza y a todos.
Julia
no respondió algo a mi carta, excepto las siguientes palabras, que me hirieron,
dichas a Petrozza cuando le hizo entrega, y que Petrozza repitió para mí en son
de burla: ¿quién es Salmoneo? Petrozza, al ver mi depresión, ya en
serio, me consoló asegurando que acto seguido, dijo: ¡Ah, sí, sí, cómo
olvidarlo! Sin embargo, no le creí. ¿Cómo olvidar algo que has
olvidado?
Mi
consuela radicaba en mantenerme al tanto de la vida de Salamanca, de sus logros
literarios, no para envidiar, sino deseándole fortuna, y de su vida amorosa,
para velar a la distancia por mi amada Julia, hacerme a la idea que mi musa
estaba en buenas manos, en manos de un poeta exitoso, algo mejor que yo, para
renunciar sin llanto y sin dolor a la mujer que amaba, aunque Salamanca, en
cambio, me espiara la vida por temor a perder ante mí la gloria de lo
arrebatado, como si yo fuese adversario digno de ganar un premio o el corazón
de una mujer.
Cada nuevo texto es una invitaciòn a no detenerse y a volcarse en la temàtica y la forma de escribir del autor, quièn con la brillantez de siempre, nos ofrece esta amena historia en que prima el entorno creado y la sensibilidad maravillosa en la descripciòn de la interioridad de los personajes. Muy bueno y muy entretenido.
ResponderEliminarKe hermoso libro.
ResponderEliminarY una vez desnudo, la libertad
ResponderEliminarEl blog por lo que veo, no tiene desperdicio... prometo y me prometo, ir leyéndolo de a poco. :D
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