Tres borrachos. Sufrimientos de P. y M. Víctimas de
una reciente separación. Consejos inútiles. Trucos mentales para olvidar a un
amor. Acordamos que hemos bebido demasiado y necesitamos descanso. ¿Veinte
horas bebiendo cerveza, whisky y ron? M. sugiere el vómito. P. presenta una
objeción. Noción original aprobada por razón de dos a uno. Estamos sentados en
mi habitación, charlando de lo malo que nos encontramos. Malos desde un punto
de vista moral, naturalmente (ha habido riñas, actos vergonzosos, rechazos).
Todos nos
sentimos enfermos, lo que nos pone bastante nerviosos. P. dice que a veces le
vienen mareos tan extraordinarios que apenas sabe dónde está, y después M. dice
que él también sufre mareos extraordinarios y apenas sabe dónde está. En mi
caso, lo que no funciona es el hígado. Lo sé porque acabo de leer una
prescripción médica y los síntomas que se describen sobre el mal funcionamiento
del hígado son exactamente los que yo sufro. Aunque parezca extraordinario,
jamás he leído una prescripción médica sin que me convenza de que yo sufro los
síntomas y padezco la enfermedad. El diagnóstico parece coincidir, sin
excepción y exactamente, con todas las sensaciones que he sentido alguna vez en
la vida. Recuerdo una ocasión en que, estando en la sección médica
de una biblioteca, cogí un tomo y abrí al azar en la descripción de una
enfermedad, pongamos la fiebre del heno (no recuerdo el nombre exacto de la
enfermedad). Antes de llegar al final supe, irremediablemente, que la había
contraído y me fui a casa a recostarme y a pensar en cómo sería mi vida ahora
en adelante, y en qué y cómo se lo diría a mi madre. En si tendrían que
internarme, si Madre podría pagar los cuidados médicos o debería sufrir como perro
de calle la enfermedad, sin ningún tipo de cuidado clínico; en si Madre podría
soportarlo y cuidarme hasta el día de mi inevitable muerte. Entones me pregunté
cuánto tiempo me quedaría de vida y qué debía hacer en ese tiempo. Traté de
examinarme. Me tomé el pulso. Al principio no sentí ningún pulso. Después, de
pronto, me pareció que echaba a andar. Saqué el reloj y lo medí. Ciento
cuarenta y siete pulsaciones por minuto. Traté de sentirme el corazón. No sentí
el corazón. Había dejado de latir. Con el paso del tiempo fui inducido a la
opinión de que tenía que estar ahí y de que tenía que estar latiendo, pero no
puedo asegurarlo. Me palpé todo el frente, desde la cintura hasta la cabeza, un
poquito por cada lado y un poquito por la espalda. Pero no oí ni sentí nada.
Traté de mirarme la lengua. La saqué todo lo que pude, cerré un ojo y traté de
examinarla con el otro. Sólo alcancé a ver la punta, y lo único que saqué en
limpio fue convencerme con mayor seguridad que antes de que tenía escarlatina,
una enfermedad de la que había escuchado hablar dos días antes en un anuncio de
televisión preventivo sobre la escarlatina.
Había entrado a aquella sala de lectura como un hombre sano. Salí de ella como un hombre deprimido y decrépito, con enfermedades.
Había entrado a aquella sala de lectura como un hombre sano. Salí de ella como un hombre deprimido y decrépito, con enfermedades.
2
El primero en vomitar es M. El segundo yo. P. se
resiste al principio, pero lo hace, y cuando termina de hacerlo dice que se
siente liberado. M. dice que él también se siente liberado.
Para hacerlo, hubo que ir por un cubo a la
azotea. Ni M. ni yo quisimos ir. P. dijo: iré yo. Luego dijo: M.,
quítate la chaqueta y dámela. A mí me dijo: tú sostendrás la puerta para que no
se cierre mientras estoy fuera.
Así es P. Siempre dispuesto a aceptar
personalmente el peso de todo el trabajo para depositarlo después sobre las espaldas de
los demás. Me recordó a mi tío K. K. era un hombre que hacía girar el mundo a
su alrededor cada que él aceptaba la responsabilidad de algo. Por ejemplo, si
llegaba a casa un cuadro nuevo y había que colgarlo, decía: "yo me encargo". Lo
primero que hacía era mandar a mi tía L. a la tlapalería a por clavos. Luego,
tras examinar mejor el cuadro, su peso y tamaño, mandaba a mi primo N. a
alcanzar a su madre y decirle que los clavos debían ser de tal medida y no de
otra. A mí me decía: hijo, creo que será necesario usar la escalera; me enviaba
por ella a la azotea, pero cuando caía en cuenta que yo era demasiado pequeño
para hacerlo pedía que le sostuviera el cuadro mientras se acercaba al pasillo
de las alcobas a gritar a mi otro primo, el mayor de sus hijos, que trajese la
escalera con urgencia. Entonces, tras mirarme un par de segundos, encontraba
algo qué hacer para mí: en el segundo cajón de la izquierda, en el garaje, me
decía, hay un martillo. Tráelo. Y se quedaba allí, en mitad de la sala de
estar, observando el cuadro y el sitio donde lo pondría mientras se sobaba la
barbilla y hacía conjeturas. Al final debíamos agradecer al tío K. que haya
puesto el cuadro y que gracias a sus habilidades podamos gozar de él. Si otro
tío o cualquier otro adulto le preguntaba, se esmeraba en recrear lo complicado
que le fue colgar el cuadro y lo mucho que tuvo que hacer para lograrlo. No
daba crédito a nadie.
M. cede la chaqueta a P. y yo sostengo la
puerta. P. está a punto de salir. Antes, pregunta dónde está exactamente el
cubo y se lo digo. Duda. M., dice, tú sostén la puerta. Me hace un ademán para
que le siga. Guíame, exclama. Subo las escaleras delante de él. Antes de llegar
a la azotea, se detiene. Espera, dice, ahora vuelvo. Le veo bajar. No le
espero, el cubo está cerca, no vale la pena, voy hasta él. Cuando regreso, P.
ha encendido un cigarrillo. Para el frío, dice, pero ya es tarde. He subido yo
mismo por el cubo, sin chaqueta y sin cigarrillo. P. alza los hombros. Exclama:
bueno, aquí tienen su maldito cubo. Como si él…
Entramos a la habitación y vomitamos por turnos.
Es una suerte que haya traído el cubo, exclama P. una vez satisfecho. Le miro
de reojo sin decir nada. No ha devuelto la chaqueta a M. y ya no lo hará en
toda la noche.
3
Decidimos salir de la habitación a la apertura del
transporte público e irnos a casa de S. y T., un par de chicas que conocimos
anoche mismo y nos invitaron a una ida a acampar. Partirían de su casa muy por
la mañana, así que debíamos llegar lo antes posible y partir con ellas en su
automóvil.
M. propone tomar un pesero en la esquina de la
calle, hasta el metro, coger el metro, transbordar y coger un pesero más. P. y
yo no estamos de acuerdo, preferimos caminar al metro y caminar saliendo de él.
Las distancias son medianas, pero M. no quiere perder un segundo, le aterra la idea
de ir hasta allá y no encontrarnos con las chicas. Le gusta S. ¿Qué pasa si no
están?, pregunta. P. alza los hombros. Dice: conozco un lugar barato a la vuelta de la
esquina de casa de S. y T. P. siempre conoce un lugar a la vuelta de la
esquina donde se puede conseguir algo económico en materia de bebida. Me
supongo que si uno se encontrase a P. en el paraíso (si eso fuese posible), P.
le saludaría inmediatamente diciendo: me alegra verte por aquí, camarada. He
encontrado un lugar a la vuelta de la esquina donde ponen la cerveza a quince
pesos. En este caso, la solución de P. no satisfacía a M. Llegamos a un
acuerdo: P. y yo abordaríamos peseros si M. pagaba nuestros traslados. M.,
de mala gana, aceptó.
Una vez arreglado el asunto, sólo faltaba
determinar quien iría con cuál chica. P. deseaba a S., lo mismo que M., aunque
no lo suficiente para molestarse si no la veía y debía, en vez de ello, beber
en algún sitio, sin mujeres. A mí también me gustaba S., porque era, de ambas,
la hermana más bonita. P. aceptó dejar camino libre a M. si éste aceptaba pagar
sus cervezas una vez llegados al campamento. M. tuvo que estrechar la mano de
P. porque sabía que P. era mucho más envalentonado con las mujeres y llevaba
las de ganar en un enfrentamiento de este tipo. Yo no quise discutir. Me
contenté pensando que S. y T. llevarían a otros chicos y chicas y alguna de
ellas habría de gustarme. Frecuentemente lo hacía: ceder las chicas más guapas
a alguien más y contentarme con las chicas solitarias, con las que nadie quiere
acostarse. Entre ellas descubrí que pueden llegar a ser personas maravillosas y
uno podría enamorarse de ellas de no ser por su poca aceptación social.
4
Empecemos por el desayuno, dice M. P. sugiere comer
un par de chocolates en barra que miró en mi habitación la semana pasada cuando
se quedó aquí tras la borrachera que cogimos en casa de E. Nada de chocolate,
sentenció M. Estuve acuerdo. En una ocasión M. y yo comimos chocolate en un
estado similar al que nos encontramos ahora y no paramos de vomitar y de gemir
y de cagar. Aquella vez me convencí que yo era alérgico al chocolate y me vi
morir en poco menos de dos horas. Los síntomas del envenenamiento, en general,
son vómito y diarrea. Me había envenenado. Se lo dije a M. junto con mis
últimos deseos y se burló de mí mientras se apretaba la panza, tirado sobre el
suelo, como un hombre que está a punto de parir por la boca, y gemía y reía al
mismo tiempo. Aprendimos a no ingerir chocolate como desayuno tras una
borrachera.
En cuanto a
otras opciones, M. sugiere huevos con jamón, que son fáciles de preparar y no
hacen daño, y poder acompañarlos con salsa o cebolla o jitomate, pero no con
queso, porque el queso, lo mismo que el chocolate es demasiado exigente,
contiene lácteos y te hace vaciar el estómago por todos lados. Les advierto que
no hay comida en el refrigerador. Ninguno quiere salir y comprobarlo.
Retoman el tema
de sus mujeres. Intercambian impresiones sobre lo que es tener una relación
formal con una mujer. Se quejan. Se consuelan. Les escucho sin decir nada
porque nunca he tenido una relación formal. Mientras hablan me dejo llevar por
el sueño.
5
Fue la señora R. quien nos despertó al día
siguiente. La Señora R. es mi madre. ¿Sabe usted que son la una de la tarde
en punto, señor? Me dijo con los brazos en jarra, desde la puerta.
¡La una en qué!, grité incorporándome sobresaltado. La una en punto, repitió,
creo que se les han pegado las sábanas. Acto seguido, se fue.
Desperté a P. y le informé. Me dijo: ¿no
pretendías partir a la apertura del transporte público? Claro que sí, respondí.
¿Por qué me has despertado? Ahora no vamos a llegar al campamento de S. y
T., no comprendo para qué te molestas en despertarme. Suerte has tenido de que
te haya despertado, contesté, si no lo hubiese hecho hubieses dormido quince
días. Dedicamos los siguientes cinco minutos a escupirnos lindezas de ese
estilo hasta escuchar un ronquido de M. y caer en cuenta de su existencia. Él,
el más interesado en ver a S. roncaba sobre el suelo como un puerco.
Por alguna razón que no alcanzo a comprender, la
visión de otra persona dormida cuando yo estoy despierto me pone furioso. Me
parece vergonzoso ser testigo del desperdicio de las preciosas horas de la vida
de un hombre, esos momentos inapreciables que nunca recuperará, dedicados al
sueño embrutecedor. Y allí estaba M., dilapidando con horrenda pereza los dones
inestimables del tiempo, malgastando su valiosa vida sin utilizar los
innumerables segundos de que tendría en su momento que dar cuenta, sin ocasión
de atiborrarse de huevos con jamón, de molestar al perro, de flirtear con la
vecina, allí tumbado y sumergido en un olvido que atenazaba el alma. Temblé de
sólo pensarlo, y parece que P. pensó lo mismo que yo. Nos dispusimos a
salvarle, y nuestra noble decisión nos hizo olvidar nuestras rencillas. Nos
lanzamos sobre él, le jalamos los cabellos, P. le golpeó con una zapatilla, yo
grité con la boca pegada a su oreja y M. se despertó. ¿Qué demonios pasa?,
preguntó M. incorporándose. Levántate, pedazo de alcornoque, dijo P., son la
una y cuarto. ¡Cómo es posible!, chilló M.
Fuimos a desayunar la comida que la señora R. compró
para nosotros. Aún podemos alcanzar a S., decía M. Sé dónde está la zona de
acampar a la que fueron, una vez mi padre y mi madre me llevaron cuando niño,
no es complicado encontrarlas una vez estando en la zona de acampar. La comida
era pollo asado. Ya déjalo, decía P., no importa, ahora podemos ir al bar de
Ruíz, en la calle 52. Está abierto desde las diez de la mañana y… No, no,
decía M., no hace falta más que coger un camión en la central, nos dejará muy cerca de la zona de acampar; llegaremos en menos de tres horas y podremos
pasar el fin de semana con S. y T. P. y yo nos miramos un segundo. Bueno,
dijo P., ¿sabes?, la idea no es mala, ¿ves?, sin embargo, lo que es yo (aquí me
echó una mirada), no cuento con dinero suficiente para pagar esa transportación
y la bebida que supondría ir a acampar tres días con las chicas y… Ni yo,
interrumpí abruptamente. M. nos miró a uno y a otro intermitentemente. P. comía
su pollo con calma, como quien conoce la certeza de un cambio positivo en su
vida. M. detuvo la mirada en mí. Alcé los hombros. Lo siento, dije, es así, yo
no…
M. tampoco tenía dinero suficiente para pagar
los gastos de todos, quizá, ni siquiera para completar los suyos.
Terminando la comida nos fuimos a la vuelta de la
esquina, a un bar que conocía P. donde le daban fiado el ron y el vodka.
Extraño argumento y singular redacciòn. Similar o anàlogo a la literatura existencial y debo reconocer su calidad. Me ha gustado. Feliz fin de semana.
ResponderEliminarHe disfrutado siempre de las narraciones de estos talentosos escritores, y es un placer que los podamos disfrutar en el Grupo...Gracias por compartir....
ResponderEliminarbien, me gustó
ResponderEliminarUNA MUJER N LA OLVIDAS IN UNA BORRACHA SIEMPRE LA LLEVAS EN TU MENTE O EN TU CORAZON JEJEJ JAJAJAJ.THE SABIDURI
ResponderEliminarSalmoneo me da un salmón que me da salmonela y una salmodia de ebrios.
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