En cierta
ocasión, Nat me dijo que le encantaba hacer sexo oral a hombres, en particular
a uno, y le gustaba imaginar que se lo hacía todo el tiempo, mientras él se
duchaba, o mientras él hacía los deberes o cenaba pan con leche o dormía. Esto
me excitó. Me asombró la idea de un sexo en lo cotidiano, sin la pasión de un
sexo preconcebido, esperado o deseado, pero tan o más erótico por su
naturalidad, como el cuadro de una escena sensual, frío en su materia, pero
seductor y cálido en su mensaje.
En
adelante, no puede dejar de pensar en Nat. Nat era amiga mía pero entre ella y
yo jamás había pasado algo, a pesar que siempre me contaba sus experiencias con
hombres y yo le contaba las mías con mujeres. Es decir, a pesar que ambos
sabíamos del otro que disfrutaba del sexo y no se comprometía. Me masturbaba
pensando en Nat, imaginando que era yo aquel hombre al que ella disfrutara
hacer sexo oral mientras leía poemas de Rilke, recostado sobre un viejo sofá. A
aquel hombre le consideraba yo muy
afortunado. Sin embargo, la boca de Nat no había estado en él porque no la
correspondía. Pensar en ello me proporcionaba el placer de los cobardes, me
decía: espero que jamás la corresponda.
No confesé a Nat mi intimidad. Hacerlo supondría una galantería, por decirlo de
algún modo. Nat y yo atravesábamos aquella etapa en las relaciones entre un
hombre y una mujer en que ya es demasiado tarde para insinuarse. Sabíamos,
porque nuestras conversaciones eran largas y locuaces, porque reíamos juntos y
porque nos tocábamos las manos y los hombros al conversar, que nos atraíamos a
pesar de no haberlo dicho en un principio, cuando era tiempo de hacerlo.
También sabíamos, de un modo casi oscuro, que haberlo hecho nos hubiese privado
de estos momentos, más largos y duraderos, del placer de conversar; cosa que,
quizá, era nuestro consuelo a un sexo que se cebó hace casi un año gracias a
nuestra inconfesada vergüenza, a nuestra cobardía, una cobardía a sentir, a
enamorarse, que nos privó de un amor pleno, más que brindarnos conversación
buena, pero insatisfactoria. Cada velada había al finalizar un velo opaco que
no permitía a nuestras sonrisas ser sinceras. Al momento de las despedidas nos
despedíamos con besos en las mejillas, cerca de los labios, con roces de las
narices o con las bocas pegadas a los cachetes por más segundos de los
adecuados a una mera amistad o a una mera despedida. Como si del corazón de
ambos saliesen suspiros acallados. O de nuestros genitales, ansias. ¿Por qué
reprimíamos esos suspiros y esas ansias?
Además
de ello no solía pensar en Nat más de lo necesario, y me decía, cuando había
terminado de masturbarme pensando en ella, que no significaba algo para mí:
sencillamente, el deseo carnal que podría sentir por cualquier otra de la que
supiese su facilidad para el sexo sin haberlo probado debido a un error mío: el
de no proponerlo en el momento preciso en que su sexo lo estaba esperando. Me
acostaba con otras chicas, de las que no me quedaba, las más de las veces, ni
el recuerdo de un sexo grato, y en contadas ocasiones, olvidaba aquel recuerdo grato
al llegar a mí la siguiente chica. La verdad, sin embargo, era una: Nat era la
constante, el puente entre una y otra. Era lo único que no podía olvidar, sin
haberla tocado nunca. Mis fantasías con Nat eran por mucho más satisfactorias
que mis actos.
Llegué
a pensar en Nat mientras alguna otra me hacía sexo oral. No era un sexo como el
de Nat, por supuesto, ya que lo hacía tras una borrachera o con alguna con
quien lo había hecho antes y nos citábamos sólo para ello; no con la
naturalidad de quien toma el desayuno y es atendido por Nat por debajo de la
mesa, a gatas, sin decir una palabra, casi sin gemir ni demostrar algo,
excepto, quizá, al momento de correrse en su cara o en su boca. Sabía de Nat,
además, que gozaba de beber licor de semen; lo contaba con tanta pasión que no
podía menos que excitarme cuando lo hacía y sentir desesperación por introducir
mi pene en su boca y hacerla tragar. Pero Nat era mi amiga y como ya dije,
contenía las ganas por no echar a perder los momentos en que Nat me lo contaba
como a su mejor amigo, su confidente, el único que conocía la vida sexual, de
pies a cabeza, de Nat. El precio de aquel secreto era alto. Llegué a considerar
más a afortunado a uno que gozara de sus placeres un sólo día, que a mí que los
escuchaba todos en conversaciones.
Pedir
a alguien que hiciese lo que Nat deseaba hacer a otro, me parecía imposible. Pronunciarlo,
sugerirlo si quiera, era arrebatar al acto la magia de la espontaneidad, de la
naturalidad que me agradaba de la escena que Nat dibujó en mi mente e hice mía.
Sólo ella podía cumplir mi fantasía, que era suya pero le robé, y sólo él,
alguien que no soy yo, podía realizar la de ella. Proponer a Nat que fuese yo
quien se dejase hacer mientras escribía una carta a su madre, era, lo mismo,
imposible e impensable. Mi único consuelo
era la masturbación. Vivía con la esperanza de encontrar una mujer que pensase
como Nat, sin que yo lo propusiese, y que un buen día, estando yo sentado sobre
un sofá, leyendo novelitas de Spota, llegara a mí a cuatro patas, en silencio,
me sacara la cosa y se la comiera despacio. Que estando yo plenamente dormido, despertase con su boca en mi sexo. Que al desayuno me bajase los calzones
mientras mi boca probaba huevos con jamón. Que lo hiciese mientras miraba un
filme de Fellini. Que lo hiciese mientras defecaba en el excusado de mi casa. Debajo
de la mesa de un restaurante.
2
En otra ocasión,
pasados cinco o seis meses de que Nat dijera aquello sobre el sexo oral, me contó
que la noche anterior había sido violada. De momento no la creí porque no lucía
como una chica a la que alguien hubiese violado. Supuse que, de haber pasado, debió ser con algún amigo o conocido y se lo pregunté. En efecto, fue un
conocido. La invitó a mirar filmes de Buñuel en una cabaña suya, a las afueras
de la ciudad. Estando allí, y para no hacer el rollo largo, se le fue encima a
pesar que Nat se negó. Nat dijo: "Pedí cuatro veces que no lo hiciera". Luego,
agregó las siguientes palabras: “Se lo dije con voz de dolor. De corazón roto”.
Esto me conmovió. Me hice una idea de la cosa: un chico, a sabiendas de la
proclividad de Nat al sexo, le invita a una cabaña a las afueras de la ciudad.
Las intenciones van implícitas. Nat debió suponerlo. El chico debió suponer que
ella lo suponía. Aceptar ir era aceptar el sexo. Una vez en la cabaña, la negación
era absurda. Uno no lleva a una chica hasta una cabaña alejada de la ciudad a
ver filmes de Buñuel. ¿En qué mundo vives, Nat?, pensé. Esto me mostró cierta ingenuidad en su persona, de la que yo no tenía conocimiento hasta
ahora. Podía ser experimentada para hacer sexo oral a hombres, pero ingenua a
la hora de intuir las intenciones de un chico. Todos los chicos tienen las
mismas intenciones, le dije, no lo dudes nunca, ni del chico más bueno de la
ciudad, ni del más tonto. “Lo único que deseaba era que se corriese pronto”,
dijo. “Me dejé hacer”, dijo.
Ahora bien, la última frase despertó en mí
tanto deseo como la fantasía del sexo oral. Llegado a casa miré fotografías de
Nat y me masturbé pensando que era yo quien la violaba. Imaginé sus gemidos,
sus arrebatos de oposición. Me imaginé sujetando sus muñecas contra el suelo de
madera de una vieja cabaña a las afueras de la ciudad. Imaginé la resistencia
natural de su vagina a ser penetrada, seca, pero de a poco, húmeda. “Me dejé
hacer”, había dicho. Esto suponía la lubricación, una lubricación forzada, casi
salida de la imaginación de Nat. Pensé seriamente en violar a Nat. No podría
reclamarme nada. Le diría: ¡tú también querías, no lo niegues!
Dos días después Nat me confesó que ya no
podía hacerlo. No podía acostarse con nadie. La violación había afectado su
cerebro. Lo supo porque se fue con un chico que le gustaba hace tiempo. Se
acostaron en casa de él. Se desnudaron y estuvieron a punto, pero al momento, Nat
se negó. “No pude, Dios”, dijo. Vamos, le dije, no permitas que te afecte. Nat
sonrió. Mis palabras eran vanas. No era tan fácil. Comencé a pensar en la
violación de Nat con la seriedad debida. Hasta entonces se me antojaba una
trampa de su mente para no confesarse que ella había ido a esa cabaña con las
mismas intenciones que su victimario, pero se había arrepentido por algún detalle
de él que no le gustase y se había hecho pasar por la ingenua víctima de un
hombre agresivo y peligroso, cuando se trataba tan sólo de un chico de la edad
de Nat con el que ella misma se había emborrachado en fiestas y le había
coqueteado. ¡Ahora resulta que la violaron, pensé, qué puta! Fui injusto con Nat.
3
Ahora que
conocía la verdadera seriedad, es decir, el verdadero desenlace de su
sufrimiento: su incapacidad al sexo, Nat dejó de interesarme. Cuando pensaba en
ella, pensaba en sus palabras: “No pude, Dios”. Me imaginaba con ella en cama,
desnudos, a punto de hacerlo y a ella parando la cosa porque “ya no puedo
hacerlo”. Nos imaginaba llorando en cama.
Intenté masturbarme con sus fotografías,
pensar en su sexo oral, en violarla sobre el suelo, en penetrarla contra su
voluntad, escuchar sus gemidos y sollozos, su “voz de dolor. De corazón roto”. Que
pensase: “Que se corra pronto”, y no correrme pronto, demorarme lo más posible
para alargar el infierno, embestirla, joderla por haberse negado a acostarse
conmigo durante todo el año y en vez de ello contarme sus relaciones con otros,
como si yo no sintiese algo, como si yo no la deseara o fuese menos hombre que
ellos, no suficientemente bueno para que me lo hiciese al dormir, para irse
conmigo a las afueras de la ciudad, etc. Los intentos fracasaron. Desde que lo
dijo, antes de correrme, escuchaba en mi mente sus palabras: “Ya no puedo
hacerlo”. La excitación se me salía del cuerpo como el alma a los muertos y no
podía más. La flacidez me venía de inmediato. No se levantaba por más que insistiera;
si esperaba unos minutos y recomenzaba con Nat, llegaba al mismo punto cada que
estaba a nada de venirme.
Aquel chico había acabado con Nat y de
paso conmigo. “Ya no puedo hacerlo”, me dije. No hay más Nat para mí. En
adelante me despreocupé de ella. Dejé de interesarme por nuestras
conversaciones. Las aplazaba cada que podía. Me esmeraba en ocuparme las noches
de martes y jueves, cuando solía mirar a Nat, y me enorgullecía si tenía un
pretexto para cancelar nuestro encuentro. Le decía: lo siento, Nat, no podré
verte esta noche, voy con una chica. Nat se lamentaba. Decía, “ay qué suerte la
tuya, yo ya no puedo hacerlo”. Y sentía cierta satisfacción, la satisfacción
del cobarde, al pensar: ojalá nunca más puedas volver a hacerlo.
Muy bueno
ResponderEliminarComo todas las demás, excelentes narraciones.
ResponderEliminarExcelente!! Vuelvo a imaginarmelo como un corto, genio!!
ResponderEliminarpor su contenido es explicitamente claro, el texto, debe petenecer a un libro de contenido erotico, que roza el deseo y los amores diferentes.
ResponderEliminarSensual erotismo
ResponderEliminarInteligente contrasentido, que no seja de ser razonable. Gracias por este aporte
ResponderEliminarRealmente no se como calificar a quien tenga tan poco respeto por el sexo.Yo en todo caso eliminare este tipo de intervención es.Si piensan que.soy cartucho..ni si quiera me.interesa. Tienen problemas de atencion publica
ResponderEliminarSr. Alvaro Lagos Altamirano, creo qué no leyó el texto completo. A mi el texto me parece muy bien realizado. El tema es complicado y el inicio es patético, por la forma de realizar la narración, pero en la medida en que uno avanza en la lectura, va ganando puntos. Sólo puedo agregar que no es apto para menores de edad. En mi caso en el Facebook no hay nadie que sea menor.
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