Una noche como cualquier otra, Oropeza se reúne con
Clara en un café de la colonia Juárez, al que nunca han ido antes; el café al
que sí han ido antes, el que frecuentan para reunirse una vez por semana (aproximadamente) está cerrado, lo que les hace levantar sospechas; elaboran un
montón de hipótesis sobre el caso pero ninguna tiene valor, ninguna está
realmente sustentada en algo que pese: especulan, como lo haría cualquiera,
sobre la posible quiebra del lugar mientras recorren las calles de la Zona Rosa…
y, en fin, entran a otro café, donde ordenan café con ron, pero en este otro
café no sirven ron ni ningún tipo de bebida alcohólica y Oropeza se ve
obligado, entonces, a ordenar un expreso, que es lo más fuerte que hay (Oropeza
es proclive a los extremos) y Clara, un americano, que es lo segundo más fuerte
que hay (Clara le hace segunda en la proclividad); se quejan, aunque no
demasiado: les incomoda, sobre todo, tener que acoplarse a un nuevo lugar con
sillas a las que sus traseros y espaldas no están acostumbrados, pero pocos
minutos después se acomodan y hablan sobre sus pasados, que es un tema que no
han acabado de contarse desde hace cuatro salidas al café donde sí sirven ron;
tienen treinta años, hace quince años fueron novios, hace quince años se
amaron, si eso es posible, piensa Clara; es completamente posible, piensa
Oropeza, quien amó más, porque en una relación de pareja siempre hay uno que
ama más, y otro que, tarde o temprano, termina siendo un hijo de puta o una
hija de puta, y se va con otro, o se va, o deja de amar (si alguna vez amó), o
lo que sea; el caso de Oropeza y Clara no fue la excepción: Clara se fue con
otro, con un chico poco mayor que ellos, que nacieron bajo los mismos astros,
el mes de Julio del día 12 y 13, respectivamente; somos almas gemelas,
solía decir Oropeza y Clara lo creyó un tiempo, pero luego conoció a Luis, que
era poco mayor, como ya dije, y además tenía una moto a los diecinueve años; la hacía rugir por la calle donde Clara vivía con su madre; el corazón de
Clara se excitaba al escuchar el motor de la moto de Luis y verle aparcar y
bajar de ese trasto para irse a meter a su casa (eran vecinos), y salir poco
después e irse en su moto a toda prisa, a quién sabe dónde: Clara juró que
descubriría a dónde, y lo hizo: Luis, en aquel entonces, se iba a reunir con un
grupo de chicos fanáticos del rock, en casa de uno de ellos, en la colonia
Doctores; la primera vez que Clara fue con ellos no pudo creerlo porque ella
tenía diecisiete años (casi dieciocho, repetía cada que
alguno le preguntaba la edad), y nunca había bebido, ni escuchado música tan
estruendosa, ni fumado marihuana, ni… bueno, sí, sí había hecho el amor, se
había acostado con Oropeza, pero no gustaba hablar de ello, no con Luis, para
que no fuese a pensar que ella estaba atada a su novio, o que le amaba más que
a él, al que no conocía, pero ya amaba, o que no lo dejaría en el instante que
él se lo pidiera (u ordenase, porque ante Luis, Clara era una mujer sumisa y
dispuesta, mientras que con Oropeza era mandona, caprichosa y cruel, hasta
cierto punto, porque le consideraba lento y odiaba esa capacidad suya de leer
un libro por semana y de entender los tratados fenomenológicos de Kant, como si
se tratase de cuentos de Andersen, o de una novelita de Spota, y los halagos
que recibía de los profesores y de casi cualquier adulto que le conociera y le
escuchara expresarse o recitar de memoria los poemas de Keats, Whitman, Rilke
,Auden, como si fueran tablas de multiplicar, o algo, pensaba Clara, y aunque
le “amaba”, no contenía ciertos sentimientos de envidia y repulsión), sin
pensarlo dos veces; Luis la excitaba realmente, y, como las cosas que suceden
inevitablemente, es decir, impulsada por instintos humanos profundos e
irrefutables, un buen día, se fue con Luis, en su moto, a Cuernavaca, y en algún punto
de la carretera aparcaron, bajaron, miraron al cielo y a la Ciudad de México
desde aquella altura, se besaron e hicieron el amor sobre un césped húmedo,
frío; Luis colocó su chaqueta de motorista sobre ello, pero no fue suficiente
para no llevarse raspones en las rodillas y en las nalgas, después de lo cual
las presumió a todos sus amigos como prueba de su supremacía con las mujeres,
ya que, en alguna ocasión de aquellas donde llevó a Clara con su grupo de
colegas, dijo de ésta: esa
mujer será mía, y bueno, ahora tenía esos raspones y Clara había aceptado
ser su novia aquella mañana en la carretera federal a Cuernavaca; nadie podía
decir de Luis que era un incapaz, y Clara lo reforzaba a cada beso delante de
ellos, de los amigos de Luis, mientras Oropeza se revolcaba en su lecho, con el
corazón palpitante y adolorido porque Clara, una noche antes, una noche como
cualquier otra, le había terminado, le había dicho que ya no sentía algo por él
y, lo peor, había confesado que alguien más (no quiso dar nombre ni detalles)
le traía loca, a lo cual Oropeza respondió con lágrimas y no paró de llorar en
dos semanas; realmente amaba a Clara, era el primer y único amor de su vida y
hubiese dado la vida por ella y amádola toda la vida hasta que la muerte,
etc., porque Oropeza era un hombre noble y sensible que se entregaba, mientras
Clara era mujer, y ya por ahí comenzamos, sin ir muy lejos, a entender la
situación: la mujer, Dios, madura más rápido que el hombre, lo que equivale a
decir: la mujer se pervierte antes que el hombre, desde Eva, pervertida, que
cedió a la ambición antes que su compañero y probó, ella primero, y se condenó, ella primero; la mujer da siempre el primer paso al mal, o, al menos, así lo
pensó Oropeza cuatro años después, cuando, finalmente, pudo superar su ruptura
con Clara; para ese entonces había terminado la Universidad y se había
ennoviado con otra mujer, a la que amaba tanto como amó a Clara, porque él no sabía
amar de otro modo, y Clara, de la que no sabía nada, se había embarazado y
había dado a luz de un hombre que pocos meses después le abandonó; Oropeza la
consolaba en el café, ahora que se habían reencontrado gracias a las redes
sociales (y a Dios, pensó Clara, porque ya no soportaba la idea de estar sola y
de enamorarse de hombres que jamás llegan a amarla, como ella no amó a
Oropeza), y se contaban los pasados, apacible el de Oropeza, trágico el de
Clara, entre cafés con ron (o expresos) y cafés americanos, como si fuesen un
par de desconocidos con un secreto lazo: Clara no era la misma Clara, Oropeza
no era el mismo tampoco, no sabían nada el uno del otro; la noche que clara
terminó con él se distanció y se perdió para siempre y aunque Oropeza le
llamaba y le rogaba consideración, ésta nunca cedió, llena de orgullo, pensó
que jamás volvería a pensar en Oropeza, y mucho menos, en volver a amarlo, si
es que lo amó, o amarlo, en todo caso, como ahora sentía que sucedía en el
fondo de su corazón, y pensó: es mentira que las mujeres maduramos más rápido,
yo tardé quince años en aprender a amar, y Oropeza, que no escuchaba aquellos
pensamientos, pensaba: tardé quince años en comprender a Clara, como si hubiese
más verdad en una u otra perspectiva de la vida, ambos se consideraban
equivocados, como si en la vida uno se pudiese equivocar, y a veces Oropeza
pensaba en los ciclos biológicos del ser humano, en la química, en toda esa
parte que solemos olvidar de nosotros mismos y nos impide comprender por qué
una mujer con culo nos atrae más, o por qué las caderas anchas y los senos
voluminosos nos obligan a reproducirnos, y todo ese rollo, pero se detenía en
aquellos pensamientos, los censuraba y se decía que él amaba, no desde la voluntad
de su naturaleza, sino desde la voluntad de su corazón, como si eso fuese
posible, pensaba, y se volvía loco de pensar y contradecirse, pero al menos,
pensaba, una cosa es segura: Clara está aquí, frente a mí, vagamente
arrepentida de su pasado, y, con humilde esperanza, esperaba que, dispuesta a
ser amada por él, que no había dejado de amarla ni un solo instante, a pesar de
sus relaciones, parcas, con mujeres y, sobre todo, de su relación actual, a la
que estaría dispuesto, si Clara dejaba entrever una veta de esperanza, a
abandonar, como ella, Clara, le abandonó a él por Luis y después por tantos
otros, aunque ello significase de él ser tonto, muy tonto, pues abandonaría a
una mujer que le amaba por otra que alguna vez no supo amarlo, y si algo fallaba
sería caer dos veces en el mismo hoyo y no se lo perdonaría jamás, ni su
actual pareja, ni él, ni sus padres, ni nadie, y en adelante sería un hombre
solo para el resto de su vida, o, claro está, el hombre más feliz si Clara
resultaba ser como decía ser en aquellas charlas de café, donde se confesaba
realmente dispuesta a rectificar su vida de promiscuidad (confesó una
promiscuidad desmedida los últimos años), su falta de confianza en sí misma y
en Oropeza, que le amaba, y estaría dispuesta a regresar con él y formar una
familia con él y su hija Sandra y, si Oropeza lo deseaba, un hijo más, de
ambos, nacido en el seno de una pareja amorosa; aunque Oropeza dudara, era
verdad, es verdad, decía Clara, ahora con más
voluntad que nunca, en esta quinta entrevista, que sería la última antes que
Oropeza se decidiera y abandonase a su mujer por Clara, la mujer que más amó y
más odió en su vida antes de los treinta años, y por la que siempre estuvo
dispuesto a todo, incluso a romper el corazón de Bella, ella que le había dado
todo hacía cuatro años, que había curádole el odio que manchaba su corazón
gracias al desprecio de Clara, y le había impulsado en su carrera de escritor,
sobre la que Clara nunca estuvo de acuerdo porque le aburría leer y escuchar a
Oropeza hablar sobre todas esas teorías literarias, que se le antojaban basura,
no más que eso, irrealidades, tonteras, cosas con las que un hombre nunca va a
ganarse la vida, aunque ahora Oropeza se ganaba la vida con ello, con la
publicación de sus libros y sus artículos sobre teoría literaria, y Bella había
sido la única mujer que le escuchó y creyó en él, a pesar de la adversidad de
su oficio y su destino, que, desgraciadamente, no la incluía a ella, a Bella,
en la vida del escritor Edgardo Oropeza Santos, catedrático de la Universidad
Autónoma Nacional de México, a sus treinta años, considerado un cerebro
privilegiado, pero con un corazón insufrible, pensó Oropeza al pensar en sí mismo
y en lo que haría la noche siguiente, que era, ya se sabe, cortar con Bella, en
nombre de un marchito amor pasado, estéril y decadente ya hace quince años,
arrepentido y arriesgado, una noche como cualquier otra.
domingo, 31 de agosto de 2014
Una noche como cualquier otra.
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Escritora: Verónica Pinciotti.
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Che, está muyyyy bueno !!!
ResponderEliminarMe encantó, ¿se puede compartir?
ResponderEliminarIncreible leer todo el texto de una sola vez y con curiosidad por saber en que iba a terminar la historia de Clara, Belle y Oropeza. Pero aparte de la cruel pero real temàtica, no puedo dejar de expresar que lo que mas me ha llamado la atenciòn no ha sido solamente el fondo, sino que el acertado uso del lenguaje; variado vocabulario, redacciòn casi sin simbolismos y formas surrealistas de expresiòn, en el que prima un estilo personalizado de redactar de su autora, la que usa un sistema de redacciòn uniforme, sin puntos aparte, sin separaciones de ideas, y que simplemente, por su carencia de espacios y de ideas que primen unas sobre otras, concadena todo el relato hasta hacerlo literariamente alucinante. Recuerdo haber leido una sola vez un texto que en algo se le asemejaba en estilo de redacciòn y era de un escritor Chileno fellecido, Juan Agustìn Palazuelos y el libro de titulara "Segùn el orden del tiempo". Relato excelente y felicito a su autora. Ojalà vengan otros y ojalà tambièn sean muchos los que la lean. Feliz Domingo y gracias por aportar y estar en este grupo.
ResponderEliminarLo he leído y debo decir que es un texto con un tema muy realista , pero en mi opinión es muy flojo en cuanto a la gramática. Utilizas demasiadas comas y el texto se ve interrumpido casi constantemente. Deberías darle un buen repaso.
ResponderEliminarExcelente. Agradecemos el aporte al Grupo.....
ResponderEliminarMe gusta!
ResponderEliminarHola q toda esa onda. Yesa. ,buena vibra los tenga. ,en primer lugar
ResponderEliminarDe acuerdo con Laura. El texto es rico y fluye maravillosamente. Las comas están bien colocadas, Ana, no le sobra ninguna, es un ejemplo claro de un dominio del lenguaje que pocos escritores tienen. El comentario de Laura sobre la carencia de simbolismos lo convierte en un texto pulcro y llano y ejemplar. Te seguiré leyendo, Vero!!
ResponderEliminardespués de los donjuanes es mi favorito, esa voz en off, más q en tercera persona, esos cruces de tiempos, ese amor q se niega a morir, para desembocar todo en una tarde cualquiera, en q todo puede terminar o renacer, según se vea.....para mí, maravilloso!!
ResponderEliminarDescribiste la historia de mi (corta) vida. Me pasó lo mismo, pero no he tenido la oportunidad de reencontrarme con esa persona. Tal vez a los treinta. Saludos, Verónica. Ah, y muchas gracias por el texto.
ResponderEliminarEste fue el primer relato que leí tuyo hace 2 años, me gusto mucho
ResponderEliminarA veces pienso, las mujeres son como el chamuco, seguro que él ha de tener forma femenina o quizá como de... Si volviese con un amor pasado, creo que yo no me atrevería, pues ya lo pasado, no me importa todo quedo en el ayer. Y que tal que si estoy supeditado a un cuerpo limitado y hace de los sentidos un gran engaño y muchos caemos ante esa trampa y es cuando la razón gobierna a la sinrazón; ahí es donde se me can las ganas de... lo veo muy fríamente y es cuando me comentan ¡¿siempre eres así?! Asi es como paso una noche como cualquier otra.
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