En 2014 las cosas iban más o
menos así: continuaba mi relación con Simona F. Mi vida con ella en la colonia
Roma seguía a flote, no sin haber atravesado aguas profundas y tumultuosas,
tormentas de todo tipo y algunas aguas bajas que amenazaban con vararnos en
medio de la nada. A pesar de todo ello, Simona era buena capitán y lograba
llevar la cosa del mejor modo posible. Yo era un buen marinero, con la excepción
que me emborrachaba todo el tiempo libre que tenía.
En lo
tocante a la literatura, mi otra batalla personal, el barco parecía haber quedado
completamente atascado. No había publicado nada desde 2012, y no había planes
de publicar nada hasta 2016 o 17, no sé. Quiero decir, nada de libros. El sitio
iba como de costumbre: cada semana se lanzaba un texto nuevo que me sacaba de
la manga, escrito durante mis horas más bajas, mis horas de resaca o de ayuno,
durante mi jornada laboral, o durante mis trayectos en transporte público;
había dejado de escribir en bares, ahora, los bares los usaba para olvidarme
que había que laborar y escribir y vivir y ganar dinero y pagar y mantener a
los gatos y a los perros. Si no tuviese, al menos, mis cortas horas de
escritura y de lectura, podría decirse de mí que era un hombre cualquiera, sin
honor ni esperanza, sin sueños, sin nada más importante en su vida que llevar
pan a su boca y defecar tras haberlo hecho, en un ciclo ridículo y finito al
que llaman existencia humana, vida, humanidad, etc. Mi alcohol y mi literatura
eran el modo de asentar mi existencia a un costado de todo ello, un poco lejos,
sin salir de la mierda en que se está cuando uno vive dentro de los márgenes. A
veces me venía el deseo de marginarme, pero no era suficientemente valiente
para hacerlo: dejar a Simona, mis horas nalga en bares de mala muerte, mi
título desgraciado de escritor, mis
animales, a los que amaba (en especial a mis gatas María y Mariana y al bruto
de Mario Alberto, un perro enorme de raza Solovino,
que rescató Simona, al cual odié durante los primeros meses, pero terminé
queriendo como a un viejo compadre porque era un alama de calle igual que yo),
y sobre todo, a mi literatura, el ser imaginario más sagrado para mí; más
sagrado que Dios y cualquier otra mamarrachada parecida. Mi destino era claro:
me quedaría a sufrir con todo ello. Al final, siempre al final, quedaba la
esperanza de vencer, de triunfar. Lo que eso signifique.
Este modo
de vida, sin embargo, sirvió para crear otra cosa: un grupo de escritores
borrachos e inconformes con casi todo. Entre ellos, el más rescatable (con
rescatable quiero decir, el más borracho e inconforme) era el poeta colombiano
Mauricio Arcila, escritor y creador de la Revista Innombrable. Además de
eso, llevaba una vida similar a la mía, es decir, una vida de mierda recubierta
de un falso e ilusorio glamur cultural: le llamaban Señor Poeta, y a mí, Señor
Escritor. Es lo más grande que teníamos. A pesar de ello, deseábamos acabar lo
antes posible con todo. Bebiendo, interviniendo (es decir, destruyendo),
escribiendo y leyendo y amando a mujeres muy espiritualmente por encima de
nosotros (como mi caso con Simona, que era una mujer inalcanzable para mis
limitaciones humanas, mundanas y vánales. Simona estaba años luz delante de mí
en todo lo tocante a la libertad, los desapegos, la sabiduría del hombre viejo,
el amor a los animales y al planeta, y a su vez, paradójicamente, al odio
mesurado y justificado por el género humano).
En una ocasión escribí una serie de textos
sobre los acontecimientos de nuestras borracheras culturales, donde se
describía, entre otras cosas, de cuando el poeta Raphael Dómine vomitó la sala
de mi casa y fue vetado por mi mujer, Simona, para siempre. O de cuando el
poeta Mauricio Arcila, a quien ya mencioné, recitó en casa del artista visual,
Leonel Lucero, con el pene de fuera, subido a un sillón, completamente borracho
e incitando a los invitados a que se fueran de la fiesta porque los consideraba
unos apestados. O de cuando desgarré con mis propias manos la bandera colgante
de una casa de ricos en la calle de Medellín. La bandera era una bandera
colombiana y lo hice delante de Mauricio e incluso él colaboró y pisoteó la
bandera, renegando de su patria, como un buen poeta, hasta que salió el dueño o
el sirviente del dueño y nos echó. Cosas así hacíamos en 2014 y las
considerábamos actos de rebeldía en contra de nosotros mismos. No deseábamos
ser parte de nada, y menos que nada, de la escena poética actual en aquel
entonces, que congregaba a un puñado de poetas nacidos en la década de los
noventa, y que eran, más bien, una panda de payasos sin la menor educación
literaria, ni nada: una muchedumbre de adolescentes malparidos, indeseados y
seudointelectuales que se volvían vegetarianos y consumían horribles productos
artesanales y creían en las drogas.
Titulé a
aquellos textos, La Pelusa de la Roma, y fue ese el nombre de nuestro grupo,
principalmente, porque todos vivíamos en aquel entonces en la colonia Roma o
Condesa o Alrededores, y la parte de Pelusa aludía a nuestra inconformidad, a
nuestra desesperanza, a nuestra lucha personal en contra de los valores
estéticos, culturales e ideológicos de los colonos, desmitificando el sueño de
vivir en dicha colonia.
No
tardaron en unirse, el dramaturgo Carlos Portillo, otro escritor borracho y
pendenciero al que no recuerdo cómo conocimos, aunque, muy probablemente, le
conocimos como nos conocimos todos notros: en una borrachera de escritores, o
en un evento cultural donde nos emborrachamos, o en algún bar de mala muerte,
borrachos. El poeta Raphael Dómine, considerado el peor poeta del mundo, quien
me contactó para la compra de mi primer libro publicado y tuvo la desgracia de
acercase a mí y a al mundo de la literatura y la vacuidad de existir y saberlo.
El artista visual Leonel Lucero, procedente de Quilmes, Argentina, quien ya era
una pelusa de la Roma y no tardó en reconocernos como parte de los suyos. Además
de él, pasaron por el grupo una serie de artistas extranjeros,
latinoamericanos; sospecho que su extranjería empataba con nuestra
inconformidad: nosotros nos sentíamos extranjeros, ajenos, a todo el desarrollo
de los acontecimientos actuales.
Éramos un
grupo bastante elitista. No aceptábamos a alguien que no bebiese lo suficiente,
o que estuviese a favor de la vida, del sistema, a alguien que no cuestionase
absolutamente todo, que fuese conforme de sí mismo o su situación como
individuo y como género humano. Eso, en teoría; vamos, desarrollamos una teoría…
aunque en la práctica, aceptábamos a cualquiera que bebiera un par de cervezas y
creyera en la poesía, o cualquier otra manifestación artística, o trajera
consigo a una chica buena, o comprara una segunda ronda de alcohol, o tuviese
una fiesta a dónde ir o lo que sea. No nos tomábamos en serio nada, excepto
a la hora de intervenir y escribir. Quizá por ello el nombre de Pelusa nos
pareció perfecto a todos y lo elegimos unánimemente, sin necesidad de hacer
votación ni chorradas.
Intervenimos
un par de eventos y la gente comenzó a hablar de nosotros, a ubicarnos
vagamente, como se ubica a un fantasma. Decían: sí, algo he oído, y lo ligaban
a los nombres Whisky en las rocas, Martin Petrozza, Mauricio Arcila, alias el
Innombrable, y un poeta desconocido llamado Raphael Dómine, al que nadie había
leído, pero ya comenzaba a tener cierta fama. Todo era confuso porque además de
ser parte de la Pelusa, Arcila era parte de la Innombrable y yo de Whisky en
las rocas y editaba para Casa Lamm y podías conocerme en ese ambiente, educado,
previsor y respetuoso, o en otro, en el ambiente de la Pelusa, borracho,
irreverente, necio y pervertido. Mi novia, Simona F., a su pesar, figuraba
también en ambos ambientes. En uno era ella misma, Simona F., la editora y
promotora cultural, y en otro, el fantasma de la novia de Martin Petrozza, una
mujer misteriosa y bella, según aseguraba todo aquel que la había mirado, aunque
pocos la había mirado. Su nombre Salía a colación en nuestras pelusas borracheras,
se decía: Petrozza ¿cómo hiciste para ennoviarte con una musa cómo ella? Yo
alzaba los hombros y fumaba y bebía y la gente se preguntaba qué tenía yo, o
quién era Simona F., y porqué todos la sacaban a colación y la ensalzaban.
Sea como
fuere, pertenecer a la Pelusa era una lucha constante. Había que recorrer las
calles de la colonia todas las noches en busca de bares y beber y gritar todas
nuestras inconformidades con actos y textos y repugnantes. Había que dejar de
creer en todas las cosas. Había que sacrificar nuestra felicidad. Había que
desearse, no secretamente, acabar con todo.
Además de
ello, laboraba, escribía y pagaba mis cuentas como el mejor de los ciudadanos.
Además de ello, era Martin Petrozza. Además de ello, estaba enamorado de Simona
F., y ella era mi primera batalla personal, de la que he hablado en otros
textos, y de la que no me queda más que decir que le debo mi vida toda y todo
lo que hago es por ella, para ella, pensando en ella y con la firme convicción
de que no puedo vivir de otro modo.
Así
fueron los días de 2014, Dios.
Muy grato que hayas cooperado con un texto de este valor. Gracias por ello. Un abrazo.
ResponderEliminarMe gusta =)
ResponderEliminar