Una noche como cualquier otra, Oropeza se reúne con
Clara en un café de la colonia Juárez, al que nunca han ido antes; el café al
que sí han ido antes, el que frecuentan para reunirse una vez por semana (aproximadamente) está cerrado, lo que les hace levantar sospechas; elaboran un
montón de hipótesis sobre el caso pero ninguna tiene valor, ninguna está
realmente sustentada en algo que pese: especulan, como lo haría cualquiera,
sobre la posible quiebra del lugar mientras recorren las calles de la Zona Rosa…
y, en fin, entran a otro café, donde ordenan café con ron, pero en este otro
café no sirven ron ni ningún tipo de bebida alcohólica y Oropeza se ve
obligado, entonces, a ordenar un expreso, que es lo más fuerte que hay (Oropeza
es proclive a los extremos) y Clara, un americano, que es lo segundo más fuerte
que hay (Clara le hace segunda en la proclividad); se quejan, aunque no
demasiado: les incomoda, sobre todo, tener que acoplarse a un nuevo lugar con
sillas a las que sus traseros y espaldas no están acostumbrados, pero pocos
minutos después se acomodan y hablan sobre sus pasados, que es un tema que no
han acabado de contarse desde hace cuatro salidas al café donde sí sirven ron;
tienen treinta años, hace quince años fueron novios, hace quince años se
amaron, si eso es posible, piensa Clara; es completamente posible, piensa
Oropeza, quien amó más, porque en una relación de pareja siempre hay uno que
ama más, y otro que, tarde o temprano, termina siendo un hijo de puta o una
hija de puta, y se va con otro, o se va, o deja de amar (si alguna vez amó), o
lo que sea; el caso de Oropeza y Clara no fue la excepción: Clara se fue con
otro, con un chico poco mayor que ellos, que nacieron bajo los mismos astros,
el mes de Julio del día 12 y 13, respectivamente; somos almas gemelas,
solía decir Oropeza y Clara lo creyó un tiempo, pero luego conoció a Luis, que
era poco mayor, como ya dije, y además tenía una moto a los diecinueve años; la hacía rugir por la calle donde Clara vivía con su madre; el corazón de
Clara se excitaba al escuchar el motor de la moto de Luis y verle aparcar y
bajar de ese trasto para irse a meter a su casa (eran vecinos), y salir poco
después e irse en su moto a toda prisa, a quién sabe dónde: Clara juró que
descubriría a dónde, y lo hizo: Luis, en aquel entonces, se iba a reunir con un
grupo de chicos fanáticos del rock, en casa de uno de ellos, en la colonia
Doctores; la primera vez que Clara fue con ellos no pudo creerlo porque ella
tenía diecisiete años (casi dieciocho, repetía cada que
alguno le preguntaba la edad), y nunca había bebido, ni escuchado música tan
estruendosa, ni fumado marihuana, ni… bueno, sí, sí había hecho el amor, se
había acostado con Oropeza, pero no gustaba hablar de ello, no con Luis, para
que no fuese a pensar que ella estaba atada a su novio, o que le amaba más que
a él, al que no conocía, pero ya amaba, o que no lo dejaría en el instante que
él se lo pidiera (u ordenase, porque ante Luis, Clara era una mujer sumisa y
dispuesta, mientras que con Oropeza era mandona, caprichosa y cruel, hasta
cierto punto, porque le consideraba lento y odiaba esa capacidad suya de leer
un libro por semana y de entender los tratados fenomenológicos de Kant, como si
se tratase de cuentos de Andersen, o de una novelita de Spota, y los halagos
que recibía de los profesores y de casi cualquier adulto que le conociera y le
escuchara expresarse o recitar de memoria los poemas de Keats, Whitman, Rilke
,Auden, como si fueran tablas de multiplicar, o algo, pensaba Clara, y aunque
le “amaba”, no contenía ciertos sentimientos de envidia y repulsión), sin
pensarlo dos veces; Luis la excitaba realmente, y, como las cosas que suceden
inevitablemente, es decir, impulsada por instintos humanos profundos e
irrefutables, un buen día, se fue con Luis, en su moto, a Cuernavaca, y en algún punto
de la carretera aparcaron, bajaron, miraron al cielo y a la Ciudad de México
desde aquella altura, se besaron e hicieron el amor sobre un césped húmedo,
frío; Luis colocó su chaqueta de motorista sobre ello, pero no fue suficiente
para no llevarse raspones en las rodillas y en las nalgas, después de lo cual
las presumió a todos sus amigos como prueba de su supremacía con las mujeres,
ya que, en alguna ocasión de aquellas donde llevó a Clara con su grupo de
colegas, dijo de ésta: esa
mujer será mía, y bueno, ahora tenía esos raspones y Clara había aceptado
ser su novia aquella mañana en la carretera federal a Cuernavaca; nadie podía
decir de Luis que era un incapaz, y Clara lo reforzaba a cada beso delante de
ellos, de los amigos de Luis, mientras Oropeza se revolcaba en su lecho, con el
corazón palpitante y adolorido porque Clara, una noche antes, una noche como
cualquier otra, le había terminado, le había dicho que ya no sentía algo por él
y, lo peor, había confesado que alguien más (no quiso dar nombre ni detalles)
le traía loca, a lo cual Oropeza respondió con lágrimas y no paró de llorar en
dos semanas; realmente amaba a Clara, era el primer y único amor de su vida y
hubiese dado la vida por ella y amádola toda la vida hasta que la muerte,
etc., porque Oropeza era un hombre noble y sensible que se entregaba, mientras
Clara era mujer, y ya por ahí comenzamos, sin ir muy lejos, a entender la
situación: la mujer, Dios, madura más rápido que el hombre, lo que equivale a
decir: la mujer se pervierte antes que el hombre, desde Eva, pervertida, que
cedió a la ambición antes que su compañero y probó, ella primero, y se condenó, ella primero; la mujer da siempre el primer paso al mal, o, al menos, así lo
pensó Oropeza cuatro años después, cuando, finalmente, pudo superar su ruptura
con Clara; para ese entonces había terminado la Universidad y se había
ennoviado con otra mujer, a la que amaba tanto como amó a Clara, porque él no sabía
amar de otro modo, y Clara, de la que no sabía nada, se había embarazado y
había dado a luz de un hombre que pocos meses después le abandonó; Oropeza la
consolaba en el café, ahora que se habían reencontrado gracias a las redes
sociales (y a Dios, pensó Clara, porque ya no soportaba la idea de estar sola y
de enamorarse de hombres que jamás llegan a amarla, como ella no amó a
Oropeza), y se contaban los pasados, apacible el de Oropeza, trágico el de
Clara, entre cafés con ron (o expresos) y cafés americanos, como si fuesen un
par de desconocidos con un secreto lazo: Clara no era la misma Clara, Oropeza
no era el mismo tampoco, no sabían nada el uno del otro; la noche que clara
terminó con él se distanció y se perdió para siempre y aunque Oropeza le
llamaba y le rogaba consideración, ésta nunca cedió, llena de orgullo, pensó
que jamás volvería a pensar en Oropeza, y mucho menos, en volver a amarlo, si
es que lo amó, o amarlo, en todo caso, como ahora sentía que sucedía en el
fondo de su corazón, y pensó: es mentira que las mujeres maduramos más rápido,
yo tardé quince años en aprender a amar, y Oropeza, que no escuchaba aquellos
pensamientos, pensaba: tardé quince años en comprender a Clara, como si hubiese
más verdad en una u otra perspectiva de la vida, ambos se consideraban
equivocados, como si en la vida uno se pudiese equivocar, y a veces Oropeza
pensaba en los ciclos biológicos del ser humano, en la química, en toda esa
parte que solemos olvidar de nosotros mismos y nos impide comprender por qué
una mujer con culo nos atrae más, o por qué las caderas anchas y los senos
voluminosos nos obligan a reproducirnos, y todo ese rollo, pero se detenía en
aquellos pensamientos, los censuraba y se decía que él amaba, no desde la voluntad
de su naturaleza, sino desde la voluntad de su corazón, como si eso fuese
posible, pensaba, y se volvía loco de pensar y contradecirse, pero al menos,
pensaba, una cosa es segura: Clara está aquí, frente a mí, vagamente
arrepentida de su pasado, y, con humilde esperanza, esperaba que, dispuesta a
ser amada por él, que no había dejado de amarla ni un solo instante, a pesar de
sus relaciones, parcas, con mujeres y, sobre todo, de su relación actual, a la
que estaría dispuesto, si Clara dejaba entrever una veta de esperanza, a
abandonar, como ella, Clara, le abandonó a él por Luis y después por tantos
otros, aunque ello significase de él ser tonto, muy tonto, pues abandonaría a
una mujer que le amaba por otra que alguna vez no supo amarlo, y si algo fallaba
sería caer dos veces en el mismo hoyo y no se lo perdonaría jamás, ni su
actual pareja, ni él, ni sus padres, ni nadie, y en adelante sería un hombre
solo para el resto de su vida, o, claro está, el hombre más feliz si Clara
resultaba ser como decía ser en aquellas charlas de café, donde se confesaba
realmente dispuesta a rectificar su vida de promiscuidad (confesó una
promiscuidad desmedida los últimos años), su falta de confianza en sí misma y
en Oropeza, que le amaba, y estaría dispuesta a regresar con él y formar una
familia con él y su hija Sandra y, si Oropeza lo deseaba, un hijo más, de
ambos, nacido en el seno de una pareja amorosa; aunque Oropeza dudara, era
verdad, es verdad, decía Clara, ahora con más
voluntad que nunca, en esta quinta entrevista, que sería la última antes que
Oropeza se decidiera y abandonase a su mujer por Clara, la mujer que más amó y
más odió en su vida antes de los treinta años, y por la que siempre estuvo
dispuesto a todo, incluso a romper el corazón de Bella, ella que le había dado
todo hacía cuatro años, que había curádole el odio que manchaba su corazón
gracias al desprecio de Clara, y le había impulsado en su carrera de escritor,
sobre la que Clara nunca estuvo de acuerdo porque le aburría leer y escuchar a
Oropeza hablar sobre todas esas teorías literarias, que se le antojaban basura,
no más que eso, irrealidades, tonteras, cosas con las que un hombre nunca va a
ganarse la vida, aunque ahora Oropeza se ganaba la vida con ello, con la
publicación de sus libros y sus artículos sobre teoría literaria, y Bella había
sido la única mujer que le escuchó y creyó en él, a pesar de la adversidad de
su oficio y su destino, que, desgraciadamente, no la incluía a ella, a Bella,
en la vida del escritor Edgardo Oropeza Santos, catedrático de la Universidad
Autónoma Nacional de México, a sus treinta años, considerado un cerebro
privilegiado, pero con un corazón insufrible, pensó Oropeza al pensar en sí mismo
y en lo que haría la noche siguiente, que era, ya se sabe, cortar con Bella, en
nombre de un marchito amor pasado, estéril y decadente ya hace quince años,
arrepentido y arriesgado, una noche como cualquier otra.
domingo, 31 de agosto de 2014
jueves, 28 de agosto de 2014
El último suspiro.
Texto por: Emanuel Sacomani
Sitio del autor, aquí.
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Anselmo perfumó su
boca con un sorbo de vino, tragó la dulce aspereza y su garganta se secó. En
una arcada, los ojos se le cristalizaron y comprendió que debía dejar de tomar;
no quería pasar los últimos minutos de su vida, borracho al punto del desmayo
sin sentir cómo el alma se desprendía de su cuerpo. Miró su reloj y esperó, en
silencio, la hora del duelo. Sus ojos observaban un punto fijo, pero en su
mirada se manifestaban las culpas que brotaban de su espíritu. Por detrás,
Segundo le habló al oído. “Ya es la hora Anselmo.” Anselmo
despertó de un sueño etílico y lo miró con su vista extraviada en algún
recuerdo desafortunado. Bajó rápidamente la cabeza, resignada a la muerte, y se
levantó con pereza. Al salir de la pulpería, contó sus pasos como quien va al
patíbulo, fueron cincuenta y tres. Sacó su facón que pesaba más que nunca y
esperó a que Segundo lance la primera puñalada.
El duelo duró unos instantes, Anselmo no hizo otra cosa que esperar y sentir
como el filo del cuchillo le erizaba los pelos del cuerpo y un frío intenso
ingresaba en su pecho. Cerró los ojos y el hormigueo que le generaba la adrenalina
recorrió todo su interior hasta escapar por la herida. Comprendió que estaba a
punto de morir. Miró la llaga, la rozó con sus dedos que quedaron manchados de
rojo y vislumbró, por última vez, el mundo que lo rodeaba. Inhaló aire por la
nariz y la boca, y lo retuvo. Quitó el facón de su pecho, arrancó su camisa de
un golpe desparramando todos los botones por la tierra seca, limpió su sangre
del filo y lo tiro a los pies de Segundo para devolvérselo. Echó un vistazo a
su herida de muerte. A través de ella pudo contemplar cada capa de su piel,
cada fibra de sus músculos, cada gota de su sangre, cada rincón de su alma de
un modo cabal. Sintió el dolor de su madre al parir, los gritos de las criadas
que oficiaban el parto, el calor del agua hirviendo y la suavidad de las
sábanas blancas que lo envolvían.
Cuando la sangre comenzó a desplazarse por su pecho recordó el seno de su
madre, la leche en su garganta, una canción de cuna que acobijaba su sueño, sus
primeros intentos por mantenerse en pie y la cotidiana caminata de diez pasos
que su padre alentaba sosteniéndolo de sus frágiles manos. Observó la gota de
sangre detenerse y bifurcarse, y estas bifurcarse otra vez. Cada ramificación
era una decisión en su vida, y todas tenían igual veracidad en su espíritu.
Aquellas culpas que lo atormentaban se disolvieron pues todas las decisiones
fueron tomadas de un modo u otro. Su esencia se había fragmentado minuto
a minuto y en algún lugar del universo existían otros Anselmos, con
otras vidas, con otros aciertos y errores; que eran parte de él. Algunos ya
habían muerto, otros seguían con vida y otros recién nacían. Algunos marcharon
a la ciudad, otros (como él) permanecieron en el pueblo. Algunos triunfaron,
otros eran miserables y otros pordioseros. Para cada punto de inflexión de su
vida su alma tomaba todos los rumbos posibles, como si las suposiciones que lo
mantenían en vigiliay lo condenaban a miles de pasados posibles y ningún futuro
concreto, se hicieran visibles a sus ojos. Como si a través de un espejo frente
a otro pudiera observar, de manera infinita, cada reflejo de su persona: igual
de imagen, pero con un albedrío distinto. Infinitos Anselmos paralelos.
Contempló el basto universo en el cauce de sangre y sus afluentes que se
desplegaban por su pecho. Recolectó toda la información, comprendió el
principio y el final, el alfa y el omega, experimentó todas las sensaciones y
sentimientos y sus ojos se nublaron. Una lágrima rodó hasta su pómulo
causándole frío y, desde allí, se precipitó con furia en línea recta hasta la
tierra, sentenciando el final y causando un estruendo que lo ensordeció.
Comenzó a perder el equilibrio y su cuerpo se desplomó. Miró el cielo, sonrió
al descubrir que lo infinito era simple y cotidiano. Exhaló el último suspiro
al instante que la tierra seca sepultaba aquella lágrima fatal, y murió ante la
vista de los presentes que lo recuerdan como una persona vulgar y
viciosa.
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Escritores invitados.
domingo, 24 de agosto de 2014
2014, La pelusa de la Roma.
En 2014 las cosas iban más o
menos así: continuaba mi relación con Simona F. Mi vida con ella en la colonia
Roma seguía a flote, no sin haber atravesado aguas profundas y tumultuosas,
tormentas de todo tipo y algunas aguas bajas que amenazaban con vararnos en
medio de la nada. A pesar de todo ello, Simona era buena capitán y lograba
llevar la cosa del mejor modo posible. Yo era un buen marinero, con la excepción
que me emborrachaba todo el tiempo libre que tenía.
En lo
tocante a la literatura, mi otra batalla personal, el barco parecía haber quedado
completamente atascado. No había publicado nada desde 2012, y no había planes
de publicar nada hasta 2016 o 17, no sé. Quiero decir, nada de libros. El sitio
iba como de costumbre: cada semana se lanzaba un texto nuevo que me sacaba de
la manga, escrito durante mis horas más bajas, mis horas de resaca o de ayuno,
durante mi jornada laboral, o durante mis trayectos en transporte público;
había dejado de escribir en bares, ahora, los bares los usaba para olvidarme
que había que laborar y escribir y vivir y ganar dinero y pagar y mantener a
los gatos y a los perros. Si no tuviese, al menos, mis cortas horas de
escritura y de lectura, podría decirse de mí que era un hombre cualquiera, sin
honor ni esperanza, sin sueños, sin nada más importante en su vida que llevar
pan a su boca y defecar tras haberlo hecho, en un ciclo ridículo y finito al
que llaman existencia humana, vida, humanidad, etc. Mi alcohol y mi literatura
eran el modo de asentar mi existencia a un costado de todo ello, un poco lejos,
sin salir de la mierda en que se está cuando uno vive dentro de los márgenes. A
veces me venía el deseo de marginarme, pero no era suficientemente valiente
para hacerlo: dejar a Simona, mis horas nalga en bares de mala muerte, mi
título desgraciado de escritor, mis
animales, a los que amaba (en especial a mis gatas María y Mariana y al bruto
de Mario Alberto, un perro enorme de raza Solovino,
que rescató Simona, al cual odié durante los primeros meses, pero terminé
queriendo como a un viejo compadre porque era un alama de calle igual que yo),
y sobre todo, a mi literatura, el ser imaginario más sagrado para mí; más
sagrado que Dios y cualquier otra mamarrachada parecida. Mi destino era claro:
me quedaría a sufrir con todo ello. Al final, siempre al final, quedaba la
esperanza de vencer, de triunfar. Lo que eso signifique.
Este modo
de vida, sin embargo, sirvió para crear otra cosa: un grupo de escritores
borrachos e inconformes con casi todo. Entre ellos, el más rescatable (con
rescatable quiero decir, el más borracho e inconforme) era el poeta colombiano
Mauricio Arcila, escritor y creador de la Revista Innombrable. Además de
eso, llevaba una vida similar a la mía, es decir, una vida de mierda recubierta
de un falso e ilusorio glamur cultural: le llamaban Señor Poeta, y a mí, Señor
Escritor. Es lo más grande que teníamos. A pesar de ello, deseábamos acabar lo
antes posible con todo. Bebiendo, interviniendo (es decir, destruyendo),
escribiendo y leyendo y amando a mujeres muy espiritualmente por encima de
nosotros (como mi caso con Simona, que era una mujer inalcanzable para mis
limitaciones humanas, mundanas y vánales. Simona estaba años luz delante de mí
en todo lo tocante a la libertad, los desapegos, la sabiduría del hombre viejo,
el amor a los animales y al planeta, y a su vez, paradójicamente, al odio
mesurado y justificado por el género humano).
En una ocasión escribí una serie de textos
sobre los acontecimientos de nuestras borracheras culturales, donde se
describía, entre otras cosas, de cuando el poeta Raphael Dómine vomitó la sala
de mi casa y fue vetado por mi mujer, Simona, para siempre. O de cuando el
poeta Mauricio Arcila, a quien ya mencioné, recitó en casa del artista visual,
Leonel Lucero, con el pene de fuera, subido a un sillón, completamente borracho
e incitando a los invitados a que se fueran de la fiesta porque los consideraba
unos apestados. O de cuando desgarré con mis propias manos la bandera colgante
de una casa de ricos en la calle de Medellín. La bandera era una bandera
colombiana y lo hice delante de Mauricio e incluso él colaboró y pisoteó la
bandera, renegando de su patria, como un buen poeta, hasta que salió el dueño o
el sirviente del dueño y nos echó. Cosas así hacíamos en 2014 y las
considerábamos actos de rebeldía en contra de nosotros mismos. No deseábamos
ser parte de nada, y menos que nada, de la escena poética actual en aquel
entonces, que congregaba a un puñado de poetas nacidos en la década de los
noventa, y que eran, más bien, una panda de payasos sin la menor educación
literaria, ni nada: una muchedumbre de adolescentes malparidos, indeseados y
seudointelectuales que se volvían vegetarianos y consumían horribles productos
artesanales y creían en las drogas.
Titulé a
aquellos textos, La Pelusa de la Roma, y fue ese el nombre de nuestro grupo,
principalmente, porque todos vivíamos en aquel entonces en la colonia Roma o
Condesa o Alrededores, y la parte de Pelusa aludía a nuestra inconformidad, a
nuestra desesperanza, a nuestra lucha personal en contra de los valores
estéticos, culturales e ideológicos de los colonos, desmitificando el sueño de
vivir en dicha colonia.
No
tardaron en unirse, el dramaturgo Carlos Portillo, otro escritor borracho y
pendenciero al que no recuerdo cómo conocimos, aunque, muy probablemente, le
conocimos como nos conocimos todos notros: en una borrachera de escritores, o
en un evento cultural donde nos emborrachamos, o en algún bar de mala muerte,
borrachos. El poeta Raphael Dómine, considerado el peor poeta del mundo, quien
me contactó para la compra de mi primer libro publicado y tuvo la desgracia de
acercase a mí y a al mundo de la literatura y la vacuidad de existir y saberlo.
El artista visual Leonel Lucero, procedente de Quilmes, Argentina, quien ya era
una pelusa de la Roma y no tardó en reconocernos como parte de los suyos. Además
de él, pasaron por el grupo una serie de artistas extranjeros,
latinoamericanos; sospecho que su extranjería empataba con nuestra
inconformidad: nosotros nos sentíamos extranjeros, ajenos, a todo el desarrollo
de los acontecimientos actuales.
Éramos un
grupo bastante elitista. No aceptábamos a alguien que no bebiese lo suficiente,
o que estuviese a favor de la vida, del sistema, a alguien que no cuestionase
absolutamente todo, que fuese conforme de sí mismo o su situación como
individuo y como género humano. Eso, en teoría; vamos, desarrollamos una teoría…
aunque en la práctica, aceptábamos a cualquiera que bebiera un par de cervezas y
creyera en la poesía, o cualquier otra manifestación artística, o trajera
consigo a una chica buena, o comprara una segunda ronda de alcohol, o tuviese
una fiesta a dónde ir o lo que sea. No nos tomábamos en serio nada, excepto
a la hora de intervenir y escribir. Quizá por ello el nombre de Pelusa nos
pareció perfecto a todos y lo elegimos unánimemente, sin necesidad de hacer
votación ni chorradas.
Intervenimos
un par de eventos y la gente comenzó a hablar de nosotros, a ubicarnos
vagamente, como se ubica a un fantasma. Decían: sí, algo he oído, y lo ligaban
a los nombres Whisky en las rocas, Martin Petrozza, Mauricio Arcila, alias el
Innombrable, y un poeta desconocido llamado Raphael Dómine, al que nadie había
leído, pero ya comenzaba a tener cierta fama. Todo era confuso porque además de
ser parte de la Pelusa, Arcila era parte de la Innombrable y yo de Whisky en
las rocas y editaba para Casa Lamm y podías conocerme en ese ambiente, educado,
previsor y respetuoso, o en otro, en el ambiente de la Pelusa, borracho,
irreverente, necio y pervertido. Mi novia, Simona F., a su pesar, figuraba
también en ambos ambientes. En uno era ella misma, Simona F., la editora y
promotora cultural, y en otro, el fantasma de la novia de Martin Petrozza, una
mujer misteriosa y bella, según aseguraba todo aquel que la había mirado, aunque
pocos la había mirado. Su nombre Salía a colación en nuestras pelusas borracheras,
se decía: Petrozza ¿cómo hiciste para ennoviarte con una musa cómo ella? Yo
alzaba los hombros y fumaba y bebía y la gente se preguntaba qué tenía yo, o
quién era Simona F., y porqué todos la sacaban a colación y la ensalzaban.
Sea como
fuere, pertenecer a la Pelusa era una lucha constante. Había que recorrer las
calles de la colonia todas las noches en busca de bares y beber y gritar todas
nuestras inconformidades con actos y textos y repugnantes. Había que dejar de
creer en todas las cosas. Había que sacrificar nuestra felicidad. Había que
desearse, no secretamente, acabar con todo.
Además de
ello, laboraba, escribía y pagaba mis cuentas como el mejor de los ciudadanos.
Además de ello, era Martin Petrozza. Además de ello, estaba enamorado de Simona
F., y ella era mi primera batalla personal, de la que he hablado en otros
textos, y de la que no me queda más que decir que le debo mi vida toda y todo
lo que hago es por ella, para ella, pensando en ella y con la firme convicción
de que no puedo vivir de otro modo.
Así
fueron los días de 2014, Dios.
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Escritor: Martin Petrozza.,
La pelusa de la Roma
domingo, 17 de agosto de 2014
No lo hagan sobre el suelo.
No solía escribir en casa, lo hacía durante
el tajo, pero aquella noche estaba muy inspirado (lo que eso signifique); cogí
un par de cervezas, un par de cigarrillos, una libreta y un bolígrafo y me puse
a escribir una historia. La cosa salía por sí sola. Me gustaba cuando ocurría
porque podía escribir un par de textos de corrido y al finalizar quedaba
exhausto, como si hubiese hecho el amor a tres chicas o así.
También, aquella noche,
era sábado y la gente estaba inspirada, aunque de otro modo, vamos: a las once
sonó el timbre y no quise bajar a abrir, pero insistieron mucho. Temí que fuese
mi ex mujer porque eso significaría gritos y reclamos. Tanto de mi parte como
de la suya, da igual.
Era Harold,
un pelmazo de un empleo pasado. Hola, dijo. Dios santo, Harold, hola. Alzó el
brazo y sonrió. Traía consigo una caja con doce cervezas. A que te apetece una,
¿no?, exclamó. Harold, querido, Dios, por supuesto que me apetece. Entonces…,
titubeó Harold. Vale, venga, sube, sube. Subimos a mi apartamento. Nos
instalamos en sillas a la mesa. Destapamos un par de cervezas y bebimos en
silencio. Tenía la cabeza embotada en mi historia. En algún momento Harold miró
la libreta y dijo: ¿escribes? Joder, Harold, te lo he dicho desde que te
conozco: escribo, soy escritor. Pensé que trabajas en S & S, dijo. Dios,
sí, también hago eso, pero ello no significa nada, hombre, soy escritor
principalmente. ¿Te pagan?, preguntó. Maldita sea, pensé, aquí vamos una vez
más con el rollo de la literatura y la paga. No, hombre, no me pagan. Déjalo,
exclamó Harold, como si fuese un maldito sabio de la vida, o un vidente con
capacidad de advertirme que no valía la pena mi esfuerzo porque nunca sería un
escritor reconocido, o como si no entendiese muy bien lo que significa
escribir. Claro, querido, lo dejo ahora mismo, ¿ves? Cerré la libreta y la eché
al sofá. Voló por los aires. Ahí va mi carrera y mi futuro, pensé.
Petrozza, dijo Harold.
Sí, Harold, ¿qué pasa? No sé, contestó, dímelo tú. Le miré a los ojos. Exhalé
el humo de la última bocanada de cigarrillo. Te pasa algo, hermano, no puedes
mentirle a Harold, dijo. Me asombré. Ahora resulta que Harold puede intuirme y
se refiere a sí mismo en tercera persona. Vale, dije, si Harold quiere saberlo…
se lo diré. Pero… debes estar de acuerdo en que fuiste tú quien preguntó, no
yo, y si cuando lo haya dicho te arrepientes de haberlo escuchado, no me jodas
a mí, habrá sido tu maldita culpa por… bueno, por fisgón. Los ojos de Harold
saltaron. ¿Qué pasa, Petrozza?, me preguntó acercando su redonda cara a la mía.
Le puse la mano en la frente y se la agarré. Lo acerqué aún más a mí, y le
dije: s-o-y h-o-m-o-s-e-x-u-a-l. Estoy enamorado de ti, Harold, querido.
Estuve a punto de darle un beso, pero se hizo atrás tan desesperadamente que
casi se cae de la silla. Se levantó y gritó: ¡no es cierto!, ¡no tú!, ¡no!
Asentí lentamente con la cabeza, una y otra vez, una y otra vez. ¡Harold, me
encantas, Dios, no sabía cómo decírtelo, Harold! El pobre Harold era capaz de
tragarse el cuento más inverosímil. Aunque fuese homosexual, no me fijaría en
él porque era un pelmazo feo y retrasado. Me levanté de la silla y lo acosé. ¡No,
Petrozza, tú no, tú no!, gritaba Harold mientras se alejaba de mí. Vale, le
dije, ya siéntate, no es verdad, idiota, estoy jugando. Pero Harold ya no
podía creer en mí. Estaba muy consternado. Quería ahondar en el tema, casi como
si, secretamente, le gustase saber que yo…
Otra vez sonó el timbre.
No sé por qué, pero Harold se ofreció a bajar y abrir. Me pareció buena idea.
Si es mi ex mujer, le dije, di que no estoy, que he salido, o lo que sea, que
llevas esperándome una hora, o lo que sea, pero por amor a Dios no la hagas
subir ni permitas que se escabulla hasta acá arriba, Harold. Harold Asintió con
la cabeza. Es que deseo estar a solas contigo, amor, le dije en tono de puta.
Chasqueó la boca y bajó. Cogí una cerveza mientras tanto.
Escuché pasos y risas
venir por la escalera. Dios, no, pensé, no hoy. Reconocí la risa de mujeres.
¿Quiénes serán?, me pregunté. Bueno, era Bobby con un par de chicas. Me saludó
efusivamente. No me moví mientras él me abrazaba y reía y me presentaba a sus
amiguitas. Así las llamó, dijo: te presento a un par de amiguitas, ¿okey?, ella
es Jes y ella es Jos. Se carcajeó. Jes y Jos, se carcajeó de nuevo (venían
bebidos). Las chicas también reían y se movían y todo eso. Estaban buenas, sí. Las
saludé de beso y casi me comen la boca. Ya, dije, vale, ¿qué quieres de mí? Una
de las chicas sacó de su bolso una botella de whisky. Bobby dijo que podíamos
bebernos esto en tu casa, papi, dijo Jes, o Jos, no sé. Bobby me abrazó. Venga,
Petrozza, he traído una para mí (señaló a una de las chicas)… y otra para ti
(señaló a la otra chica). La chica que me correspondía me sonrió. Dijo: Bobby
me ha contado de ti, eres escritor, ¿cierto? No sé, respondí. Harold se acercó
a mí, dijo: muy bien, Petrozza, espero que con esto me demuestres que lo de
hace rato fue una broma. ¿Qué cosa?, preguntó la chica de Bobby. Harold se
arrepintió de haberlo dicho, no deseaba ventilar mis intimidades, aunque era
imbécil y ya lo había hecho. Di dos pasos atrás. Verán, chicos, dije, hace
cinco minutos acabo de confesar a Harold que s-o-y h-o-m-o-s-e-x-u-a-l.
Las chicas se llevaron las manos a la boca y rieron. Bobby me miró atónito. Me
agarró la cabeza y me dijo: ¡no, tú no, Petrozza, tú no, amigo! Asentí
lentamente con la cabeza. Las chicas se cuchicheaban. Harold me abrazó y dijo a
Bobby: yo también se lo he dicho: ¡Petrozza no, él no! Vale, éste
es Harold, dije a Bobby. No lo había presentado. Se saludaron con la mano.
Luego las chicas saludaron a Harold.
Se sentaron en sendas
sillas, destaparon la botella, encendieron cigarrillos, rieron y contaron
chistes y se olvidaron de mí. Harold se acercó a la chica que me correspondía.
Le habló y todo eso, pero no era bueno con las mujeres y ella le dio esquinazo
en cuanto pudo, disculpándose para ir al sanitario. Se levantó y fue hasta mí.
Guapo, dijo, ¿dónde puedo vaciar el tanque? Mascaba chicle. ¿De dónde las habrá
sacado Bobby?, pensé. Estiré la mano. Segunda puerta a la derecha, contesté. Se
quedó frente a mí un par de segundos antes de reaccionar. Me miró y dijo: ¿quieres
acompañarme?, qué tal si me pierdo, papi. Piérdete, exclamé. Dios, no quise
decirlo, me salió del alma. Frunció la boca y exclamó: ¡ash!
Bueno, cogí un vaso y me
preparé whisky en las rocas. Total. Lo bebí a lado de Harold. Bobby estaba muy
ocupado besando a Jes o lo que sea. Petrozza, me dijo Harold al oído, tienes
que ser honesto conmigo, hombre, dime la verdad, tú… realmente… Carajo, Harold,
le interrumpí, no soy homosexual, Dios, es una broma para joderte el seso y
volverte loco, es todo. Harold me miró directo a los ojos, en busca de la
verdad. Abrí los ojos y me acerqué rápidamente. Harold pegó un brinquito.
Idiota, le dije, ya te digo que es mentira, cabrón.
La chica del sanitario
llegó. Se paró frente a Harold y frente a mí. Dijo: un pelmazo y un joto, ¿qué
hice para merecer esto? Lo dijo echándose atrás y cubriéndose la cara con la
mano, dramáticamente. Bobby le escuchó. Se levantó. ¡Mi amigo no es joto!,
exclamó, como si ella me hubiese ofendido en serio. Petrozza, me dijo,
demuéstrale a Jos que no eres un jodido maricón. Calma, contesté, no es para
tanto, si lo fuera, ¿qué habría de malo? ¡No lo eres!, gritó Bobby. Se lo
tomaba muy a pecho. No le gustaba que una zorra llamara joto a un amigo suyo.
Era demasiado hombre para ello. Incluso la homosexualidad de los otros, de sus
amigos, le calaba hondo. Jos se me echó a las piernas. Intentó besarme. La
rechacé. Se levantó y gritó: ¡Sí lo es! Harold se llevó las manos a la cabeza.
Bobby me plantó cara. Amenazó con pegar a Jos si yo no la besaba. Jes gritó que
dejara en paz a Jos. Todos estaban ebrios, excepto yo. Jos gritó: ¡tú amigo es
un comeverga! Dios santo, eso sí me llegó. Podía soportar las palabras homosexual,
gay, joto, puto, maricón, invertido… ¡pero comeverga! Me lancé sobre Jos y la
besé. Cuando nos separamos del beso, le saqué las tetas del escote. ¡Dios
santo!, exclamó. La cogí del brazo y a fuerza la llevé a la habitación. Dentro,
ella sola, me bajó los pantalones y me la mamó. Antes que terminara la levanté,
la aventé a la cama y la monté. Subí el vestido y ladeé la tanga. Fue algo muy
excitante, debo confesar. Me corrí pronto. Cuando hube terminado me subí los
pantalones y me volteé. Harold estaba mirando. Jos dijo: dame más, papi, ¡no te
vayas! Miré a Harold y le eché una mirada de aprobación. Harold se mojó los
labios. Se acercó tímidamente a Jos. La tocó muy despacio. Jos mantenía los
ojos cerrados y la cabeza echada atrás. Harold se bajó los pantalones
lentamente. Luego los calzones. Cuando estuvo a punto de penetrarla, Jos se
alzó. ¡Auxilio!, gritó. Me acerqué a ella, a su oído. Le susurré: déjate, no te
va a caer tan mal después de todo, ¿no? Ya no se quejó. Salí de la habitación.
Fuera, Jes le hacía una mamada a Bobby en la sala. Bobby estaba de frente a mí.
Me miró entrar y me llamó. Me acerqué a él. Me colocó a su lado y me incitó. Me
saqué la verga y Jes se puso a tocarme y a mamarme intermitentemente. No es una
mala noche después de todo, pensé.
De pronto todos estaban
en la sala. Actuaban como si nada hubiese pasado, incluso Jos. Nadie volvió a
decirme homosexual. Bebimos las cervezas y la botella. Un extraño silencio,
como si todo se hubiese salido de control y nadie quisiera hablar de ello, o
como si nadie recordase que hace menos de treinta minutos…
Pero pronto, volvimos a
calentarnos. Harold fue el primero. Se acercó a Jos y la besó. Jos se dejó
hacer. La manoseó en la sala. Tenía los pechos de fuera y Harold la tocaba y la
chupaba desesperadamente. Jes exclamó. Se sacó las tetas ella misma y buscó la
boca de Bobby. Yo quedé un poco fuera, pero en algún momento sentí la mano de
Jes llamarme mientras Bobby le chupaba el pecho. Me acerqué a ella, de pie, y
me tocó. Harold ya estaba de pie, con la boca de Jos en él. Bobby se quitó a
Jes de las piernas y la aventó al suelo; se escuchó un golpe seco, creí que se
había lastimado, pero desde allí se la chupó a Bobby. Mientras tanto, me tiré
con ella y le acariciaba el pecho y el pubis. Harold y Jos se unieron a
nosotros, sobre el suelo. Jos se colocó a cuatro patas y Harold la penetró. Los
gemidos de Jos nos excitaban. Jes no aguantó más y se tumbó boca arriba para
que Bobby la montara. Al mismo tiempo me chupaba los huevos. Bobby y yo
quedamos de frente, muy cerca el uno del otro. Fue un momento incómodo, pero
supongo que recordó que yo no era homosexual. Cerró los ojos para no verme la
cara. Luego, Bobby y yo cambiamos de lugar. Esta vez con Jes a cuatro patas, yo
penetrándola por la vagina y Bobby por la boca. Harold Estaba a punto de
correrse y se corrió. Gritó como un loco y se echó al suelo y no se movió más.
Jos no había tendido suficiente. Se acercó a mí y me besó el culo mientras se
lo hacía a la otra, y me corrí. Cuando lo hice se me aventó y comenzó a
chuparme hasta que logró una segunda erección. Sin embargo, era muy pronto y no
llegaba a durar. Bobby había cogido a Jes por la cintura y se lo hacía de lado.
Jos me decía: levántate, papi, o voy a pensar que sí eres maricón. Pero la cosa
ya no funcionó y comenzó a llamarme maricón. Bobby y Jes la escucharon y se
interrumpieron. Cogí a Jos por el cabello y la tumbé, para que no hablase y
dejase a Bobby acabar en paz. Me coloqué en la posición de sesenta y nueve y
nos chupamos lento y suave. Ella se corrió y yo pude levantar la cosa. Me
cambié de orientación, la penetré desde delante, con sus piernas en mis
hombros. Fue un sexo brusco.
Al día siguiente me
dolían las piernas, las rodillas, el abdomen, la espalda, las palmas de las
manos. No lo hagan sobre el suelo, Dios. No lo hagan sobre el frío y duro
suelo.
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Escritor: Martin Petrozza.
domingo, 10 de agosto de 2014
Ella es así (Charly).
ELLA ES ASÍ (CHARLY)
Durante la primera hora Charly permaneció sola, lo que llamó mi
atención y me atrajo porque realmente prefiero convivir con gente solitaria,
así que me acerqué a ella (yo había permanecido solo el último cuarto de hora,
bebiendo cerveza y mirando a la gente). Le dije, hola, soy Martin Petrozza, ¿y tú? Soy Charly, dijo. ¿Bebes cerveza? No, gracias. ¿Qué bebes
entonces? Whisky, pero no hay. ¿Te apetece un whisky? Sí. Vamos. Salimos
del departamento y fuimos al bar más cercano, en avenida Cuauhtémoc.
Ordenamos un par de copas.
Charly se soltó a hablar con demasiada soltura. Eso es lo que necesitaba
Charly, un empujoncito de whisky. Es lo que necesitan la mayoría de las
personas. Me contó su vida, cosas personales. Siguió por la misma línea y me
conmovió. Le invité cuantas copas quiso. Tenía un par de ojos negros y tristes,
una sonrisa escuálida, bella hasta cierto punto. Cabellos negros y alborotados
que la dotaban de un aire de locura o de rareza, no sé, y lo más importante:
una actitud melancólica. Miraba de un modo que te hacía pensar en darle todo lo
que llevabas encima, dinero, ropa, teléfonos, ofrecerle hospedaje, bebida,
alimentos, todo con tal que no fuese a rajarse las venas en cuanto dejaras de
mirarla. En ocasiones sonreía y era, como ya dije, casi bello. Esas sonrisas
eran estrellas en el negro cielo de altamar. Había que seguirlas, buscarlas
todas. Eso es lo que deseaba: sacarle sonrisas a Charly. ¿Por qué? Bueno, antes
de acercarme a ella y de beber todos esos whiskies, había bebido nueve
cervezas. Probablemente Charly pensaba en mí como en un tonto, pero yo no tenía
tiempo de pensar en ello ni iba a detenerme por eso. Me estoy haciendo viejo,
pensé. Antes miraba a una chica y no pensaba otra cosa que acostarme con ella.
Ahora pienso en ayudarlas, protegerlas, amarlas de un modo casi paternal. Pero
tengo treinta años, aún puedo acostarme con ellas de buena gana y chuparles el chocho
sin sentirme un viejo comeniñas (incluso si lo son).
En algún momento Charly
mencionó que tenía hambre. Le propuse ir a comer a un sitio de tacos en la Roma
Sur. Aceptó de buena gana. Ordené la cuenta, pagué, salimos del bar, cogimos un
taxi y llegamos. En el transcurso, Charly colocó su mano sobre mi pierna. Cogí
su mano un par de segundos, no sé, y la separó. Pensé: no va a costarse
conmigo. De cualquier modo pagué la comida. Pedimos tacos con mucha salsa y
coca colas. Cuando estuvimos satisfechos le dije, ¿qué piensas hacer? ¿Hacer de qué?, respondió. Ahora mismo, ¿qué harás?, ¿a dónde irás? Me miró con su mirada,
llena de súplica, Dios. ¿Quieres venir a
casa?, pregunté. Frunció la boca. ¿Dónde
vives? En Querétaro, respondí, a cuadras de aquí, podemos ir a pie.
Charly asintió con la cabeza. Salimos del local y caminamos bajo la luz de una
luna menguante y la luz eléctrica de los anuncios de publicidad. La luz de
éstos nos daba de lleno en la cara. Carteles en para-buses, iluminando la vida
nocturna de la Ciudad de México, sobre Insurgentes. ¿Quién mira la luna hoy en
día? La luna no ofrece las últimas novedades de Adidas.
Busqué las llaves dentro de
mis pantalones. Por un momento creí que las habría perdido pero aparecieron al
instante siguiente del que lo creí. Abrí el zaguán con cierta torpeza. Hice
pasar a Charly delante de mí. Le indiqué cuáles escaleras tomar. Ante la puerta
del departamento, me adelanté. Abrí la puerta, esta vez con certeza. La dejé
entrar antes que yo. Una vez dentro, exclamó: ¿dónde está el baño? Se lo indiqué y pasó. La escuché orinar con
mucha fuerza. Cuando salió le dije, tienes
un pis hermoso. ¿Cómo?, se extrañó. Nada,
olvídalo, dije. Fuimos directos a la habitación.
La primera en desnudarse
fue ella. Lo hizo con soltura, como si estuviese acostumbrada a desnudarse
frente a hombres, o como si yo no fuese un hombre, ¿ves? Le dije, déjate los calzones, no es necesario.
Alzó los hombros. Se los quitó y los colocó sobre la mesilla. Me desvestí excepto
los calzones. Nos metimos a las colchas, boca arriba. Guardamos silencio. La
primera en hablar fue ella. Dijo: ¿puedes
prestarme algo de dinero si lo hacemos? ¿Prestarte dinero?, dije, no me friegues, si lo hacemos te lo quedas, es tuyo.
Al amanecer le di todo el
dinero que había en mi cartera. Charly tenía la capacidad de hacer aquello, de
llevárselo todo sin que lo notaras; por tu propia voluntad.
2
Dos semanas después, en una reunión de escritores en la
colonia Roma, me enteré que Charly era conocida por algunos de ellos y la
consideraban así. Les conté de mi encuentro con la
chica. Dijeron: ¿cuánto te sacó? Nada,
respondí. Vamos, insistieron, Charly es así, ¿cuánto le diste? Me sentí
estafado. Hubiese sido mucho más honesto de su parte dejarlo claro: me acuesto por dinero, ¿y qué?
Aquella noche no le saqué
el número a Charly, no tenía modo de contactarla; me dije que la olvidaría y
consideraría lo que pasó entre nosotros como una aventura sexual sin
importancia. La cosa con Charly había estado bien, sin embargo, no era una
chica por la que uno perdiera el seso. Podían atropellarla y no me importaba.
Pero luego, dos o tres
días más adelante, la encontré en Tres Gallos, un bar en la Glorieta de los
Insurgentes. Iba con un hombre. La miré y pasé de largo. Me instalé lejos de
ella. En algún momento, pasados treinta minutos o así, se acercó a mi mesa y me
saludó. Hola, le dije, ¿cómo va tu nuevo cliente? ¿Cuál cliente?,
preguntó asombrada. Dijo que el hombre con quien venía se había ido y me
solicitó permiso para sentarse conmigo. Se lo di, por supuesto. Una vez
sentada, fui directo al grano: no tengo
dinero, si eso te molesta… puedes irte. Oye, dijo, ¿de qué vas? De qué vas tú,
exclamé, como si no supiera que te
acuestas con hombres por dinero. Charly no se espantó. Dijo: bueno, te lo han contando, ¿no? Ella
sabía de mis relaciones con los escritores Oscar Durán y Andrea González. Estos
dos se habían acostado con Charly por dinero en más de una ocasión.
Charly tomó asiento y
ordenó cerveza oscura. La pagó en cuanto la trajeron con un billete de cien
pesos. Cuando le trajeron el cambio, lo rechazó. Dijo al mesero: ábreme cuenta, ya te iré pidiendo las
cervezas. Cada cerveza costaba veinte pesos. La miré con aprobación. Dijo: disculpa, no quise hacer lo que hice la otra
noche, ¿sabes? Alcé los hombros. Es
igual, dije. No, no lo es, insistió
Charly. ¿Por qué no lo es?, pregunté
sin ánimo. No deseaba escuchar la triste historia de su vida una vez más, que
va sobre las carencias afectivas en sus relaciones con hombres, etc. Lo pensó
varios segundos antes de contestar: bueno,
no lo sé con exactitud… ¡pero te
aseguro que no es igual y no volveré a comportarme así contigo, no debes pagar
por… por mí! Ya, dije, no me
interesas, en todo caso. Charly se asombró. Era una chica con un atractivo
muy peculiar; podía decirse que era muy bonita, aunque no lo fuera en
realidad, no sé. Sonrió y dijo, así
mejor, seremos amigos, ¿okey? No contesté. ¿No quieres?, preguntó realmente asustada. ¿Qué le asustaba?, ¿el
rechazo? No entiendo qué clase de amistad
tendríamos ni con qué sentido, dije. Charly se ofendió, lo sé. Al mismo
tiempo, se tranquilizó mentalmente, suspiró y dijo, pues cómo quieras. Acto seguido, se levanto, se llevó su cerveza a
otra mesa y se puso a beber sola.
La observaba desde mi
sitio, no voy a engañarlos a ustedes, con cierto celo y pocas ganas de ir con
ella, de pagarle el trago, alimentarla y acostarme con ella por lo que sea que
me sobrara de dinero después de hacer todo aquello. No pasaron quince minutos
antes que alguien la abordara. No era el único que admiraba su belleza. Se
pusieron a hablar y luego de veinte minutos se levantaron y se fueron. Sólo
tomó tres cervezas de su cuenta. Yo bebí las últimas dos. Se las pedí a Sergio y
aceptó dármelas porque me vio sentado con ella.
3
Durán me llamó y me invitó a una ponencia sobre poesía
conceptual, en Casa Refugio, después de la cual existía la posibilidad de ir a
su casa con algunos de los invitados a beber cervezas. La poesía conceptual no
me interesaba en absoluto; prefería llegar directo a las cervezas en su casa.
Cuando quedamos, me avisó que iría Charly. ¿Y
qué?, exclamé. Pensé que debía
decirlo, dijo. Es igual, dije, gracias, supongo.
Charly llevaba el pelo más
alborotado que nunca. Pasó una hora antes que alguno de los dos se acercara al
otro. La miré un par de veces antes de acercarme a ella. Cuando estuve seguro
que no venía con alguien, la intercepté camino al sanitario. Le dije, bueno, tengo cien pesos, ¿lo quieres? ¡De
qué vas!, exclamó. Cien pesos por una
mamada, es un buen negocio, ¿no?, dije. No contestó. Dio media vuelta y me
dejó plantado. Me arrepentí de haberlo dicho inmediatamente terminé de decirlo.
Estaba haciendo el tonto porque no había otro camino.
Bebí una lata de cerveza y
fumé un cigarrillo antes de acercarme a Charly por segunda vez. La miré de cara
al balcón. Llegué por detrás. Me sintió venir, se dio vuelta y me plantó cara. Lo siento, dije, no quise decir aquello. No
importa, dijo. Daba la impresión que había pensado detenidamente en ello,
en lo que diría cuando le ofreciera disculpas; estaba muy segura que lo haría. ¿No bebes algo?, pregunté. Whisky, pero no hay, contestó con una
sonrisa tímida y ojos tímidos y coquetos al mismo tiempo, dando pie a
reencontramos, aceptándolo todo con el brillo de sus ojos. ¿Te apetece un whisky? Sí. Vamos.
Compramos whisky en la
esquina y regresamos a la casa de Durán. Nos instalamos en una zona oscura,
sobre un sofá lóbrego de tela hirsuta y nos pusimos a beber de la botella. ¿Eres adicto al whisky?, preguntó al
verme dar el primer trago y exclamar que estaba delicioso. Sí, respondí. Yo también,
confesó sonriendo. Una vez más, las estrellas resplandecían para guiar el
camino.
Hablamos toda la noche.
Nadie nos interrumpió. Ni siquiera Durán. Les miraba a todos hacer, bailar,
charlar, beber. No eran nada ni nadie, ni me interesaba estar con ellos. ¿Para qué sales con esta gente si la
repudias?, me pregunté. ¿Para qué
sale Charly con esta gente, si no habla ni bebe cerveza? Repudiamos más
nuestra soledad, mientras más solitarios nos declaramos. En algún momento, le
dije, Charly, no hay necesidad de estar
aquí. ¿Cómo?, exclamó. Vamos, me
expliqué, tú y yo no necesitamos estar
aquí, entre esta gente. Asintió con la cabeza. ¿A dónde quieres ir?, preguntó. Me levanté de la silla. Cogí con
una mano a Charly y con la otra a la botella. Las jalé. No sé, dije, a donde sea.
Sonrió y me siguió, cogida de la mano, hasta el motel más cercano.
Dentro del cuarto nos
desnudamos inmediatamente. Hicimos el amor sobre el suelo. La penetré desde
atrás y antes de venirme se lo avisé y pudo abrir la boca para recibir mi
semen. La besé antes que lo tragara y bebimos juntos el licor de mis pelotas.
Cuando acabamos, nos recostamos en cama. Encendimos cigarrillos y dimos
traguitos al whisky, con cuidado de no ahogarnos. Lo hicimos un par de veces
más antes de dormir definitivamente, ahora de lado y con ella debajo de mí. En
una ocasión me vine sobre sus nalgas; en otra, sobre sus tetas. Fue un sexo
bueno y vivificante.
Al amanecer, Charly no
estaba. Un rayo de sol en la cara me despertó. Ya lo tenía claro. Un rayo de
luz en la cara augura una relación con muchos desatinos. Un rayo de sol en la
cara es un disparo directo y certero. Con qué así iba a ser, ¿no? Miré la
botella de whisky sobre la cama. Un rayo de luz también la tocaba a ella. Sobre
el suelo, a la sombra del buró, yacía mi cartera. Estaba vacía.
4
¿Me odias
por haberme ido con tu dinero?, preguntó.
Te odiaría más si te hubieras quedado. Entonces
te amaría y te lo entregaría todo aunque tú no me amaras. Ahora sé que no voy a
amarte nunca y te lo agradezco porque eso significa que no voy a sufrir por ti.
Charly dio un trago a la botella y se quedó pensando. Le acaricié un seno. Miró
mi mano acariciar su seno, colocó su mano sobre la mía y dijo: mejor así, ¿no? Asentí con la cabeza.
Acto seguido, le comí el sexo y durante el progreso de su orgasmo lo olvidamos
todo respecto a los sentimientos. Después de ello, Charly me lo hizo a mí.
Mientras me lo hacía me miraba a los ojos y por más fuerte que intentase ser,
veía súplica en sus ojos. Me vine en sus ojos. Al final de esta velada, que
ocurrió en el hotel Colonia Roma, de Jalapa y Obregón, metí un par de billetes
(todo lo que había en mi cartera) en el bolsillo trasero de su pantalón, sin
que ella se enterara.
En adelante no puse más
objeciones ni traté de impedir que la cosa se desarrollara según las reglas
naturales del juego de Charly. No me enfadaba. Hacíamos el amor y le entregaba
los billetes que me sobraban. A veces no era mucho, a veces era mucho más de lo
que yo desearía; y en mis pláticas con Durán y González les decía: ella es así. Me importaba un pito
decirlo abiertamente y hacer cuentas delante de ellos de cuánto dinero había
dado a Charly desde que la conocí, y cuanto whisky en las rocas habíamos bebido
y comprado, y cuantas cuentas de comida y de taxis y moteles había pagado.
Mucho más de lo que me hubiese costado acostarme con prostitutas. Pero se trataba de Charly y no me importaba.
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