Una mujer llamada Ele dijo que me lo enseñaría todo
respecto al sexo y la creí. Me fui con ella por trescientos peses mexicanos.
Inmediatamente en el cuarto me bajó los calzones y se llevó a la boca mi
virilidad erecta. La chupó unos buenos minutos, hasta que me corrí.
Después de ello me recostó como a un bebé sobre la cama y me arrulló. Metió mi
cabeza en su regazo y estuvo dándome palmaditas en la espalda y repitiendo
cosas a mi oído, como: no pasa nada, hijo. Todo está bien, etc.
Podía escuchar el latir de su corazón y un olor opaco y maduro entraba por mis
fosas nasales. Comencé a llorar en silencio y creí en ella como en una santa.
De pronto miró la hora. Se levantó y se fue. Ni siquiera tuvo que vestirse.
Cuando salió de la habitación
me sentí tonto y estafado. Sin embargo, en el transcurso de la semana tuve una
depresión y la semana siguiente volví a con ella. Esta vez ni siquiera me lo
hizo con la boca. Me desnudó y me recostó en cama. Se tumbó a mi lado y
mientras me repetía al oído todas esas cosas, con una mano me acariciaba los
cabellos y con la otra me masturbaba tiernamente. Yo mantenía los ojos
cerrados, recostado boca arriba, como un muerto. Cuando me corrí, me pareció
que un río de maldad salía de mí y me liberaba. Cuando dejó la habitación la
bendije mentalmente y creí en ella, esta vez para siempre; la llamaba la Santa
Ele. Pensaba en cómo sería su vida y todo eso; podría decirse que me enamoraba aunque
no era verdad, sencillamente, ella era una prostituta y yo un cliente. ¿Cuántos
devotos tendrá la santa Ele?, me preguntaba en ocasiones, pero lo
olvidaba en seguida porque prefería engañarme y pensar que era sólo mía, aunque
eso fuese estúpido e imposible.
En cierta ocasión bebí más
de la cuenta en un bar de la calle de Allende y sentí necesidad de fornicar. En
el bar había un par o más de buenas chicas, pero yo había ido solo a aquel bar
y durante todo el tiempo estuve solo y las chicas me miraron y yo no les
contesté las miradas ni hablé con ellas ni brindé con ellas y sus amigos
cuando, gracias a los efectos del alcohol, hubo un momento de hermandad entre
todos los briagos. Ahora no podía levantarme e iniciar con ellas un lazo, un
vínculo, una conversación. Se pensaron de mí que era raro, solitario y, quizá,
peligroso. Si iba a hacerlo sería con una prostituta. Pagué la cuenta y salí
del bar.
Caminé hasta la calle de San Pablo,
en el barrio de la Merced. Allí se paraba Ele, pero aquella tarde no estaba, o
no la vi. No me importó. Estaba borracho y deseaba hacerlo con una chica más
carnal. El sexo espiritual de la Santa Ele es bueno, pero a veces uno
tiene ganas de mancharse con el lodo, pensé. Me fui al cuarto con una niña
de dieciocho años. Me cobró ciento sesenta pesos, la tarifa normal. Ele cobraba
casi el doble y hacía mucho menos; al mismo tiempo hacía mucho más: era más
barato que ir a la iglesia o al psicólogo y además te masturbaba con la mano o
con la boca, como una cortesía. Debería cobrar miles de pesos, curaría
a un montón de gente rica y necesitada. Podría incluso curar al hombre más rico
y vacío del mundo; hacerse rica ella también, pensé.
La adolescente se llamaba Diana.
Solía preguntar el nombre de mis cortesanas, era muy importante
para mí. No importa si mentían, lo importante era poder llamarlas de algún modo
en mis ensoñaciones, distinguirlas a unas de otras. Diana era una chica
estupenda, podías hacerlo con ella e incluso bromear y reír. Entablamos cierta
amistad, hasta donde su oficio puede permitir una amistad con un cliente, no
más. El sexo con Diana era reconfortante porque me hacía sentir como un hombre
que sabe acostarse con una mujer (aunque fuese mentira). La mayoría de las
prostitutas con que me acostaba no sabían absolutamente nada de su oficio. No
basta con abrir las piernas, hay que crear sensaciones en los clientes. De
superioridad, principalmente, de amor, de afinidad, no sé. Si no lo hacen dejan
un amargo sabor de boca, un sabor a vacío y soledad muy fuertes y uno se jura
que jamás volverá (aunque vuelva). Con Diana podías creerte que te quería de un
modo casi secreto y prohibido. Le saqué su número y la llamaba por las tardes.
Me contaba algunas cosas, nada serio. Reíamos y prometíamos que un día saldríamos
y comeríamos helados e iríamos tomados de la mano por las calles de la colonia
Roma. Sin embargo, nunca pudimos hacerlo porque su horario de trabajo la mataba
y siempre tenía encima a sus padrotes y a su novio (tenía novio y éste no sabía
del oficio de Diana, según ella). No importa, en el fondo ambos sabíamos que
todo era mentira, nunca saldríamos ni nos interesaba hacerlo realmente. A eso
me refiero cuando digo que una prostituta debe ofrecer algo más que sexo a sus
clientes. La Santa Ele y Diana eran un par de prostitutas excelentes. Apuesto
que tenían clientes fieles y todo eso. Es casi como si con ellas el sexo
quedase en segundo plano. Una cosa muy difícil de lograr en este ambiente. Sin
embargo, yo hubiese salido con Diana a pesar de su oficio y me hubiese
encantado poder decir: mi chica es prostituta, a los colegas. Se
volverían locos. Las posibilidades que ofrecía una relación así me eran
atractivas. Me excitaba pensar en ello.
En adelante me dije que no me
acostaría con nadie más, excepto con mis dos damas. No fue posible. A pesar del
vínculo que yo presumía tener con ellas, a pesar de mi fidelidad, ellas no me
eran fieles y no siempre las encontraba en sus esquinas. Ya sea porque no estaban
o porque estaban con otro. Las extrañaba, por supuesto. Las extrañaba según mis
necesidades. Si estaba deprimido añoraba las caricias maternales de Ele; si me
encontraba bebido y excitado, extrañaba el sexo de Diana.
Me acostaba con alguna otra chica
con tal que estuviese buena. Ninguna tenía la magia de aquellas dos. De todas,
recuerdo a Mariana, una chica que usaba pantalones. Se lo dije aquella vez en
el cuarto, le dije: ¿acaso no es incómodo usar pantalones para este
oficio? Eran unos pantalones pegados y los debía arrancar como a la
piel para sacárselos y luego meterse en ellos como quien se mete en una tripa
de cerdo. No, ya me acostumbré, dijo. Después de todo
no es problema mío, pensé. La dejé hacer lo que quisiera. Me lo chupó
un poco y luego me montó. Se movía muy aprisa. En algún momento la escuché
rogar que me corriera. Eso es lo que odiaba de ellas: su maldita prisa por
sacarte el jugo y los billetes. ¿Quieres dinero? ¡Gánatelo! ¿No te satisfacen
ciento sesenta pesos? Ele cobra trescientos y los hombres volvemos con ella,
¿tú por qué crees? Porque Ele tiene alma, aún tiene alma, Dios, y la mayoría de
ustedes sólo son pieles de víbora muerta, ya sin víbora. Fuera de Ele y Diana
el sexo con prostitutas me enfadaba y me dejaba malhecho, deprimido, con una
sensación de desear la muerte de todo el género humano. Si pensaba en las
chicas me deprimía aún más. Lloraba en silencio por ellas y por el mundo hostil
en que me encontraba vivo. No importa si huía de aquel mundo de prostitución,
no importa si me enfocaba a trabajar y a formar una familia, de cualquier modo
ese mundo siempre estaría ahí, lo viese o no, y eso implicaba que cualquier
otro mundo rosa que pudiese construir fuese falso, tocado a lo lejos por otros
mundos oscuros. Eso es el problema: todos estamos tocados por todos los mundos,
y hay mundos horribles que envilecen a todo el género humano.
2
La tercera vez que pagué los servicios de Ele, me acomodó
en la cama, me lo hizo con la boca, desde el pene hasta los testículos y el
ano, y me metió el dedo al ano y sentí una sensación de miedo y placer
insólito. No dejaba de masturbarme mientras removía el dedo dentro de mí, y me
decía: el sexo debe curar, hijo mío, si no cura no sirve.
Yo asentía con la cabeza mientras apretaba los ojos y los labios y me dejaba
hacer, confiado plenamente de mi dama y curadora. Estando así, a gatas sobre la
cama y con Ele tocando mi cuerpo de un modo ignorado por mí hasta entonces, me
sentí renovar. Sentí crecer dentro de mí nuevas posibilidades. Me corrí más
fuerte que nunca antes y el orgasmo me duró varios minutos. Estaba claro: podía
confiar en Ele.
En otra ocasión me hizo
que le chupase el coño y poco antes de correrse se orinó sobre mí. Dijo que
aquella lluvia dorada me lavaría de envidias y del mal de ojo, entre otras
cosas. Luego me lavó en la ducha con vapor y un ramo. Traía el ramo en su bolso
y no lo noté hasta que lo usó. Lo pasó por mi cabeza y por todo mi cuerpo.
También pasó un huevo que sacó de un bolso más pequeño. Lo frotó contra ciertas
partes de mí, desde la coronilla hasta los pies. Lo partió y lo echó a un vaso
que había en la ducha. Lo inspeccionó. Nunca le pedí que hiciera algo de esto,
ella hacía, supuestamente, lo que yo necesitaba. Me dijo: hay dos seres
oscuros aprisionándote. Debes sacártelos. Le pregunté cómo, pero mi tiempo
se había agotado y aunque traté de darle más dinero dijo que jamás excedía las
citas porque el tiempo es sagrado y debe respetarse y cada cosa llega a su
debido tiempo: ahora era tiempo de que yo pensase quienes eran aquellos seres
oscuros y cómo podía librarme de ellos. Debía hacerlo por mi propia mano.
Quedamos de vernos el sábado siguiente. Aquella vez no me corrí. Probablemente
me estaba estafando, pero era una estafa sagrada.
Los días siguientes no
pensé en mis seres de oscuridad porque mientras no estuviese con Ele todo ese
rollo me importaba poco, no me lo creía y me daba risa ser tan pusilánime y
dejarme estafar por una prostituta santera o lo que sea, aunque me gustaba y me
divertía; lo creía realmente cuando estábamos en el cuarto.
Antes del sábado hice una visita a
Diana. La encontré a las seis de la tarde en su esquina, metida en un vestido
azul, cortísimo, que incitaba a mirarle el culo, un culo respingado y bien
formado que atrapaba muchos peces en el mar del sexo. La saludé y le dije que
estaba guapísima. Sonrió y dijo que ya lo sabía. Dio una vuelta para que
pudiera apreciarla mejor. Se lo repetí y rió. Luego dijo: ay, ven,
ven, me hizo seguirla hasta doblar la esquina. Ella se colocó sobre la
calle de San Pablo y yo sobre Las cruces, para que su padrote no la encontrara
perdiendo el tiempo. No había ido para acostarme con ella. No había bebido; no
había necesidad. Hablamos un cuarto de hora o así. Me contó que su novio la
había cortado por el poco tiempo que podía dedicarle. Le dije que estaba bien.
Dijo que ahora podría regalarme un domingo. Dije que eso estaba bien, también.
Sonreímos mientras nos miramos a los ojos, como si estuviéramos enamorados (no
lo estábamos ni lo creíamos). Luego me despedí de ella. Le dije que iría a por unas
cervezas a un bar, cerca, y cuando fuese más tarde volvería para ir al cuarto.
Asintió con la cabeza y se despidió de mí agitando la mano muy rápido, como una
niña. Hice lo mismo y le mandé un beso mientras me alejaba por la calle, hacia
Jesús María. Sentí mi pecho ensancharse y suspirar. Era lo más cercano que
tenía a una relación amorosa de verdad en aquel entonces. Me sentía bien, me
sentía feliz. Sobre todo antes de ir a beber se apoderaba de mí una felicidad.
La felicidad del perro, la llamaba. Una felicidad boba e incondicional. La
felicidad de saber que poco más adelante hay un hueso.
Bebí unas cuantas cervezas, no sé,
hasta sentirme caliente. Me fui a buscar a Diana. No la encontré. En su lugar
me metí con Brenda. De ella no hay mucho que hablar, era un chica como
cualquier otra. Deseaba que me corriese rápido y me llamaba amor, como si eso
bastara para excitar a un hombre. La escogí porque le miré una cara bonita,
pero en el cuarto, a la luz eléctrica, me decepcioné. Era demasiado vieja y estaba
un poco amargada. Es un trabajo duro para estar de buenas, pensé y
me olvidé del asunto. La monté, cerré los ojos y pensé en C., una chica que me
gustaba desde hace tiempo a la que no había logrado desvirgar (era menor de
edad). Pude correrme dentro de mis minutos de tolerancia y Brenda me perdonó la
insensatez de haberle comprado a ella el sexo, a ella que tiene tanta
prisa, pensé.
Cuando salí de con Brenda, encontré
a Diana. Me miró venir con Brenda y dijo: ¡no
lo puedo creer! Cuando estuve cerca de ella, repitió: de verdad, no puedo creer que lo hayas hecho con Brenda, ¡es una vieja!
Ya lo sé, dije. Brenda no se despidió de mí, continuó caminando hasta su
esquina sin dedicarme un guiño, un saludo, cualquier cosa. Este era el tipo de
prostitutas que podías encontrar en la Merced. Por ciento sesenta pesos,
incluido el hotel, supongo que no podías esperar más. Eran malas incluso para
granjearse clientes frecuentes. Bueno, suspiró Diana, supongo
que ya no querrás entrar conmigo, ¿no? Sí quiero, dije. Me
cogió de la mano y me llevó. No me dejé mover. Antes, dije: el problema
es que no puedo… Me miró a los ojos. No tengo
dinero, aclaré. Me soltó la mano. Bueno, ya será la
próxima…, exclamó Diana. Ahora vete, ¡es una buena hora y si
me ven contigo sin subir…! Esta era la buena de Diana. Me despedí de
ella mientras avanzaba por la calle, hacia el metro, pensando en Diana y su
vida, en Diana y su padrote y todo el infierno que debía sufrir. Era una chica
muy risueña para vivir en un infierno. Quizá apenas comenzaba a quemarse.
3
El sábado me puse loción y fui a ver a Ele. No había
necesidad de usar loción pero me gustaba causar una impresión buena en Ele. Era
una mujer de poco más de treinta años, con una cara fina y elegante y un cuerpo
esbelto y bien formado. La primera vez que me metí con ella fue un sábado de
hace dos o tres meses. Era de tarde, poco antes de la noche y me sorprendió ver
a una mujer tan guapa haciendo la calle tan temprano. Iba vestida con una blusa
y una falda, pero no lucía como una prostituta, aunque lo era y los sabías;
quiero decir que su ropa no era vulgar ni escandalosa. Tenía cierta clase y te
preguntabas ¿qué hace una mujer como ésta parada en una esquina?, cuando la
encontrabas en Las cruces. Caminé hacia ella, sin decidirme. Cuando estuve
cerca, se interpuso en mi camino y dijo: ¿buscas algo? Yo
dije: busco sexo, querida. Ella respondió: vamos, voy
a enseñártelo todo respecto al sexo. Acto seguido, me tomó de la mano
y me llevó al hotel Las Cruces, donde me dejé hacer por ella y lloré y volví a
la semana siguiente.
Entramos al cuarto y le di tres billetes de cien pesos. Lo primero que
hizo fue sacar de su bolso una veladora, encenderla y apagar la luz eléctrica.
Me preguntó por mis seres de oscuridad o lo que sea. Le mentí que ya los tenía
descubiertos. Uno era mi padre y el otro yo mismo, una parte oscura de mí que
intentaba autodestruirse. Dijo que eso era una estupidez, los seres oscuros no
son mi padre ni yo mismo, los seres oscuros son seres de otras realidades,
impersonales, que buscan la luz del alma de los seres humanos. Entonces
dije: okey. Ele asintió. ¿Qué música sueles escuchar?,
me preguntó. Contesté que heavy metal (por aquel entonces era
verdad) y dijo que de ahí los había cogido; se me colgaron en algún concierto o
llegaron a mí a través de las ondas de aquella música satánica. No me reí
porque mientras lo dijo se desnudaba y era muy guapa como para reírte de ella
mientras te regalaba una vista de sus tetas y su pubis. Asentí con la cabeza.
Dije: todo puede ser, tú eres la experta. Desnuda, se acercó a
mí y me quitó la ropa. Me tiró sobre la cama. Comenzó por besarme el cuello, la
boca (quien diga que las prostitutas no dan besos generaliza demasiado), el
pecho, el abdomen, los huevos. Me tocó el pene y me untó una pomada o algo, no
estoy seguro, me sobó y me untó hasta que el pito comenzó a arderme y ella me
lo soplaba y yo sentía fuego en mis genitales. Poco después me montó e hicimos
un sexo rico, suave y gozoso. Le avisé antes de correrme y pudo tragarse mi
semen. Despacio. Lo tragaba y lo regresaba y se lo untaba en los senos y se lo
volvía a tragar mientras movía la lengua como un demonio y decía: yo
voy a enseñártelo todo respecto al sexo y yo asentía con la cabeza,
mirándola a los ojos, hipnotizado, y le creía todo, Dios, le creía que ella era
santa y conocía todos los secretos de una sexualidad curandera. Hacía el amor
con ella y pensaba en mi madre y en todo el cariño del que carecí en mi
infancia; en todas las chicas que me habían rechazado, a las que había amado en
secreto y a las que deseaba conocer mejor; en mi vida solitaria; en mí relación
con mi prima A., en Carolina, la mujer que
más había amado hasta entonces; en los astros: la Luna, el Sol; en las gentes
pobres, en los gobiernos; en mi deseo de morir joven; en los gritos de las
muchachas cuando hacen el amor, en los cabellos de Ele; en Dios, aunque era
ateo pero pensaba en el dios que el hombre ha creado y en cómo hemos comido de
esa mierda tanto tiempo, en cómo el miedo puede acabarnos al grado de rezar
ante nuestra impotencia; en los animales, en el mar, en las flores bajo el sol
de un día hermoso. En tantas cosas que no podría enlistarlas todas ni podría
explicarme mejor que diciendo que Ele tenía, verdaderamente, un sexo sanador,
lo que eso signifique, y en adelante pude hacer una vida mucho mejor en el
sentido de ser menos pusilánime en mis relaciones con mujeres y darles
libertad (aunque muchas tengan miedo a la libertad).
Me parece una muy buena historia contada de forma directa, natural.Me gusta.
ResponderEliminarQue bueno es este texto¡¡¡¡
ResponderEliminarEn buenísimo
ResponderEliminarEXCELENTE FELICITACIONES..
ResponderEliminarridiculamente inquietante, imaginativo y hermosamente atros.
ResponderEliminarMuy bueno
ResponderEliminarsi está bueno como no..
ResponderEliminarHERMOSO MI POETA, SE MI AMIGO SI
ResponderEliminar"Comencé a llorar en silencio y creí en ella como en una santa.", bellisimo......
ResponderEliminarBuenísimo !!!
ResponderEliminarBella Publicacion
ResponderEliminar¡Excelente!
ResponderEliminarUna vida de necesidades de todos tipos a través del sexo y el alcohol. ¿Y como llevamos el día a día en este mundo?
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