No he
hablado de mi padre, pero tenía un padre que vivía con nosotros. Su historia es
un caso de éxito, o fue un caso de éxito, hasta 1994, año en que sobrevino la
devaluación en México, al finalizar el gobierno de Carlos salinas de Gortari, y
ocurrió la separación entre mi padre y su hermano, socios empresariales. Mi
padre y su hermano eran, antes de aquel año, un par de exitosos empresarios,
importadores de maquinaria para las artes gráficas. Importaban de Estados
Unidos a México. Generaban cuantiosas utilidades comprando a los estadounidenses maquinaria usada y vendiéndosela a los mexicanos. Me refiero a la historia de
mi padre como una historia de éxito porque no siempre fue rico. Comenzó a los
diecinueve años, edad que se convirtió en padre de mí, con la venta de una
lavadora de ropa que compró mi madre con los esfuerzos de su trabajo como
Educadora. En aquel entonces, estoy hablando de 1984, mi padre se vio forzado,
gracias a mi nacimiento, a abandonar los estudios en Derecho Civil, estudios
que solventaba mi madre, adelantándose a la época en que la mujer trabajara.
Vendió la lavadora e invirtió el dinero en su primer Davidson 501, una máquina de imprenta offset, que compró a dos pagos a un tío suyo, metido en el negocio
de las artes gráficas.
Esto
es todo el conocimiento que poseo respecto al negocio de mi padre. Todo se
resume a que, en adelante, después de aquella transacción, labró camino al
éxito. Mi madre sufrió las acusaciones de una sociedad machista, de que una
mujer no podía sostener a un hombre. Tres años después, mi padre limpió el
nombre de mi madre y demostró que ella no se había equivocado; su loca apuesta
había sido favorable. Ahora, aquel hombre, alguna vez mantenido por una mujer,
pagaba con creces el esfuerzo a él brindado. Era dueño de una empresa
proliferante: GRÁFICA MAQUINARIA S.A. DE C.V. ¿Quieren saber hasta dónde llegó?
Busquen su nombre en la historia de las artes gráficas en México. Comprenderán
su alcoholismo y su depresión después de 1994. Les ayudaré a darse una idea:
imaginen que son el dueño de Coca-Cola, y un buen día, se declaran en quiebra.
Es un milagro que saliese vivo. Es un milagro que no se pegase un tiro.
En la época del Colegio de la Vera Cruz, mi padre apenas comenzaba su carrera. El
colegio era privado y se pagaba gracias al esfuerzo de mi madre, a un descuento
de empleados al que accedía, y a los mengues ingresos de las transacciones de
mi padre. Significaba un enorme sacrificio que yo cursase los estudios en aquel
colegio, y yo me negaba. ¿Era culpable? No. Yo era vida en ebullición, y ellos,
mis padres, culpables de esa vida. Si mis padres me concibieron planeado o no, no es un secreto. Yo fui un accidente. ¿Me duele saberlo? No.
Mi rebeldía viene desde el espermatozoide. Yo fui aquel espermatozoide maldito
que cambió la vida de dos adolescentes. Dime, Dios, si podía esperarse de mí la
sumisión. Un espermatozoide así no iba a arrodillarse.
Mi padre fue un hombre cariñoso y
honorable, según cuenta mi madre, aunque no tengo ningún recuerdo de ello. Los
recuerdos infantiles que poseo son que solía pegarme con el cinturón que le
sujetaba los pantalones, y eso es muy poco cariñoso y honorable. Antes de
adentrarnos a terrenos tan oscuros, voy a esbozar un recuerdo cariñoso de mi
padre, el único recuerdo cariñoso que tengo de mi padre: se trata de un
recuerdo que no me incumbe. El recuerdo es el siguiente: Padre está en cama con
el último de mis hermanos menores (es un bebé de menos de un año), elevándolo
por los aires y soplando al bajar en su pequeña barriga. Los pies del bebé se
mueven rápidamente y ríe a carcajadas. No me pregunten por qué; en el fondo de
mi alma sé que mi padre me dio la misma felicidad cuando yo era bebé. Es un
recuerdo falso, algo que probablemente nunca pasó, pero es el mejor recuerdo
infantil que tengo de mi padre. Padre, ¿me alzaste por los aires como lo
hiciste con mi hermano aquella tarde? Si no lo hiciste, por favor, dime que sí.
Dímelo, y te perdonaré al instante todo el daño que me hiciste. Madre, ¿por qué
lo permitiste? Sé que tu amor por mí fue bueno y sincero, aunque tu sumisión
ante mi padre fue más grande.
A la edad de seis años
me convertí en esclavo de mis padres. Si a alguno se le ocurría comprar alguna
cosa, era a mí a quien mandaban al mercado. No importa si yo estaba haciendo mis cosas.
No importa si me mandaban cinco o siete veces al día, o si me mandaban apenas
regresaba de otro mandado. No les importaba nada. Podían pedir y pedir y yo no
podía negarme. Si me negaba, padre me daba una golpiza. Cualquier golpe, a la
edad de seis años, venido de tu padre, es una golpiza. Le odiaba. También
odiaba a mi madre porque no me defendía, y porque, las más de las veces, era
ella quien hacía los encargos. Una vez dije a mi padre: no quiero ir,
no soy tu esclavo. Contestó: yo soy el padre y tú eres el hijo. Ya
tendrás tus propios hijos. Lloré aquella tarde. Deseaba tener mis propios
hijos y pegarles y enviarlos al mercado en lugar mío. También deseaba crecer
para matar a mi padre. Era un niño con los genes malditos.
Más
tarde me enteré en el colegio (ahora cursaba los estudios primarios) que otros
niños también eran esclavos de sus padres. Había algunos que lo llevaban peor
que yo: les hacían limpiar los pisos y sus habitaciones. Si no lo hacían les
bajaban los pantalones y les pegaban en el culo. Prometí que no tendría hijos
porque no deseaba tener que pegarles. También prometí que un
día mataría a mi padre, y, si se interponía, también a mi madre. Tenía once
años y no tenía escrúpulos. Mis padres tampoco tenían escrúpulos para
privarme de mi libertad y pegarme. Padre solía usar un cinturón o un cable. Era
mucho mayor que yo; miraba su brazo tomar vuelo y
al instante siguiente sentía arder la carne. Me pegaba en las piernas. Sin
pantalones. Tenía los muslos marcados casi todo el tiempo porque a pesar de
sufrir los golpes, me rebelaba y no quería ir al mercado. Sobre todo cuando
estaba jugando. Odiaba que me enviasen en medio de un juego, o cuando leía Los
viajes de Gulliver. Deseaba ser un gigante y aplastar a mi padre como a una
maldita cucaracha. Mi madre no debía interponerse. Nunca se interponía cuando
por culpa suya (me negaba a ayudar en casa) padre se quitaba
el cinturón y me zurraba. Jamás interfirió a pesar que ella lloraba cuando
padre me hacía aquello. Era un pobre vieja sumisa. Apuesto que en sus
imaginaciones me ayudaba. Apuesto que rogaba a Dios para que yo no me negase a
hacer el mandado, en vez de rogar para que padre no me pegase. ¿Dónde estaba
aquella buena madre que solapaba mi relación con Marisol y me permitía vivir mi
vida lo mejor posible? Claro, tenía tres años y no podía hacer mandados, ¿para
qué torturarle?
En aquella época asistía al Colegio del Tepeyac, en la colonia Lindavista. Era un
colegio enorme y el primer día de clases perdí de vista la fila de mi grupo. Mi
grupo era el 11. Los grupos se dividían en decenas, según el grado. Del 10 al
19, los de primer grado. Del 20 al 29, los de segundo grado, y así
sucesivamente hasta el 69. Era un colegio de chicos ricos. No era un colegio de
alumnado mixto. Los chicos en un lado y las chicas en otro, alejadas del
despertar de nuestros instintos. En teoría, era un colegio laico. No había
monjas. Había frailes. No se nos obligaba a ir a la capilla, pero había una
capilla. En 1989 todo mundo daba por sentado que uno era católico. La segunda
religión socialmente aceptada era el cristianismo. Yo no era católico ni cristiano.
Era Testigo de Jehová, algo mucho peor. Nos volvimos Testigos de Jehová gracias
a la influencia de la familia de mi padre, sin importar la opinión de mi madre,
procedente de una familia católica. Teníamos prohibido celebrar la Navidad y
los cumpleaños, pero más prohibido aún, hablar de ello en el colegio. Si se me
cuestionaba, debía declararme católico o cristiano, según los deseos de mi
interlocutor. Ser católico era de una relevancia inaudita. Se estaba con ellos,
o en contra de ellos, pero nunca ajeno a ellos. Los cristianos ganaban fuerza;
eran la secta religiosa más aceptada. Toda esta polémica me confundía.
Recibíamos a los Testigos de Jehová todos los jueves a las cinco de la tarde,
para estudiar la Biblia, y debía creer en ello, pero tenía prohibido confesarlo
en el colegio. Personalmente me importaba poco, todo lo que me interesaba de
los estudios bíblicos eran los dibujos de mujeres desnudas en la época de Adán
y Eva, y los ojos azules de Celeste, la hija de los señores que nos daban el estudio. Sería una niña de catorce o quince años, no sé, rubia como el oro y con los ojos bellísimos, de un azul intenso y radiante. Yo deseaba acostarme con ella, aunque, en aquel entonces, no sabía muy bien lo que significaba acostarse con alguien. Sus ojos eran todo mi universo de cinco a seis de la tarde. Después de eso, por las noches, pensaba en ella y me tocaba. En ese sentido era un niño muy precoz.
En aquel colegio conocí al niño que podría
considerar mi primer verdadero amigo: Andrés Cuenca. Le conocí en segundo
grado. Nuestro grupo era el 21. Los números de los grupos estaban pintados en
el suelo del patio con pintura de color amarillo.
Cuenca y yo entablamos el tipo de amistad
que entablan los desadaptados: un poco porque no hay otra opción, un poco
porque realmente congeniamos. Teníamos la misma edad: cinco o seis años. A esa edad,
Cuenca era un asesino. Lo digo en serio. La historia es la siguiente: hijo de
padres separados (no divorciados, divorciarse era muy complicado en aquel
entonces) vivía en casa con su madre y el novio de su madre, padrastro de
Cuenca. Poco antes del ingreso de Cuenca al Colegio del Tepeyac, su madre se
embarazó. Cuenca lo odiaba y odiaba a su padrastro y ahora a su hermanastro; se
oponía al nacimiento de aquella creatura. Era totalmente consciente de su odio
y deseaba la interrupción del parto. En una ocasión, en que su familia le llevó
al campo, jugando con una bola de béisbol, la arrojó, a propósito, hacia el
vientre hinchado de su madre, dando de lleno en el blanco. El golpe provocó la
muerte del producto. Nadie juzgó el acto de Cuenca porque lo consideraron un
accidente. La madre tuvo un aborto. Cuenca lo sabía, me lo contó orgulloso de
haber dado muerte a su hermanastro. ¡Qué secretos tan terribles puede esconder
un niño de seis años! Cuenca, ¿aún sientes orgullo de tu acto, amigo mío? ¿No
pesa sobre tu alma la muerte de un ser humano? Sabías lo que hacías, Cuenca,
eras un asesino y lo sabía y me lo contabas y reías con esa cara tuya, una cara
llena de pecas, y sonreías con tus dientes totalmente amarillos y llenos de
comida muerta. Eras un apestado en todos los sentidos, Cuenca, y yo era amigo
tuyo, y compartía tu odio, y tus ganas ansias de estar en el colegio, y tus
deseos de matar a tus padres y a todo mundo. ¿Por qué? A veces pienso en ti y
en tu hermanastro muerto. ¿Qué ha sido de ti, amigo? ¿Dios te ha castigado, o
te ha dejado impune, como a todos los hijos de puta? Si te ha castigado, es que
eres bueno. Tú, Cuenca, eras malo. Lo sabías y reías. Eras mi amigo y creía en
ti. ¿Yo también era malo? ¿Debí pegarte a ti, acusarte a ti, y no a Rodrigo?
Pero, ¿cómo iba a delatarte? ¿Quién creería en la voz de un niño de seis años?
En una ocasión, mi padre olvidó ir por mí
al terminar las clases en el colegio. Lo esperé tres horas pasada la hora de
salida. Me acerqué al área administrativa y expuse mi caso. Me solicitaron el
número telefónico de mi padre. Se los di. Lo marcaron, pero nadie contestó. Buscaron
en el registro; encontraron el número de mi abuela paterna y le llamaron. Luego
de una hora me recogió. Eran las siete de la noche. El colegio estaba vacío. Me
sacaron afuera. Esperé sentado sobre mi maleta. Mi abuela y yo esperamos a mi
padre a la entrada de la puerta 4. Aquel día quedó claro: los negocios eran más
importantes que yo.
Había historias de terror en el colegio.
Historias sobre un fraile loco, que mataba niños. Eran cuentos pobres,
suficientes para intrigar la imaginación de un niño de seis años. Aquella
tarde, antes de la llegada de mi abuela, yo, Dios, había visto al fraile loco
asomarse desde lo alto de la torre del reloj. Era una fantasía verdadera. Había
comprobado el mito: el fraile loco existía realmente y yo mismo lo había
mirado. Los chicos enloquecieron cundo se enteraron. Petrozza, el niño
solitario que a lo más se hablaba con Cuenca, había sido tocado por la visión de
un fantasma. Me convertí en un maldito por mi soledad y mi fantasía. Una
silueta negra, la sombra de un ave, un juego de luz y sombra, no sé, me habían
dotado de fama y de misterio. Si alguno dudaba de la veracidad de las historias
sobre el monstruo, no había más que ir con el viejo Petrozza y él mismo te lo
contaría con lujo de detalle (a cada narración, más y más detalles), e ibas a
creerle porque nadie duda de un niño loco que además esa migo de un niño
asesino, y que es lo suficientemente solitario para que se le aparezca el Diablo, y lo suficientemente solitario para tener una imaginación capaz de hacerte creer cualquier cosa.
Mi padre se disculpó conmigo por
olvidarme. Fue en vano. Mi vida había cambiado desde entonces: creía en los
fantasmas; nunca había visto a Dios, pero sí al Diablo. Los testigos de Jehová
podían irse al carajo. Esto era mucho más emocionante, ellos mismos eran niños
creyendo en fantasmas. Yo, en cambio, había experimentado. Nadie podría
arrancarme mi verdad: Cuenca era un asesino, el fraile loco, el Diablo,
existían. ¿Verdad, padre, que todos esos juegos hacen mucho daño? Luego habrían
de culparme de invocar a Satanás según la literatura de LaVey. Si es verdad lo
que la Biblia dice, El Diablo es rey; perdemos el tiempo rezando.
me encanta leerte y saber mas de ti, me atrapan tus textos =)
ResponderEliminarRecomendado para leer.
ResponderEliminarMuy bien, saludos desde chile
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