Martha Bermúdez entró a
trabajar a la oficina dos o tres semanas después que yo. Ella no lo sabía, se
lo dije en alguna ocasión, se lo repetí un par de veces, pero siempre lo
olvidaba. Yo le decía: vaya, también soy
nuevo aquí. Se lo decía cuando me preguntaba el por qué de ciertas
decisiones en la empresa, o dónde podía encontrar los sanitarios. Ella reía y
exclamaba: cierto, me lo habías dicho ya,
¿dónde tengo la cabeza? Yo pensaba: no
sé dónde tienes la cabeza, pero sé muy bien dónde tienes el culo. Martha
Bermúdez tenía un buen culo. Apuesto que era un excelente culo incluso sin
ropa.
Mi oficina daba directo al pasillo. La señorita Bermúdez debía
pasar por aquel pasillo para llegar a su oficina. Todos los días la miraba pasar
unas buenas veces. Le miraba aquel lindo culo y me imaginaba penetrándola desde
atrás. A lado mío, mi compadre Berck la miraba pasar también. Normalmente,
Berck hubiese exclamado algo al respecto del culo de una señorita que pasa,
pero con Martha no solía hacerlo. Eso me extrañaba. Somos hombres, ¿qué no? Los
hombres lo hacemos: pasa una señorita y exclamamos. No importa si no está buena
realmente, algo hay que exclamar. Incluso si es fea, exclamamos algo respecto a
su fealdad. ¿Por qué Berck no exclama nada?, pensaba.
A veces, Berck y yo comprábamos comida y la comíamos en el
comedor de la empresa. A veces, Martha Bermúdez comía allí también. Cuando esto
pasaba la miraba discretamente. Era una chica morena, baja de estatura, delgada
y con ese culo que ya mencioné. Algo había de su pecho también. Suficiente para
que me levantase los ánimos cuando la miraba llegar por las mañanas, o cuando
se paseaba por el pasillo, o en el comedor. Sin embargo, ni Berck ni los otros
parecían entusiasmados con ella. Esto me preocupaba, en serio. Yo tenía una
opinión positiva sobre Bermúdez y su culo, Dios, y nadie parecía notarlo. Hablo
del culo de Martha: nadie parecía notar que un par de carnes bien formadas y
firmes se meneaban por las oficinas. Habían notado incluso a mujeres de culos
inferiores; se excitaron con Brenda, que era una chica vulgar y gorda, con
Ivonne, que era más o menos del mismo tipo, y con Casandra, presumida y tonta. Martha
Bermúdez, además de su cuerpo, tenía un carácter tranquilo, apaciguado; una
mujer con la que se puede estar en santa paz, sin ir de compras ni conversaciones
sobre la farándula. Una mujer con la que uno puede fumar un cigarrillo y beber
una cerveza y hablar de cualquier cosa, sin pretensiones.
En una ocasión, Martha pasó por delante de mí, a lo largo del
pasillo. La seguí sin decir nada y de pronto se paró en seco. Mi cuerpo se
estrelló con el suyo. Estoy seguro que sintió mi pene erecto sobre su espalda.
Exclamó algo ininteligible, dio media vuelta, para plantarme cara, y sonrió. Yo
sonreí también. No puede hacer nada más. Estaba muy nervioso. En el acto, se
cayeron un par de papeles de las manos de Martha. Se agachó para recogerlos y
le mire el culazo. Debí agacharme yo, ayudarla. Me sorprendió mirándola. Se
sonrojó. Dijo: bueno, debo irme, ¿nos vemos en la comida? Asentí con la cabeza.
Aquella tarde Berck me propuso comer fuera y acepté.
¿Qué opinas de Martha Bermúdez?, le pregunté a Berck durante
la comida. Se limpió los labios con una servilleta y masticando, dijo: no sé,
no me agrada. Bebí agua. Luce como una tonta, ¿no crees?, continuó Berck. Sí,
bueno…, murmuré yo… Pásame la salsa, interrumpió Berck. No hablé más sobre la
señorita Bermúdez.
2
Una mañana me propuse
decírselo. A Bermúdez. Invitarla a comer fuera y decirle que estaba dispuesto a
salir con ella, a conocernos, no sé… si ella quería, claro. Estaba decidido. Lo
haría poco antes de la hora de la comida. Aquel día la miré un par de veces
antes de la hora indicada. La miré pasar por el pasillo de ida y de regreso.
Definitivamente había algo en ella que me atraía. Tenía ganas de besarle el
culo, Dios santo.
Poco
después me levanté, caminé hasta su oficina. Estaba dentro, y con ella, Berck. Quise
huir, pero Berck me miró venir; me hizo una seña para que entrase. Entré.
Hablaban sobre una proyección de ventas, o algo, y decidieron preguntarme si yo
estaba de acuerdo con los resultados. Miré la proyección en el ordenador de la
señorita Bermúdez, por encima de ella. No puede concentrarme. Mi mirada caía,
pesada como el plomo, sobre la espalda de ella, resbalándose hasta la raja de
su culo, que asomaba discretamente, debajo del pantalón, debajo de una tanga de
color rosa. Sí, dije, todo eso está muy bien. Acto seguido, me levanté y me
fui. No deseaba mostrarme demasiado interesado. No delante de Berck.
Berck regresó a su sitio y me propuso comer fuera. Acepté.
Comenzaba a odiar a Berck, aunque no fuese culpable. Durante la comida volvió a
hablar de Bermúdez. Dijo: ¿Has notado que Bermúdez usa un color de labial muy
feo? Lo había notado. Me parecía un color de labial discreto y bello. No,
respondí.
3
La semana siguiente salimos,
Berck, un par de compadres más y yo. Fuimos a beber a un bar cerca de la zona
rosa. Allí me emborraché y cometí el error de confesar que pensaba de Bermúdez
que era linda. Nunca debí usar aquel
adjetivo. Se burlaron de mí porque consideraban a Bermúdez una chica rara,
tímida, opaca, introvertida, callada, no sé. También porque usé una palabra
reservada a las mujeres. Debí decir: buena, o sabrosa, ya sabes.
En adelante, en la oficina, comenzaron a burlarse de mí. Usaban
el adjetivo lindo para referirse a
todas las cosas y cuando Bermúdez pasaba frente a nosotros exclamaban y
silbaban. Estoy seguro que la señorita Bermúdez lo entendía porque se
sonrojaba. A partir de aquellas burlas, Bermúdez comenzó a pasar más a menudo
delante de mi oficina. En ciertas ocasiones me sonreía, me saludaba con la mano
o me saludaba dos veces. Una vez lo dijo. Dijo: ay, creo que ya te había saludado, ¿verdad? Bueno, no importa, hola
otra vez. Me pegaba un beso en la mejilla y se iba contoneándose y agitando
la mano en salutación. Yo no podía hacer otra cosa que saludarla y agitar la
mano casi sin hablar. No deseaba que Bermúdez se pensara que yo… Vamos, ni yo
puedo entenderme, Jesús. ¿Por qué no habría de desear que ella lo supiese?: me gustas, Bermúdez, me gustas mucho, Dios,
me muero por tener tu culo en mi boca, ¿y?, ¿te molestaría? No lo creo,
señorita, no lo creo.
A su intensiva búsqueda de mí, yo respondía con una intensiva estrategia
de ocultamiento. Salía a comer fuera, con Berck, las más de las veces, evitando
encontrarme con Martha en el comedor (ella, generalmente, comía ahí). Al salir
del trabajo rodeaba la cuadra que da al metro, para no encontrarla en el
camino; una vez la encontré y tuve que abordar con ella el metro y recorrer
cinco estaciones. Fue muy incómodo. Íbamos de pie, ella delante de mí,
agarrados del tubo; no podía evitar el rozamiento de mi pelvis con su culo, o
su espalda. La ansiedad me carcomía. Sentía ganas de tocarla a gusto, de
bajarle el pantalón y meter mi lengua hasta lo más profundo de su ano. No
quería despertar en ella sospechas sobre mis deseos más oscuros. Si al menos
Berck y los demás me animaran…
No, Berck y los demás no me animaban. La consideraban fea y
apática, no sé. En cambio, todos se animaban a conquistar a Brenda, o a
Casandra. Si alguna de ellas pasaba delante de nosotros, todos exclamaban y se
excitaban; les hacían bromas, les dirigían albures y cosas. Yo no hacía nada de
eso; las odiaba porque se daban aires de grandes estrellas del modelaje cuando
eran personas horribles y vulgares que se paseaban en minifalda y tacones. Bermúdez,
en cambio, jamás usaba tacones ni minifaldas, cosa que siempre le agradecí. Si
alguno lograse acostarse con una de ellas, sería el héroe de la oficina. Nadie
lo intentaba en serio, eran, para ellos, dos musas inalcanzables porque tenían
culos y tetas de más de dos kilos. A mí se me antojaban más un par de
luchadoras de lucha libre, o un par de prostitutas de la Merced, no sé.
Otra mañana, volví a despertar convencido y decidido a hacerlo:
salir con Martha Bermúdez, hablar con ella, confesarle mi atracción. Estaba
seguro que yo, de algún modo, le atraía, porque… no sabría explicarlo; me gusta
pensar que se fijaba en mí porque era un hombre diferente, que no se alocaba aquellas sirenas de agua puerca, y sí
con ella, que era tímida y honesta. Probablemente sea mentira, producto de mi
embelesada imaginación, sí, pero por las noches pensaba en ello y me tocaba
pensando en Bermúdez, y Dios santo, me corría a toda presión al imaginarla
desde cierta posición sexual, o chupándomela. También tenía imaginaciones donde
Berck y los demás me descubrían penetrando a Bermúdez en las bodegas de la
empresa y, caray, se les caía la cara al ver, en todo su esplendor, el culo de
mi chica. Se los dije, hombres, Bermúdez
es la buena aquí, Dios. Me
convertía en el héroe. Otras veces pensaba en Bermúdez desnuda en un bosque
paradisiaco, agachada para recoger flores del suelo, y yo, espiándola desde
algún arbusto, en espera del mejor momento para saltar sobre ella y violarla
hasta desgarrarle las entrañas y beber la sangre de su recto, en un ritual de iniciación
satánica, o por puro placer. En esta última imaginación, Bermúdez podía morir,
no me importaba.
Bueno, el caso es que llegué al trabajo decidido. Aquella
mañana Bermúdez llegó metida en un pantalón blanco que traslucía ligeramente la
piel morena de su magnífico culo. Esto me intimidó, así que decidí esperar un
poco más, a una mejor ocasión; ocasión en que me sintiese más seguro. Salí a
comer fura, con Berck y los chicos, y comenzaron a hablar del pantalón de
Bermúdez. Dijeron que no estaba tan mal. No dije nada, estaba de más. Yo
llevaba un mes diciéndoselos. Sin embargo, no llegó a excitarlos tanto como la
vez que Brenda llegó en minifalda blanca y tanga negra. Aquella vez estaban
vueltos locos.
4
Escribí una nota para
Bermúdez. Ponía: Hola, ¿te gustaría comer
conmigo esta tarde en Biarritz? La escribí sobre papel corriente; pensaba
dejarla sobre su escritorio. No la firmaría; la dejaría en secreto. Poco después,
dejaría otra nota secreta, durante algún descuido de Bermúdez. Ésta pondría: Si aceptas, te veo en Biarritz a las tres en
punto. Mi esperanza era que la intriga de saber quién le había invitado la
excitara y fuera. También podía pasar que no fuera, precisamente por la
intriga; no era una mujer de aventuras. La última perspectiva me detuvo. Hice
bola el papel de la primera nota y la arrojé al cesto. ¿Por qué me era tan
difícil?
Al día siguiente tuve un envalentonamiento y lo hice: en cuanto
llegó Bermúdez y me saludó, le dije: necesito
hablar contigo, ¿podemos comer esta tarde fuera? Se impactó por el tono de
mi voz, al que doté de cierta gravedad, como si tuviese una noticia funesta que
darle, o una noticia secreta o importante, no sé. Asintió con la cabeza y se
fue. Dos horas más tarde regresó y preguntó: ¿qué es lo que tienes que decirme? No contaba con esto, así que
titubeé y dije: ya te lo digo en la
tarde, ¿vale? Afortunadamente no insistió y las cosas pasaron: fuimos a
comer a Biarritz. En Biarritz me acobardé. ¿Qué
es lo que deseabas decirme?, me preguntaba una y otra vez y yo no tenía
respuesta. Vale, respondí, sólo deseaba comer contigo fuera y no sabía
cómo decirte, ¿okey? Bermúdez sonrió y dijo: okey.
Pasamos un rato agradable. Bermúdez era risueña, activa,
sonrojada, despierta, cuando se sentía en confianza. Yo me mostré encantado de
estar con ella y ella reaccionó a mi entusiasmo. Cualquiera diría que la cosa
estaba hecha.
AL regresar, sin embargo, a la entrada del edifico, nos
encontramos con Berck y los otros. Olvidé avisar a Berck que saldría con
Bermúdez. Todos exclamaron y gritaron y rieron. Incluso las chicas. Bermúdez se
sonrojó, aunque notabas cierto orgullo en su coloración. Yo cambié mi actitud a
una actitud de vergüenza. Me apenaba pasearme con Bermúdez abiertamente. Ella
debió notarlo. En el pasillo, dijo: gracias
por la comida, ojalá pudiésemos comer igual en el comedor. Acto seguido, se
fue. Noté un desaliento en su alma, una decepción, no sé.
5
Lo anterior fue todo lo que
podría describir como mi relación con Bermúdez. Después de aquella salida no
volvimos a salir ni a comer juntos. Los chicos hicieron burlas durante todo el
mes y luego lo olvidaron porque nunca más volvieron a verme con Bermúdez ni
mostrar interés en ella, ni nada. También pasó algo en mi cabeza porque
realmente no tuve más interés en ella; ni siquiera su culo logaba excitarme
como antes. Bermúdez dejó de saludarme con tanta frecuencia y no hablamos más,
con excepción de lo estrictamente laboral.
Bueno, quería contárselos. ¿Qué habrían hecho ustedes?
siempre disfruto con tus narraciones, tienen l magia de encontrar lo filosofico en lo cotidiano. POr que necesitamos la aprobacion de otros incluso para enamorarnos?
ResponderEliminarsuele suceder, quiza morbo tal vez cosa de supervivencia pero por siglo el hombre siempre anteponemos un buen par de nalgas a una buena eficiencia
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