Durante la
primera Navidad de mi vi escolar, representé en la Pastorela a un ángel. Mi
madre confeccionó las alas. Compró el traje y un par de sandalias. Me puse el
traje y me sentí cómodo. Sentaba mejor que el uniforme escolar. Preferí las
sandalias a los zapatos. Creí que yo, verdaderamente, era un ángel. Había
escuchado historias de que los niños eran ángeles. Ahora no me costaba creerlo.
Incluso me sentí bueno. Tuve pensamientos bondadosos para con todos los
que me rodeaban, incluyendo a la Madre Concepción.
Mi primer sentimiento amoroso ocurrió durante esta representación. Me enamoré
de Marisol, la niña que representó a la Virgen María. Mi primer enamoramiento, en aquel
entonces, fue puro. No deseaba hacer el amor. Carecía de educación y deseo
sexual, en el sentido más soez de la palabra.
Mi enamoramiento se limitaba a un deseo indescriptible de contemplar a
mi mujer. Mi blanco objeto del deseo. Era una niña rubia, de rasgos finos y
ojos color miel. Su cuerpo de niña no incitaba. Su rostro, sin embargo, me
hacía soñar sueños infantiles y serenos sobre el amor. Mi entendimiento del
amor era el siguiente: Marisol y yo en la nevería. Marisol y yo en los
columpios. Marisol y yo, tomados de la mano, de pie, en la nada. Marisol y yo,
tomados de la mano, con la expresión de una estatua de mármol, en la nada.
Marisol, ¿Dónde te encuentras ahora? Marisol, ¿a quién has entregado tu sexo?
Marisol, deja entra a mi carne en la tuya, hagamos el amor, como sólo ahora
podemos hacerlo. Marisol, aquel niño que te obsequió una planta muerta como
símbolo de su amor, ahora es un cretino. Marisol, completa conmigo el círculo de un amor
prematuro e infecundo. Hagamos el amor de un modo que ofenda a Dios. ¿Tienes
marido?, ¿tienes hijos? Abandónalo todo y únete a mí, bajo la luna de Satán, al
primer amor humano. No somos santos. Somos malditos. Nuestra sangre está
contaminada por el pecado original. Tus hijos son demonios, provienen de la
serpiente que violó a la madre de todos nosotros. El Infierno está en la Tierra
y tú y yo somos el mal.
Conté a mi madre sobre mi primer amor y me
facilitó el camino. Se amistó con la madre de Marisol y propició los encuentros
entre su hija y yo. Estos encuentros los exigías mi alma, cada vez con mayor
frecuencia. Lloraba si no se me llevaba a casa de mi amor. El llanto, única
arma de un niño, era disparada por mí sin censura. Los hermanos de mi madre me
llamaban niño llorón. Detrás de cada lágrima mía anidaba una manipulación. Mi
llanto era el modo de comunicarme con los humanos, como lo es el llanto de los
gatos.
Mi primer amor despertó en esta primera
etapa de mi vida, y también, mi primer odio. El primer odio lo despertó en mí
Rodrigo, un niño con sobrepeso, de tez blanca y cabello negro. Era el mayor en
edad y el mayor en tamaño y peso. Solía adueñarse de las cosas, por ejemplo,
del pasa-manos de la esquina, de una esquina, de una banca. Si proclamaba algo
como suyo, la fuerza de su voz y de sus puños le defendía. No había modo de
hacerle frente. Tendría tres o cuatro años y era un tirano. ¿Qué ha sido de ti,
Rodrigo? ¿Aceptarías una pelea a puño limpio conmigo ahora? Una pelea se gana
por el tamaño de los músculos, pero también, por el tamaño del odio. No, no soy
un hombre agresivo, pero, ¿sabes?, contigo voy a hacer una excepción. Sigues
siendo mayor que yo ahora, vamos. ¿Es que te has convertido en un hombre
pacífico y bueno? Mejor así. Lo comprenderás mejor cuando te parta el culo.
Le odié, más que nunca, cuando me abofeteó
porque no quise darle una manzana. Mí manzana. Lo hizo delante de Marisol. ¿Lo
recuerdas, desgraciado? Ahora quiero que tú me des a mí aquella manzana. La
arrebató de mis manos después de pegarme y la mordió. Aquella fruta me
pertenecía. Mi madre la compró y la lavó y la colocó en mi lonchera. ¿Dónde
está mi manzana? Estuvo en el tracto digestivo del niño equivocado. ¿La has
defecado bien, Rodrigo? ¿Estás seguro que no queda nada de ella dentro de ti?
¡Vamos a averiguarlo! Le quitaste a un niño una manzana, pero sembraste en él
una semilla mucho más peligrosa.
No dije nada a mi madre ni a las monjas.
Al llegar a casa, cuando mi madre preguntó si me lo había comido todo, dije que
sí. Todos los actos se realizan ante los ojos de Dios. ¿A quién vas a castigar,
Dios? ¿A Rodrigo por robar, o a mí por mentir? ¿Dónde está tu bondad, Señor? Tu
bondad está en perdonar a Rodrigo y dejar entra en mí el odio para después
castigarme. ¿No es cierto? Veamos: me enfrenté a Rodrigo la quinta vez que
intentó robarme parte del almuerzo. Esta vez logré esquivar el golpe. Había
siempre una muchedumbre de niños alrededor. ¿Dónde estaban los adultos en
aquellas ocasiones? La muchedumbre exclamó. Rodrigo enfureció, intentó pegarme
de nuevo. Volví a esquivar el golpe y le pegué en el estómago. Tenías una buena
ofensiva, pero tu defensiva era mediocre, ¿recuerdas? El puñetazo de un niño
enclenque bastó para doblarte. Rodrigo lloró y me delató con la Madre
Superiora. ¿Cuántos golpes había aguantado yo, hijo de puta? ¿Quién era el niño
llorón? Llamaron a mi madre. Me encerraron en la capilla. Dios había castigado
al niño equivocado. ¿Dónde está la sabiduría del Cristo? Me hicieron rezar
veinte Padre Nuestros. Yo fui culpado y Rodrigo canonizado. Me condenaron. Me
satanizaron. Me llamaron violento y amenaza. Mi madre me reprendió por mi
comportamiento. Enfrenté el castigo y el regaño. ¿Qué hubieses hecho tú,
Rodrigo?, ¿llorar y explicar que otro niño te ha robado el almuerzo cinco veces
ya? Tú no hubieras soportado el primer abuso. Esto ahora tiene un nombre, pero
en aquellos días de 1988 un niño se hacía hombre y enfrentaba sus miedos con su
soledad, no con el psicólogo. ¿Qué ha sido de ti, Rodrigo? ¿Aceptarías una
pelea a puño limpio conmigo ahora? ¿Tienes mujer? ¿Tienes hijos? ¿Tienes
razones para no hacer un lío? Explícaselo a tu mujer y tus hijos: Petrozza ha
regresado.
Mi relación con Marisol consistía en
encuentros esporádicos en casa de su madre, es decir, en casa de Marisol. La
madre de Marisol era una mujer divorciada y se mantenía a ella y a su hija con
la venta de juguetería en bazares y en casas. Su apartamento estaba lleno de
juguetes. Mi madre llegó a comprarle para justificar nuestras visitas. Las
madres conversaban en la estancia mientras Marisol y yo jugábamos con los
juguetes abiertos en el pasillo. El juguete que más recuerdo era una pequeña
máquina que hacía rotar en una pantalla un escenario de carretera con
obstáculos por medio de un cilindro movido a cuerda. El juguete en sí tenía el
aspecto del frente de un coche de 1980 y había que mover con un volante
pequeñito un coche diminuto que se desplazaba por el escenario y esquivar los
obstáculos. Su música era el girar de la cuerda por medio de los engranes.
Marisol era capaz de terminar la carretera sin chocar. Supongo que se trataba
de una carretera corta aunque en aquel entonces nos parecía eterna y nos hacía
sudar. ¿Qué sucedía si el coche chocaba contra una piedra u otro coche? Nada.
Aun así podías continuar indefinidamente. Podías hacer girar la cuerda y dejar
el coche aparcado y nada pasaría. Era cuestión de honor y de honestidad ganar
el juego.
Nunca confesé a Marisol mi amor por ella
porque no sabía que el amor debe confesarse, como un delito, un crimen, un
pecado; y porque no sabía que mi sentimiento era el de un enamorado. ¿Qué
pensaba yo al respecto? Nada. Me apetecía mirarla, y eso era todo lo que tenía.
La amaba como se ama a una pintura artística.
Si nos aburríamos con los juguetes,
salíamos. No ha quedado claro: Marisol y yo vivíamos en el mismo conjunto
habitacional. Las visitas a su casa las hacíamos a pie. Salíamos al área de
juegos infantiles del conjunto de apartamentos. Una plancha de cemento sobre la
que había empotrado un pasa-manos, una resbaladilla, un par de columpios y un
sube-baja. Además de eso había cuatro bancas de concreto. Muchachos mayores
solían acomodarse en las bancas a fumar y charlar e intentar acostarse con las
muchachas, que también se tumbaban en las bancas a fumar y charlar y dejarse
ligar. Marisol y yo estábamos a un abismo de todo eso. No fumábamos, ni nos
besábamos ni nos cogíamos de las manos ni hablábamos de amor. Todos nuestros
encuentros ocurrían por las tardes, después de clases, y terminaban antes del
anochecer.
El uniforme de gimnasia del colegio
incluía una cinta de color azul para los niños y de color rosa para las niñas,
que debíamos anudar alrededor de nuestras cabezas. Una camisa blanca, un par de
shorts del mismo color, según nuestro sexo, un par de calcetas del mismo color,
y un par de zapatos deportivos blancos. Yo no podía soportar la cinta. Tenía
tres años, y también orgullo. Me resistía a sufrir tal humillación. Siempre que
me era posible, me quitaba aquella cosa y me la embolsaba. ¿No era suficiente
con obligarnos a arrodillarnos ante el pecho desnudo de Cristo? ¿Había que
obligarnos también a llevar aquella cinta? Un niño tiene criterio propio, y hay
cosas que detesta, como si tuviese cuarenta años. Reto a cualquier adulto de
cuarenta años a vista el uniforme de gimnasia del colegio de La Vera Cruz, en
1988, y se pasee por la calle sin sentirse ridículo y estúpido y sin ser
amedrentado. Escuchen esto, padres: Los niños no son mascotas. Los niños tienen
vanidad y reputación desde los tres años. Si quieren vestir payasos, vistan a
sus madres.
La clases de gimnasia eran impartidas,
Dios santo, por la Madre Concepción. No es necesario explicar nada más para dar
a entender el grado de patetismo de los ejercicios, y, en general, de las
clases de gimnasia, y de todo lo que las Madres entendían por gimnasia.
Ahora bien, aquellos shorts color de rosa
me permitían mirar las piernas de mi amada. ¿Qué miraba un niño de tres años en
las piernas de una niña de tres años? Se los diré: los hoyuelos en las
rodillas. Aquellos hoyuelos equivalían a un par de tetas a los quince años. ¿No
existe la sexualidad en los niños? Existe la sexualidad en los niños, aunque no
tenga que ver con penes y vaginas. Tenía tres años y una vida sexual activa:
cada que podía me sentaba a lado de Marisol y le sobaba las rodillas. Era el
comienzo de lo que más adelante sería mi vida de depravación. A los tres años
nadie me puso un alto, ¿por qué iban a ponérmelo a los once, edad en que
sostuve mi primer encuentro sexual con algo poco más que una niña?
Los problemas en el colegio continuaron.
Me negaba a seguir al pie de la letra el reglamento. Me negaba a arrodillarme,
a rezar, a usar la cinta en la cabeza, entregar la tarea, a dejarme abusar por
Rodrigo, a prestar atención a las maestras. Mi madre optó por sacarme del
instituto.
Esto
supuso una disminución en mi contemplación de Marisol. Ahora podía verla sólo
por las tardes, una o dos veces por semana, cuando mi madre estaba de humor
para llevarme a casad e mi corazón. Poco después cumplí cuatro años y con ello
gané el beneplácito de salir solo y pasearme por el conjunto habitacional.
Salía con frecuencia, siempre a buscar a Marisol. Además de ella, no tenía
amigos. Ni de mi edad ni de otra.
El
apartamento de Marisol estaba en la planta baja de la torre 14. La ventana de
su habitación quedaba a ras del suelo. La tocaba con el puño para llamarla.
Marisol, ¿estabas tú enamorada de mí? Respondía a mi llamada con prontitud.
Asomaba su sol de cara por la ventana, me hacía la señal de espera, y salía
corriendo por la puerta del edificio en ropa de civil. En verano utilizaba
shorts de mezclilla. En verano ofrecía a mi pequeña mente retorcida aquellos
hoyuelos por donde, metafóricamente, la penetraba.
Nuestros
juegos se resumían a cortar plantas del jardín y separarlas en grupos, según su
clase. No su clase botánica, si no la clase a la que pertenecían según su
semejanza con ciertos alimentos que conocíamos. Por ejemplo, había un tipo de
planta que por su aspecto parecía carne, otro, perejil, otro, lechuga o queso,
etc. Había un tipo de planta estupendo, que daba un fruto maldito, de color
rojo o verde, con aspecto de jitomate y tomate respectivamente, en miniatura.
Eran nuestras plantas favoritas. Arrancábamos tanto como podíamos. Una vez
hecho esto, fantaseábamos con tener un restaurante. A veces era yo el comensal,
a veces ella. Ambos preferíamos jugar el papel de cocinero. Era, por mucho, el
más interesante, y el más divertido. Cuando me tocaba ser el comensal, fingía
llegar al restaurante y ordenas carne asada con perejil y tomates. De postre,
un pastel de chocolate, que era preparado con lodo y una corcholata de coca-cola.
Sí, tenía el aspecto de una tarta o un panqué. Esto era nuestro juego favorito,
además de columpiarnos o mojaros con el dispersor que regaba las plantas con
agua sucia. Eran tiempos ingenuos y buenos.
Luego,
un buen día, la madre de Marisol, y por lo tanto Marisol, se mudaron. Así
terminó mi relación con el primer amor de mi vida.
yo tambien tuve una amiga de infancia así!!! :) gracias Petrozza por traerme a la mente ese bonito recuerdo (y) y Liz (se llamaba Elizabeth) estes donde estes te mando un beso :)
ResponderEliminarSiempre suele suceder, que el verdadero y único amor! si es ese el primero de todos, el más maravilloso , sublime e inalcanzable. Pero tan incomprensible para muchos, que mueres en cada atardecer sí no vez a ese gran amor, tan lejos y ala vez
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