La sociedad y yo
nunca nos entendimos. Existió una barrera de comunicación entre ellos y yo. Un
sesgo en el lenguaje. El lenguaje, en el más amplio sentido de la palabra. De
eso es lo que quiero hablar. Veamos qué tal va...
Mi primer inconveniente con la sociedad ocurrió en 1986 o 1987, durante mi
primer día de clases en el kindergarten, primera institución maldita del
proceso destructivo del alma de un hombre. Fue para mí otro nacer, otro
arrancarme del vientre de mi madre. ¿Por qué lloré hasta vomitarme encima?
¡Porque nadie me hacía caso! No lograba darme a entender, Dios. No me hacían
caso de que me sacasen de allí inmediatamente y me colocaran suavemente sobre
el regazo de mi madre. ¿Por qué nadie me hacía caso? ¿Tuve que llegar hasta
ello? ¡Tuve que vomitarme encima para que alguien llamase a mi madre y me la
devolvieran! Esto fue totalmente posible gracias a que la buena de mi madre
daba clases en el mismo kindergarten donde me encarcelaron, me humillaron, y me
injuriaron. Una vez en brazos de mi progenitora cesó el llanto. ¿No era
suficientemente claro? ¿Mi voluntad era inferior a la de cualquier ser vivo por
tener yo tres o cuatro años? Aquella mañana de febrero hice valer por vez
primera mi voluntad, por la fuerza de mis cojones. ¡Con que así iba a ser! Qué
lejos estaba en aquel entonces de rebelarme del instituto de estudios
primarios, secundarios, medios superiores, superiores, de mis padres, del
trabajo. Había quedado bien claro: deseaban verme llorar y vomitar. Pues bien,
me verían vomitar sobre todos ellos. Ahora lo pienso: ¿cómo es posible que haya
llegado tan lejos, que no hubiese desertado del colegio a los quince años, del
hogar a los diecisiete, de la Universidad a los veinte; que no hubiese dejado
esta vida a través del suicidio, aunque lo intenté? Era un desertor nato. A pesar de ello
cursé los estudios con sobresalientes. Los profesores aconsejaban a mi madre
adelantarme el curso. No estoy orgulloso de esto. Un niño adelantado es, en el
fondo, un niño mejor adaptado. Antes que los demás, estará moldeado para
servir. Para ser un hombre productivo a la sociedad. No hay nada más detestable
que un hombre productivo a la sociedad. No hay nada más triste y
patético.
Mi madre, finalmente, fue avisada y puede reencontrarme con ella. Me cargó en
brazos, lleno de mi propio vómito, y me solapó. Había manchado la chamarra de
los Vaqueros de Dallas que me regaló mi bisabuelo la Navidad pasada. Madre me
la quitó y la limpió. Pude permanecer con mi madre hasta el final del horario
escolar. Me sentó en un pupitre, dentro de su clase. Desde ahí la miraba dar
clases de español. Ella era parte del sistema: ja, ja, ja.
Al
día siguiente no lloré. ¿Por qué? No lo sé. Quizá mi alma de niño había sido aplastada.
Todo comenzaba a marchar.
De
mi primera vida escolar tengo sólo un recuerdo grato. Una ocasión, durante el
descanso, una niña güera fue golpeada en la sien por la punta de un columpio
sobre el que un niño se columpiaba. La punta de un rectángulo de metal, de 25
por 15 centímetros, a penas suficiente para soportar el culo de un niño,
impulsado por la fuerza física de un peso de treinta kilos, se estrelló de
lleno contra la pobre creatura. La niña cayó al suelo y se desmayó. Fue la
primera vez en mi vida que vi correr sangre y sentí satisfacción. Los niños
también pueden morir, pensé. Le llevaron a servicios médicos y sus padres
vinieron a por ella. Dos días después me pinche el dedo con lápiz perfectamente
afilado. Lo afilé yo mismo. Yo mismo caminé hasta servicios médicos y exigí ser
llevado a casa. La enfermera revisó mi pequeño dedo, me limpió la gota de
sangre con un pañuelo higiénico, me colocó una bandita y con una palmada en el
culito, me instó a regresar a clases. Hice una rabieta dentro de mí. Yo no
deseaba pertenecer a ello. Deseaba que me llevasen a casa.
No lo he mencionado antes: el colegio al que asistí, llamado Colegio de la Vera Cruz,
no era laico. Era católico. Una vez por semana, los lunes, nos llevaban en
grupo a misa, a una capilla dentro del Instituto. Nos obligaban a arrodillarnos
ante la imagen de Jesús el Cristo. ¿Quién les daba derecho y por qué? Nos
enseñaban a rezar el Padre Nuestros y el Ave María, como enseñaron antaño los
españoles a los indios. Debíamos llevar siempre con nosotros un rosario. Si
algún alumno se comportaba indebidamente, en algún aspecto dentro de la
religión o fuera de ella, se le encerraba en la capilla y se le sentenciaba a
rezar determinado número de Ave Marías. El número de rezos iba en proporción
directa a la gravedad del delito. Se metía al niño a la capilla y se le dejaba solo
con las cuentas del rosario y con Dios. Invariablemente, una monja le vigilaba
en secreto. Lo supe cuando, tras haberme escondido en los sanitarios al
terminar el receso, para no deber continuar con mi educación, me descubrieron y
me llevaron a la capilla. La ejecutora fue la Madre Concepción, a quien
llamábamos Mis Concha, o Madre Concha; una mujer morena, baja de estatura,
menuda y con la cara de un muñeco de barro sin retocar, de casi sesenta años.
Debe estar muerta ahora. Me introdujo en los aposentos del Señor. Me exigió
catorce Ave Marías. Debía hacerlo delante del muñeco del Cristo, con la cabeza
gacha y con verdadero arrepentimiento. Podía cumplir con todo, excepto con
arrepentirme. ¿Cómo iba a arrepentirme de algo que hice desde mi voluntad más
honesta? ¿Cómo puedes obligar a alguien a arrepentirse? Por medio del chantaje
y el condicionamiento. El arrepentimiento aprendido en los colegios es lo que
más tarde será el motivo de todos nuestros miedos, porque los malos tratos, sin
llegar a la violencia, causan, si se aplican adecuadamente, un peculiar
sentimiento de culpa (y arrepentimiento). La iglesia es el primer cobrador de
impuestos: paguemos el diezmo, paguemos impuestos; rezar es el primer paso a la
esclavitud y la dependencia psicológica de un ser supremo: Dios o Gobierno. Hay
que pagar. Con Ave Marías primero, con dinero después. Debía rezar y rogar
para salvar mi alma. ¿Salvarla de quién? De Dios Padre Todopoderoso. Dios era
un ser bondadoso. Además de eso, conocía innumerables formas de castigar a la
humanidad, y a un niño de tres años.
Bien, la Madre Concepción me introdujo en el santuario y se retiró. Me dejó a
solas para que rogase perdón por desear lo indeseable. ¿A caso era el único
niño que no deseaba tomar clases? Caminé por sobre la alfombra roja que llevaba
directo al Cristo crucificado. Le miré de pies a cabeza. La imagen de Cristo no
me gustó. Estaba clavado a una cruz, adolorido y ensangrentado, y con todo,
debía arrodillarme ante él. Creo que no era un buen momento. ¿Por qué no
esperábamos a un poco después, cuando haya logrado zafarse y bañarse y vestirse
con una túnica blanca y recuperar algo de su orgullo? ¿Cuál es la prisa, Madre
Concepción?, Jesús está indispuesto ahora.
Cogí el rosario entre mis pequeñas manos, lo apreté, cerré los ojos… no me
arrodillé. Me daba vergüenza ponerme de rodillas, a solas, con la imagen de
Jesús mirándome desde su humillante posición. La imagen de Cristo crucificado
no inspira a un corazón noble a arrodillarse ni a pedir perdón. Inspira, en
todo caso, a dar perdón y dar la mano y decir: vale, Jesús, todo estará mejor
en cuanto te untes ungüentos. Acto seguido, la Madre Concepción irrumpió en el
salón y me riñó. ¡Arrodíllate ante el hijo de Dios!, gritó. No obedecí y
llamaron a mi madre.
Aquella
tarde lloré. Desde pequeño, Dios no entró en mí. Las Madres comenzaron a
escandalizarse porque me negaba a rezar en voz alta, al unísono con los demás,
durante las misas. Mi madre habló conmigo. Dijo: reza, aunque no creas en Dios.
Mi madre toleraba la herejía, pero no la desobediencia social. Esto podía
significar su despido. En adelante fingí rezar en voz alta, moviendo la boca y
emitiendo un sonido apenas perceptible. Luego gritaba, amén. Amén significaba:
¡Adiós! O: ¡Fin del teatro! O: ¡Rompan filas y a correr!
Si, pienso y siento igual que estas líneas! detesto de sobremanera estos actos encumbrados en sentimientos falsos de lo que es la dichosa religión.Que en nada te ayuda, al contrario predican con un ejemplo patético de servilismo apoyado en la dichosa fe, que nos lleva a vaciar los bolsillos y si no lo haces estas pecando......!
ResponderEliminarEn la vida todo es a cambio de algo, esta visión es muy conservadora, todos seguiríamos en el vientre de nuestra madre si esta visión se hiciera realidad. Siempre le tememos a lo nuevo y anhelamos lo viejo, lo cómodo. Pero la vida es cambio.
ResponderEliminarExelente.
ResponderEliminarEres un pendejo, sarcástico, irrespetuoso, irreverente, das hueva, intelectualoide, "ateo"...
ResponderEliminar