Texto por: Adolfo Marchena
El
siglo XXI me cogió por sorpresa. No por prematuro. Quiero decir que algo hubo
de especial y algo de triste cuando las campanadas del dos mil uno me
anunciaron su año, la ruptura con una barrera de cifras, el desorden
informático que algunos previeron. Luego estaba el tema del fin del mundo, que
se transformaba como la energía en nada, en descomposición y ausencia. Nunca me
aterró el tránsito, he de decir, y para qué preocuparse por esas cuestiones,
las del fin del mundo, me refiero. Si acaso la pérdida de uno mismo, la
desgana, la oficialidad de la demora, el caos.
Han pasado desde entonces trece años y nada ha cambiado. Si
acaso, ha ido a peor. La transición hacia modernidades y otras ocupaciones del
amor, que ahora se vende en conserva, del que se huye como paradigma de las
emociones, como antojo de animal herido. A todo esto, quería contar una
historia, la historia de mi nombre, Amancio, mi nombre de pila, y con ello la
historia de mi vida, que puede ser más o menos interesante, que puede ser
fábula y cuento, que puede resultar frívola, sin sentido.
Y
todo viene a raiz, el sin sentido, de un experimento que la NSA experimenta con
seres humanos, porque las cobayas no responden al estímulo del fracaso y desobedecen
continuamente las órdenes para que agredan o amen. La NSA lleva experimentando
desde el dos mil con la capacidad de resistencia del ser humano, con la
probabilidad del abandono, la gestación del olvido. La prueba a pasar consiste
en permanecer aislado durante seis meses en una habitación, viviendo con la
tecnología y el estilo de los años sesenta. Esto es, máquina de escribir,
teléfono fijo, cuchillas para afeitarse, programas de televisión como Alf,
Alfred Hitchok…presenta, Aquellos maravillosos años o Historias para no dormir.
Y los juguetes de la época y sus libros y su comida. Toda una regresión, desde
luego, una hibernación a la carta.
Mi madre no entendía aquello, que yo me fuera a instalar en
una habitación de la NSA para un experimento, que fuera a vivir otra vida que
no fuera la mía, desastrosa y desatenta y un poco mordaz, a veces quisquillosa,
que dicen. No fui sincero del todo, y no le confesé, que me pagaban muy bien
por aquellos meses que debía soportar de encierro y aislamiento. Tampoco le
dije que debía permanecer allí seis meses, firmado en contrato, dícese
vinculante, y que si abandonaba antes, de los euros ni el canto, además de una
penalización.
Por mi parte lo tenía claro. Bien es cierto que venía de
vivir en una soledad compleja y habitable, en una soledad de soles y mares, de
buhardillas y musicalidad en los tejados. Que ya había adquirido mis manías
pero que, ante la contra y todo, no era perro viejo, si no un viejo perro que
se adaptaba a la pregunta, los barriles, las consecuencias y las manías. No obstante,
como en un juicio de faltas, me encontré frente a mi madre, escrupulosa y
atenta, tratándome de convencer para que no me adentrase, si cabía más, de lo
que me había comprometido con la NSA.
“Hijo,
no me parece buena idea.”
“Sólo
serán seis meses, madre.”
“No
creo que aguantes uno. Además, qué se te ha perdido a ti allí.”
“Madre,
seis meses alimentado, siendo objeto de estudio, viendo la televisión de los
sesenta, o sea, aburriéndome, pero con todo el tiempo del mundo para escribir
mi novela.”
“Cuántos
años tienes, hijo.”
“Son
ya cuarenta y seis.”
“Pues
eso, eso es lo que llevas ya con tu novela y aún no me has leído nada.”
Mi madre era muy escéptica con todo aquello relativo a la
novela. Y a veces yo me lo planteaba, me preguntaba si era un imposible, un
dolor de envidia, viendo cómo otros sacaban sus textos al mercado, viendo como
otros presumían de escribir ocho páginas al día mientras yo le dedicaba un
párrafo. He de confesar en una primicia como de perros aullando, que tengo
escritas dos novelas. Sólo que, nadie lo sabe, nadie las ha leído. Me digo para
adentro que no, no sé, que han de acogerse a un buen repaso. Y así me sucede
últimamente con todo lo que hago, que necesita de mi aprobación, de mi
exigencia, de todo lo que aprendí y también de lo que no me enseñaron.
Se acercaba la fecha para ocupar aquella habitación de la
NSA y mi vida continuaba sin percances de renombre, sin alteraciones. No como
sucedía antes, antes de que cumpliese los cuarenta. Entonces me sucedían cosas.
Era distinto. Me atrevía a hablarle al cochero, en Sevilla, cuando arrancamos
de la Plaza de España, cuando aburrido le dije, en confianza, llévame a un
tablao, pero no para turistas, un tablao auténtico. Y allí me dejó el cochero,
después de que recogiéramos a una pareja de alemanes que también querían vivir
la noche de Sevilla. Hubo risas y yo me olvidé del paisaje urbano, hasta que el
cochero detuvo el carruaje y me dijo que esperase un momento, sólo un momento.
Allí estuvo conversando con un tipo grande, a la puerta de un garito, hasta que
regresó y me dijo: allí tienes tu tablao, está todo arreglado.
Esta mañana las televisiones emitían desde el Congreso el
velatorio por Adolfo Suárez. Es importante que lo cite porque otra muerte, me
anunciaron desde la NSA, iniciaría mi ascenso a la gloria, a permanecer
imperturbable de por vida, a subsistir con la esencia de los sesenta, a no
morir en el intento. Llegó en mano un sobre tamaño folio con un PERSONAL en
tinta roja que se veía desde la mirilla de mi vecina; de la que he de hablar,
supongo, en mi novela. Firmé sobre la carpeta del tipo que me trajo la carta y
me recogí en el salón, para abrirla y leerla. Señor Amancio, y entonces caí en
la cuenta. Aquel experimento era una putada, una sinrazón, un estercolero, lo
peor de lo peor. Y lo peor es que ya había firmado para ser cómplice de sus
juegos migratorios, y me dije, bueno, al fin y al cabo, la muerte no es otra
que la de Marilyn Monroe; algo tenemos en común.
Dispuesto a olvidarlo todo, a no recaer en la destemplanza,
a soportar las burlas, bajé al café Vivaldi para tomarme un café vienés doble,
cubierto con crema batida. Ojear la prensa, si es que algo nuevo habría de
aportarme, que todas las noticias son un filtro de la realidad que desconocemos
y, al final, acabamos leyendo lo mismo. La fortuna de un deportista que se
desvanece en alcohol y drogas, el atraco a una farmacia, el estado de las
carreteras. Un hombre achaparrado, vestido con traje de sastre, sombrero de
hongo, acodado en el otro extremo de la barra no dejaba de mirarme. Parecía
inquieto y su inquietud comenzó a taladrarme la espina dorsal, volviéndome
despistado, más dispuesto a lo ajeno que a lo mío propio. En eso estaba, con
esa molestia, cuando advertí que el hombre se me acercaba, hasta llegar a mí altura
y presentarse, pidiendo disculpas educadamente, por si en algo me molestaba.
Me confesó Nabokov, aquella madrugada nueva, que sospechaba
de su hija menor y úncia, Lolita, intuía él que ella salía con un hombre mayor.
Perorata sobre la edad y los cambios de comportamiento de Lolita, que se
maquillaba más, que algunas joyas le resultaban nuevas, que la ropa de encaje
se reproducía en los armarios. Nabokov se mostró cansado, envejecido, promesa
que no se cumple, interludio de las ofensas.
Y qué pintaba yo en todo eso, ya dije que no pretendía
meterme en más líos. Su voz, sin embargo, hizo que me olvidara del experimento
de la NSA, su voz acaramelada, dulce, persuasiva. Noté que sudaba en exceso,
perlaba su frente, movía los dedos, saltarines, inquietos, mientras me miraba a
los ojos, profundo, sincero, como si fuera un diestro de avatares y juicios.
Me pagaría bien, me dijo, a tanto la hora más gastos. Me
convertía de esa manera en el Philip Marlowe, de Raymond Chandler; en el Bernie
Gunther, de Philip Kerr; en los Grave Digger Jones y Coffin Ed Jonson, de
Chester Hilmes. Un sabueso que abre el cuaderno y anota las pautas, los
horarios, las condenas; que persigue al sospechoso y se disfraza con pelucas y
bigotes postizos; que abre las puertas con un juego de ganzúas o una tarjeta.
Le contesté que aquello no era posible y fue entonces
cuando me mostró sus fotografías, las de Lolita, una de la cara y otra de
cuerpo entero, vestida con una corta falda de pliegues, los labios carmesí. No
pude evitar preguntarle si aquella era su hija, cuando sabía que así era, o lo
intuía. Ni siquiera me contestó. Continuó hablando, exponiéndome hasta la
última palabra, hasta que pensé, hubo terminado. Pero no, fue entonces cuando
me llamó por mi nombre de pila, Amancio, arrastrando el nombre hacia un altar
de flores y candelabros. Para cuando me di cuenta, el café se había enfriado y
yo, convencido, le contesté que sí, que investigaría el asunto de su hija.
Llevaba dos días encerrado en casa, sin salir. Una especie
de agorafobia se apoderó de mí, después de seguir la pista de Lolita. Un mar de
olas convulsas cercaba mis ideas de agua y el cansancio me invadía, haciéndome
torpe. Melodías de agua, persianas cautas que dejaban entrever la luz de la
mañana. Una lámpara encendida en el salón de mi casa, desordenado, por otra
parte, un gin tonic, música de Couperin, siempre de fondo. Me dispuse a ordenar
las ideas partiendo de la premisa de que Lolita, en realidad, no existía. Que
algo extraño y misterioso rondaba la historia que Nabokov me transmitió la mañana
que nos conocimos.
Entonces caí en la cuenta de que los cerrojos no siempre
salvaguardan los edificios, los cofres, los baúles. Que la cuenta corriente de
un cerrojo resulta siempre en negativo, haciendo equilibrios sobre la cuerda
floja, al filo de las montañas. Todo lo que hice, vigilar la casa de Nabokov
durante cuarenta y ocho horas, preguntar a modelos, empresarios de la moda,
profesores, no sirvió de nada. Nadie la conocía, al menos por ese nombre. Un
prado vacío de intenciones, de hierba, margaritas, gatuñas, enebro,
correhuelas, extendiéndose más allá de las plegarias y las extensiones. No
quería yo deprimirme, ni tampoco obsesionarme con el tema, así que cogí una
novela policíaca y me dispuse a vivir otros mundos, a olvidarme de todo, de la
NSA, de Nabokov, de Lolita.
No sé el motivo pero la imagen de Dorian Gray interrumpió
mi lectura como no lo había conseguido antes el teléfono, que sonó varias veces
hasta perderse en el silencio y el olvido. Oscar Wilde me ofrecía alguna pista
faustiana, cuando me apercibí de lo impresionado que estaba Nabokov ante la
belleza. Todo en él era también elegancia, como si buscase con ello una belleza
imborrable, inmortal. Me acerqué al teléfono y comprobé que mi madre había
llamado. Antes de devolverle la llamada conseguí ponerme en contacto con Wilde,
quien imitó con voz cavernosa una ingeniosa contestación que, bien comprendí,
me invitaba a llamar en otro momento o, a ser posible, que me olvidase del todo
de su existencia.
Ahora, que llevo trece días encerrado en una habitación de
la NSA, donde a capricho experimentan con mis respuestas emocionales, ahora que
escribo a máquina y consulto diccionarios y enciclopedias, que la televisión es
en blanco y negro, me pregunto por qué hice aquella llamada, qué esperaba
encontrar, qué pista; ingenuo de mí, alquitranado. No fue hasta que llamé a mi
madre, quien me repitió de nuevo que no era buena la idea de someterme a
experimentos, vete tú a saber, que otros medios tendría yo para conseguir unos
euros. Después de toda su perorata, muy al final, casi cuando nos despedíamos,
me preguntó que en qué líos de faldas andaba metido, que una mujer, siempre la
misma, había llamado varias veces preguntando por mí, interesada, poco
amistosa, a su modo de ver, complicada.
Texto por: Adolfo Marchena
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