Harold y Oscar deseaban darse una vuelta por mi apartamento al anochecer.
Era jueves. Solían venir un jueves al mes, o así. Bebíamos whisky y contábamos
chistes toda la maldita noche. Solía ser una velada patética y monótona para
quien estuviese sobrio. Nadie en su sano juicio lo soportaría. Nadie, excepto,
quizá, Oscar; es medio hombre, medio bestia. Basta con que alguien diga voy a contar un chiste… para que se orine de la risa. No
importa qué tan malo sea el chiste, Oscar reirá de todos modos. A veces le
decía, Os, querido, eres tan
simpático que me dan ganas de echarte por la ventana, ¿sabes? El bueno de Oscar no paraba de
reír cuando escuchaba aquello. Era un caso. Lo peor de Oscar no era su
simpleza, sino sus manos. Tenía la maldita manía de tocarlo todo. No había en
casa algo que no hubiese sufrido las grasosas manos de Oscar. Entraba, y lo
primero que hacía era merodear y husmear y coger cosas. Cogía un libro, lo
hojeaba, lo miraba, le daba vueltas. Cogía un bolígrafo y se lo ponía en los
labios. Cogía un fósforo, lo miraba, se lo metía a la boca, lo dejaba por ahí,
en cualquier otro sitio. No era capaz de dejar las cosas en dónde las había
tomado. Debía andar detrás de él, cuidando que no ensuciase demasiado las
Cartas de Allen Ginsberg y Jack Kerouac. Era un hijo de las mil putas y no sé
por qué cojones lo soportaba. Un día verdaderamente lo lanzaría por la ventana
de mi segundo piso, con la esperanza de que el golpe le acomodase el cerebelo.
Bueno, luego de despedazar al bueno de Os,
debo decir a su favor que era un buen sujeto. Sobre todo porque nunca llegaba a
casa con las manos vacías. Solía llegar con un seis de Tecates o una botella de
whisky. Incluso cuando llegaba con las manos vacías, Harold le incitaba a que
fuera a la tienda y comprase alcohol y botanas. Oscar lo dudaba unos segundos,
pero cuando comprendía que nadie le daría dinero se rascaba la nuca e iba.
Mientras tanto, Harold me contaba la última estupidez de Os. Harold y Os
trabajan en el mismo almacén. Harold debía soportar la bovina existencia de
Oscar todos los días. A veces, Os salía con un buen chisme, por ejemplo, en una
ocasión, el jefe de departamento le encargó expresamente a él que cubriera el
turno del guarda y no dejara entrar a nadie al almacén. Por supuesto, se
refería a nadie externo, pero Os discutió con todos y cada uno de los
empleados, incluso con Harold, su mejor amigo, o único amigo. El cabronazo me detiene en la
puerta de entrada y me dice, lo siento, pero no hay paso, soy el guarda, contaba Harold. Vamos, le digo, soy Harold, Dios,
¡trabajo contigo, caraculo! Harold
soltaba una carcajada. Tenía a
una fila de trabajadores en la puerta de entrada y no le dimos una paliza
porque de algún modo preferíamos estar fuera y no trabajar; total, no era culpa
nuestra. Harold no paraba de
reír mientras me contaba cosas como ésta. Harold tampoco era un compadre muy
inteligente; sus ambiciones eran las de cualquiera con un poco de sentido
común: trabajar lo menos posible, beber lo más posible, y olvidarse de todo lo
demás. Fuera de ello no tenía alguna capacidad extraordinaria. Ni siquiera
sabía contar los chistes que contaba; los mejores chistes los arruinaba con sus
ansias de acabar.
En realidad, ni Harold ni Oscar habían leído
un solo libro en toda su puñetera vida y nuestras conversaciones, que llegaban
a durar doce horas, (doce horas de calentar las sillas, beber, contar chistes y
vernos las caras), no eran conversaciones eruditas ni intelectuales. En ocasiones,
a media velada, mirándolos a media luz, entre borracho y sobrio, me preguntaba
por qué demonios los recibía en mi casa y por qué escuchaba todas aquellas
cosas. No tenía ninguna necesidad de soportarlo. Podría leer o escribir en vez
de hacer eso; incluso podría dormir, en vez de eso. Cualquier cosa sería mucho
más productiva.
Así que aquella tarde dije no. Dije que no estaría en casa
y colgué el teléfono inmediatamente. Sentí un pequeño remordimiento, sobre todo
porque en ese momento recordé que no tenía alcohol y estaba seguro que Os
hubiese comprado algo, pero lo olvidé al instante siguiente, cuando recordé que
tenía cuenta abierta en Tres Gallos.
2
A pesar que me rehusé a mirar a mis compadres, era jueves y mi sistema
nervioso, mi alma, mi cuerpo y mi mente clamaban a Júpiter por su dosis
nocturna de alcohol. Si algo me habían dejado Harold y Oscar era la particular
necesidad de echar trago los jueves a las ocho. Lo mismo daba verles las caras
o no. Compadres como ellos podían encontrarse a cualquier hora, en cualquier
bar.
Entré a Tres Gallos en punto de las ocho, mi
reloj biológico de alcohol era muy exacto. A las ocho con cinco tenía dentro de
mí la primera dosis. Cerveza. Bebería tres cervezas con rapidez y pasaría al
whisky. Es algo que solía hacer. Abría garganta con una tercia y me pasaba al
póker de reyes con whisky en las rocas.
Tres gallos era un sitio oscuro y
deprimente, pero al menos estaba solo; desde fuera debía parece un borracho
oscuro y deprimente, más o menos como todos los borrachos de Tres Gallos. No
era así. Era un borracho bastante alegre, si me encontraban el modo. Podía
contar chistes estupendos, chistes que yo mismo inventaba, o podía hablar de
cualquier movimiento literario de pre y post guerra con mucha pasión. También
podía recitar algunos poemas de memoria. Si me tenían paciencia, podía explicar
mi visión y cosmogonía del mundo, desde la creación del hombre hasta el
catastrófico fin de la especie humana. Si me daban cuerda, también tenía dos o
tres historias brutales de amor. El problema es que nadie quería escuchar a
otro ser humano. Sólo querían saber cuánto quedó el América, si llovería por la
tarde, dónde estaba Bin Laden, cómo teñir el cabello a rubio, cuánto cotizaba
el dólar, cómo robar TV de paga, etc. Estaban embobados en un mundo ficticio. A
nadie le importaba cómo estaba uno, como verdaderamente estaba uno, o si uno
tenía ideas o pensamientos, sentires, emociones, soledades, alegrías o
tristezas. Si aquellas cosas no encajaban en sus estrechos conceptos
artificiales, no había modo de comunicarse con ellos. Mejor así. Había que ir a
Tres Gallos, ordenarse una cerveza y beber y pensar y soñar y dar la impresión
de ser un alma perdida en las profanidades del infierno, sin amigos, sin
sueños, sin esperanzas. Hay más amistad, más sueños y más esperanzas en un
borracho solitario, que en una rubia popular de 2014. Al menos, hay más
sinceridad y aceptación de uno mismo.
Con
pensamientos como esos comenzaba a extrañar a mis colegas jupitereanos.
Luego, dejé de extrañarlos casi
inmediatamente porque entraron al bar, sin que yo los mirase. Se sentaron a mi
mesa como el que más. Hola, dijo Oscar, con su monótono tono
de voz grave. Harold fue más directo: ¡con
que no estarías en casa, eh! Era
evidente que aquello fue un pretexto porque, a decir verdad, hubiese sido más
barato aceptarlos en casa y beber del whisky que comprase Oscar. Llegué tan
lejos como para pagar por bebida con tal de no verlos. Harold lo sabía. No
estoy seguro que Oscar lo entendiera. Vale,exclamé, me han cogido. Harold sonrió. No hay problema, hermano, dijo, pero por ésta invitarás la primera
ronda, ¡cabronazo! No tenía
escapatoria. El dios Júpiter era Todopoderoso. Hoy era jueves. JUEVES DE HAROLD
Y OSCAR, y punto. Podía correr, pero no esconderme.
Bueno, bebimos y contamos chistes. Abrió
Harold, como siempre. Vale,
vale, dijo, a qué no les he contado éste. Dios, es muy bueno, lo escuché hoy
por la mañana a dos chavales de colegio, en el subte. Vale, va así: …Dios,
¿cómo era? ¡Ya, sí!, comienzo ahora mismo: llega una mujer y le dice a otra que
su hijo se queja del trabajo. La otra responde: pues mi hijo dice que siente
como pez en el agua. ¿Pues qué hace?, pregunta la primera mujer. ¡Nada!,
responde la segunda. Harold y
Oscar realmente se partían de la risa. Oscar contó uno mucho peor. Lo contaré
yo: Una madre le dice a su hijo: hijo, me dijo un pajarito que usas drogas. El
niño contesta: la que usa drogas eres tú, mamá, que hablas con pajaritos.
Y luego, Harold contó el siguiente: ¿Cómo se llama el campeón de buceo japonés?
Respuesta: Tokofondo. ¿Y
el subcampeón? Kasitoko.Otro,
no recuerdo de quién; da igual, pongamos de Oscar: Una mujer está frente a un
ordenador con los ojos cerrados. ¿Qué haces mamá?, pregunta su hijo, que llega
de repente. Nada, contesta la madre, es que Windows dijo: “cierre las pestañas
antes de continuar”. Luego, Oscar: Una pizza llora en el cementerio. Llega otra
y le dice: ¿era familiar? No, contesta la que llora, ¡era mediana! Harold:
¿Desde cuándo tiene usted la obsesión de que es un perro, señor, X.? Desde
cachorro, doctor. Oscar: Fui a un clínica para que me quitasen las ganas de fumar.
¡Pero si estás fumando! Sí, coff, coff… pero sin ganas. Harold: Mamá, una buena
y una mala. Primero la buena, hija. ¡Pasé una prueba! ¡Muy bien!, ¿y la mala?
Era de embarazo. Y el peor, seguramente de Oscar: un tonto le dice a otro: anda
a comprar té, porque ya viene Jesús y el Padre dijo: voy a prepararte para la
venida de Jesús. Ni siquiera Harold se rió de esto. Es decir, reímos, pero de
Oscar y su capacidad para recordar y divulgar chistes tan malos. Así, hasta las
dos de la mañana.
Yo conté los siguientes chistes: Sólo hay
10 tipos de gentes en el mundo: los que saben binario y los que no. Y el
siguiente: ¿Cuál es el animal que tiene entre tres y cuatro ojos? El PI-ojo. Y
éste otro: Para la mayoría de la gente una solución es una respuesta. Para los
químicos no es más que agua sucia. Como no reían con mis chistes, conté uno que
pudieran entender: Una monja, una maestra y una puta estaban mueren más o menos
al mismo tiempo, por las razones que quieras, y van al Cielo. A la entrada, San
Pedro las recibe a una por una y les pregunta, primero a la monja, a qué
se dedicaron en su vida. La monja responde: a rezar y rezar. San Pedro, dice:
hija mía, a ti: las llaves de la eternidad. La maestra responde: yo me dediqué
a educar a los niños, etc., etc. San Pedro dice: a ti: las llaves de la
eternidad. La puta se baja un tirante del escote y dice: yo me dediqué a dar
placer a los hombres, a separarlos de sus mujeres, a chuparles el… Ya, ya,
hija, exclama San Pedro. A ti: ¡las llaves de mi habitación!
Esa era la clase de cosas que contábamos
Harold y Oscar y yo. Es increíble cuántos chistes puedes contar en una noche si
te esfuerzas. Es increíble porque siempre crees que no recuerdas ni uno, pero
acabas contando más de diez.
3
Bueno, a las dos de la mañana nos echaron del bar. La situación era obvia:
yo debía decir: venga, vamos a mi apartamento. Estábamos a la mitad de la
oscura y fría madrugada. No había transporte público. Había pasado media velada
con éstos dos y no podía zafarme bajo ningún pretexto. Caminamos hacia la
Glorieta de los Insurgentes. Para llegar a mi casa había que tomar la salida hacia
Jalapa.
Nos detuvimos en la salida hacia
Jalapa. Harold y Oscar me miraban en silencio, esperando las palabras que el
destino debía colocar en mi boca… pero mi bocaza no se movía un milímetro ni emitía
el mínimo ruido. No dije absolutamente nada.
Oscar dijo: bueno, Harold, es hora de irnos, ¿no? Harold lo miró y luego me
echó una mirada a mí. Le sostuve la mirada y no dije absolutamente nada, joder.
Acto seguido, Harold miró a Oscar. Bueno,
dijo, supongo que sí, Os, pero… no
hay transporte, ¿sabes?... volvió a mirarme. Quizá, continuó, debamos
esperar aquí TODA LA NOCHE. Yo no decía nada, no me moví ni expresé ningún
sentimiento con la cara ni con ninguna otra parte de mi cuerpo o de mi voz.
Bueno, dije, adiós. Di media
vuelta y caminé por la salida hacia Jalapa.
No sé por qué lo hice. ¿Qué
harías tú?
Muy bueno!
ResponderEliminaresas veladas se parecen mucho a las mias con mis amigos. yo tambien me pregunto a veces porque salimos
ResponderEliminarMe gusta el whiskey, me gusta la idea de las rocas y la tierra y más, si ambas están cerca al mar y me encanta tu blog, si señor, aqui tienes un seguidor y amigo más....
ResponderEliminar