Entré
a Tres gallos más o menos a las cuatro de la tarde. Tres gallos era un bar que
frecuentaba hacía diez años o más. Era un sitio oscuro y deprimente con borrachos
oscuros y deprimentes. Aunque ahora tenía dinero suficiente, no dejaba de frecuentar aquel
horrible lugar. Supongo que uno es así: adquiere costumbres. La mayoría de la
gente desea hacer dinero para dejar cierta vida de mierda que lleva. Es
imposible. Se llevan su mierda a otro sitio, es todo.
Por ejemplo, Sandra. Hace más de seis años que no le miraba.
Siempre hablaba de recorrer el mundo, de irse de México, a cualquier otro
sitio. Bueno, lo hizo. Colocó su culo en asiento de avión y partió a N.Y. En
N.Y. conoció a un par de chicos que la llevaron a Washington y a San Francisco.
Sandra era el tipo de persona que logra lo que se propone a costa de lo que
sea. Comenzó a recorrer el mundo a lo grande. Llegó hasta Europa. Podía decirse
que escalaba. Podía decirse que lo estaba logrando. Dejar su vida de mierda y
eso. Yo me enteraba por las publicaciones de sus fotografías en Facebook. Había
fotografías de ella en todos lados: “This
is me in N.Y.”, “This is me in Kansas”, This is me in Portland”, “This is me in
Montana”, “This is me in Texas”, “This is me in Atlanta”, etc. Los comentarios de estas fotos siempre eran de envidia
y de falsos deseos felices. Yo nunca comentaba porque no tenía algo que
comentar. Sabía cómo lo había logrado y cualquier comentario mío no iba a
gustarle. En realidad, cualquiera que conociese a Sandra lo mínimo sabía muy
bien cómo lo había logrado. Sencillamente, no quería ser un hipócrita.
Sandra llegó a Tres gallos a las ocho de
la noche. Habíamos quedado a esa hora pero quise abrir garganta. Para cuando
llegó llevaba encima nueve cervezas, dos copas de whisky, doce cigarrillos y diecisiete
párrafos en una libreta nueva que compré antes de entrar. Me sentía el viejo
Petrozza de los viejos tiempos. Había dejado las viejas libretas. Ahora
escribía en una Mac del año, de mi novia, y aunque todos exclamaban que era una gran cosa, para mí era
o sería, más temprano que tarde, un viejo cacharro. No encontraba en ella
alguna virtud, excepto la de cambiar las palabras que yo escribía por otras,
que ella sugería. Esto es lo que algunos llamaban inteligencia artificial. Yo
lo llamaba retraso mental artificial. Sin embargo, Dios, esta noche yo era el
viejo Martin Petrozza, en Tres gallos, con mi vieja libreta, mis viejos vicios
y mi vieja amiga Sandra. Hay una edad en la que uno empieza a sentir nostalgia de
cuando tenía diecisiete años.
Lo primero que dijo, después de abrazarme
y besarme la cara, es que yo no había cambiado nada. Esto era, muy
probablemente, cierto, porque Sandra siempre me había mirado con un vaso de
cerveza en la mano y un cigarrillo en la otra mano. Justo como me estaba
mirando ahora. Teníamos treinta años y un pasado sufrientemente largo para
decir: no has cambiado nada. Con esto, claro, queríamos decir que aún no éramos
tan viejos como otros y podría ser peor. Yo también se lo dije a Sandra. Le
dije, tú tampoco has cambiado nada. Lo que quería decir que continuaba poniéndome
a tope. O eso al menos, es lo que ambos queríamos que significara.
Ahora bien, lo segundo que dijo Sandra es
que había seguido mi vida por Facebook y por ciertos medios que publicaban
parte de mi trabajo o de mi vida como escritor. Dijo que yo llevaba una vida de
puta madre. Lo dijo porque bebo y leo y escribo y vivo con una hermosa mujer
llamada Simona. Lo dijo porque me gano el pan haciendo todo eso. Lo dijo,
también, por que no conoce el lado oscuro de todo eso. Lo dijo porque Facebook
es una herramienta para maquillar nuestras vidas de mierda y mostrar la mejor
cara que podemos sacar. Por el mismo motivo reí, me sonroje falsamente y
respondí que la vida de puta madre la llevaba ella. Ya sabes, dije, con todos
esos viajes y más.
Bebimos un par de cervezas y nos contamos
lo esencial. Las cosas que uno se cuenta cuando suceden este tipo de
reencuentros. Reímos en algunos pasajes de nuestras vidas.
Luego bebimos otro par de cervezas y comenzamos a
recordar los viejos tiempos que vivimos juntos. De cuando se nos paró el coche
en la carretera, en
las veces que follamos,
Su amigo Bubu, etc.
No habíamos cambiado nada, excepto en que ahora podíamos sentarnos a beber con
cierta tranquilidad y a un ritmo menos desenfrenado y contarnos todas las cosas
que hemos vivido y recordar. Ya no teníamos la necesidad de salir corriendo y
reventar. Ahora teníamos algo que recordar. Algo que confesar, hasta cierto
punto. Algo de lo cual decir: vale, la verdad yo estaba muy asustado aquella
noche, o, venga, me prendías tanto que era capaz de decirte cualquier cosa con
tal que me la chupases. Ahora podíamos decir aquello y reír y exclamar: ¡hijo
de puta!, por eso eres amigo mío. Ahora podíamos abrazarnos más fuertemente.
Con más miedo porque ya cada día que pasaba nos hacíamos viejos y ambos
sabíamos que un día ya no podríamos hacer nada de eso.
Estuvimos
así tres cuartos de hora hasta que Sandra comenzó a emborracharse y a decir que
todo era falso y su vida no era tan bella como yo creía. Vale, dije, no tienes
que confesarme nada, lo sé: la vida de todos es una mierda. No importa si
tienes dinero o haces viajes o escribes o tienes hijos o no los tienes, da
igual, el hombre se las arregla para hacer de su vida un infierno personal. Pero
Sandra insistió y me lo confesó. Bueno, le abracé y le dije ya, ya. Supongo que
es lo que todos deseamos que se haga por nosotros. Que nos apapachen el culito.
Yo también tenía ciertas cosas que
confesar, por ejemplo, escribir no me hacía feliz, aunque eso es por lo que
estuve luchando mucho tiempo, casi toda mi adolescencia y parte de mi adultez. Escribir
era un vicio, y el vicio me daba paz, pero no podía decir que me diera el
mínimo de felicidad. Podía pagar mis otros vicios, el alcohol y el cigarro con
lo que ganaba como escritor, pero eso tampoco me hacía el hombre más sonriente
sobre la faz de la Tierra. Tenía una mujer hermosa y un techo sobre la cabeza,
y todo eso estaba muy bien y lo agradecía pero incluso con mi mujer luchábamos
todos los días por no hacernos la vida un infierno y por salir a flote en esto
que llamamos existencia humana. Yo también tenía ciertas cosas que confesar
pero no las confesé porque Sandra había ganado escena y era su momento de
maldecir y de gritar la verdad con un amigo que puede escucharla sin juzgar sus
desventuras.
2
A las cinco de la madrugada nos echaron del
bar. Esta era otra de nuestras desgracias. Continuábamos siendo dos hombres en
medio de la nada. Lanzados a la dura y fría vida, sin cobijo, sin explicación,
sin otra esperanza que morir en paz.
De cualquier modo ya no teníamos nada que contar ni confesar ni maldecir. Ahora éramos,
una vez más, Petrozza y Sandra, lo que eso signifique. Acabaría la noche y nos
alejaríamos nueve meses. Sandra se embarcaría en un crucero, donde laboraba
como mesera, y no regresaría a México sino hasta nueve o doce meses después. Se
haría fotos en N.Y., en Arkansas, en Tennessee, qué sé yo; publicaría todo
eso, haría creer a su familia y sus amigos que si uno se esfuerza un poco
puede lograr un sueño.
Yo
iría a casa y dormiría y al día siguiente escribiría todo lo que nos contamos. Haría
creer a la gente que soy un escritor entusiasmado con una vida de puta madre y
que si uno se esfuerza un poco puede lograr algo, por imposible que parezca. Al
menos Sandra podría ponerse maquillaje y sonreír para una foto. Yo no podría
sonreír en adelante.
Nos despedimos en la entrada
del metro Insurgentes. Ella debía correr para llegar a tiempo a casa, coger un
par de maletas e irse al aeropuerto.
Yo debía correr para llegar a una Feria de Libro
independiente que se celebraría en un par de horas.
Debíamos correr, correr para
continuar con la vida que nos habíamos creado y hacer el mundo girar, nuestro
mundo girar, según nos habíamos enganchado. El próximo año volveríamos a
encontrarnos y hablar.
¿Hasta cuándo volveríamos a encontrarnos y hablar?, me
preguntaba. ¿Hasta cuándo podríamos decirnos sinceramente: no has cambiado
nada? ¿Hasta cuándo envejecerían abiertamente nuestras caras? No importa,
volveríamos a beber y a correr hasta el último día.
Ahora si estas viejo Petrozza, muy buen texto como siempre, hasta cuando dejaras de escribir viejo lobo?
ResponderEliminarMe haces reiterar mi agonía, chingao sufrir es pesadísimo, pero fingir que no sufres es el infierno...gracias Petrozza.
ResponderEliminar