Cuando Becky se marchó comencé a vagabundear por las calles del centro. Eso me satisfacía hasta cierto punto. Había algo en las construcciones del casco histórico que me llenaba de paz. Probablemente su vejez y su solidez. Toda mi vida siempre había sido endeble, cambiante, poco estable. No podía mantener una situación de vida más de nueve meses. Cambiaba de domicilio, de empleo, de mujer. Llega una edad en que esto cansa. Por aquel entonces tenía veintinueve años y había vivido así hacía doce. No podía decir que ya estuviese harto, pero sin saberlo, comenzaba a estarlo. Me paseaba por las calles del centro de la ciudad pensando en aquello mientras mendigaba cigarrillos y me metía a cafés a descansar sin ordenar nada; hasta que la escena era ridícula o molesta y me salía o me corrían. Nunca sabía qué depararía el destino para mí, o si yo tenía un destino siquiera. Mi situación era la siguiente: no tenía empleo, no tenía mujer. Muy pronto tampoco tendría un techo sobre la sesera. Becky se había ido con todo nuestro dinero y tenía menos de veinte días para mudarme o para pagar el alquiler. Siempre la misma historia: menos de veinte días para pagar el alquiler. Usualmente lo lograba, pero gracias al motor de un culo de mujer. Si tenía una mujer conmigo podía lograrlo. No había algo que no pudiese lograr con una mujer desnuda recostada a mi lado y bien dispuesta a dejarme entrar en sus carnes. La situación era vergonzosa: siempre me había considerado un hombre independiente, y bueno… era un maldito dependiente de las mujeres. Esto no quiere decir que les rogase o me arrastrase; en realidad, solía dejarlas ir sin oponer resistencia. Quizá si luchara por una sola de ellas, pensaba… Pero ese no era mi rollo. Mi rollo era divertirme, follar todo lo posible y luego, inevitablemente, verlas partir con las maletas en las manos y las lágrimas en las mejillas o el corazón o el hígado. Podía ligarlas, pero no podía mantenerlas a mi lado más de nueve meses. El amor es una guerra llena de batallas.
Había muchas mujeres guapas en el centro. Iban metidas en ropas de moda, caras
o de apariencia cara. Todas deseaban lucir como una mujer que vale algo. Pero
una mujer no vale algo por sus ropas. Una mujer vale algo, como cualquier otra
persona, por lo que hay en su alma. Ese es el problema con las mujeres guapas,
realmente guapas: siempre son estúpidas. Se maquillan, se visten, se tiñen el
pelo, pero no leen. No han leído un sólo libro en toda su vida y se nota. A
veces las miro y me digo: ¡Dios, qué culo de mujer! Las sigo por la acera un
par de cuadras y es suficiente para desanimarme. Hacen algo, no sé, como coger
el teléfono y hablar con él de ese modo en que lo hacen las actrices famosas, a
todo volumen, con un vocabulario diminuto y mueven el cabello y se tropiezan
con los tacones. Entonces recuerdo que no podría hacerlo, de verdad. No podría
soportarlo. Las dejo seguir su camino y me pregunto qué clase de hombre
horrible se debe ser para liarse con una de ellas.
También había muchos chicos. Sentados o andando, en grupos. Quiero decir chicos
con los que podría haber entablado conversación y quizá ir a un bar, hacer que
me pagasen la bebida luego de un par de chistes o dos. Sin embargo, no deseaba
hablar con alguien. Lo que menos deseaba era sostener conversaciones, actuar,
hacer el listillo. En general era un hombre bastante solitario. No solía
inmiscuirme. Cuando lo hacía era siempre con algún propósito entre manos:
hacerme de unas copas gratis o acostarme con tal mujer. Consideraba al ser humano
como un objeto de estudio, o un objeto. Como un mal necesario. Era una
cucaracha solitaria que de vez en cuando pedía a otra cucaracha un cigarrillo.
Me levantaba a las dos o tres de la tarde a pesar de los rasguños de Mariana, a
pesar de los olores de su mierda en el arenero; solía cagarse a las dos o tres
de la mañana y había que limpiarlo o morir asfixiado. Cuando Becky me abandonó
estuve tan deprimido que ni eso me sacaba de cama. Me levantaba y me echaba encima una camisa.
Normalmente no me quitaba los pantalones ni los zapatos; dormía sólo sin camisa
porque anidaba en mi retorcida mente que una noche cualquiera necesitaría tener
los zapatos puestos. Esto sólo me pasaba en la soltería. Si había una mujer en
mi cama todas estas chorradas desaparecían de mi mente y era capaz de dormir
como un bebé; sobre todo si antes lo hacíamos. A veces me pasaba el cepillo por
la cabeza, a veces no. Casi nunca tomaba la ducha. Me salía a la calle
inmediatamente, sin nada en el estómago porque no tenía nada. Hacía el
recorrido desde la colonia Roma al centro a pie. Una vez en el centro tomaba un
descanso en alguna jardinera, en algún café, sin ordenar, como ya dije, bajo
la sombra de un árbol, de uno de los poquísimos árboles que aún quedaban sobre
Reforma.
Los pensamientos que me venían a la cabeza eran cuantiosos y diversos. La
mayoría bagatelas. Fantasías absurdas sobre lo que haría si tuviese mucho
dinero, o si me anunciaran la muerte a causa de una enfermedad terminal, o lo
que haría si no tuviese piernas, etc. Podía perderme en los hilos de esos
pensamientos con mucha facilidad. Podía imaginarlo todo, cada detalle. Podía
llegar a construir historias largas sobre aquellos personajes en que me
convertía. Podía imaginar el pasado de mí si fuese un hombre sin piernas.
Incluso llegaba a cambiarme la nacionalidad, la edad, la estatura, la
procedencia. Todo esto podía mantenerme ocupado más de un par de horas. Al
mismo tiempo miraba la gente pasar. Hay un placer enigmático en mirar la gente
pasar, un placer antiguo, arquetípico. También podía hacer historias sobre esa
gente. Crearles personalidades, pasados oscuros, ambiciones. Podía convertirlos
en sospechosos de crímenes atroces. En fin, hacerles vidas inverosímiles, pero
muy posibles dentro de la realidad de ciertos parámetros. Un detalle detonaba
en mi cabeza las ideas más aventuradas y al mismo tiempo veraces, o con
posibilidad de sostenerse, sobre una señora con un bolso de piel teñida de
rojo. La mueca de un muchacho bastaba para dotarlo imaginariamente de una
maldad sin precedentes. Podía convertirlo en un verdadero psicópata infantil.
Ahora mismo, frente a mis ojos, llevaba a cabo su maligno plan, que consistía,
precisamente, en aparentar ser el buen chico que posiblemente era. Mientras más
hambriento me sentía, más me concentraba en aquel ejercicio mental. Incluso
justificaba fantásticamente mi hambre y la imposibilidad de comer. Me decía:
soy un caso extraordinario, un hombre al que diagnosticaron una enfermedad
perversa y nunca antes vista, que consiste en morir debido al ejercicio
estomacal. Cada que mi estómago comenzaba el proceso de digestión, y durante
él, una parte de mí moría. Tenía estrictamente prohibido comer. Si no comía
podía morir en menos de cuarenta días. Si comía, podía morir en el acto. Es
increíble, pero esto me mantenía a flote. Si pensaba en comida recordaba la
sentencia de los médicos y me bastaba decirme: no, es mejor así. Es mejor no
comer.
Pronto aprendí a no gastar energías. No debía moverme demasiado si deseaba
mantenerme hambriento y soportarlo. Lo mejor era recostarme en un banco o
sentarme y pensar en todas esas cosas. Respecto al alquiler y mi futuro había
elaborado un plan. No muy detallado ni a un plazo mayor a cincuenta días, como
solían ser mis planes personales: esperaría que corriera el resto del mes y
tuviese que pagar el cuarto. Avisaría que no pensaba quedarme más y reclamaría
el dinero del depósito en garantía. Con ello me pagaría una comida sabrosa por
los días de hambruna y… hasta ahí llegaba mi plan. Ya vería qué hacer cuando el
dinero se acabara.
Lograba sobrevivir gracias al robo de alimentos en la casona, hábito que
adquirí durante las últimas semanas de la estadía de Becky en casa. Sin
embargo, no solía robar demasiado. No deseaba
que la cosa se volviese un escándalo y tomaran medidas. Eso supondría perder mi
mengue suministro alimenticio. A penas una rebanada de jamón y un trozo de
pan que debía compartir con Mariana. La pobre debía sufrir las
consecuencias conmigo. No era un buen amo después de todo. Robaba por las
noches, antes de dormir, porque a esa hora el estómago me rugía con más furia.
Durante el día podía engañarme con aquel cuento de la rara enfermedad, pero
durante la noche todo mi organismo estaba dispuesto a morir. Era preferible
morir con algo en el estómago que soportar cuarenta días de ayuno y morir de
todas formas. Vaya, el organismo es algo muy inteligente.
Algunas tardes llevaba conmigo una libreta y un bolígrafo y escribía. No
lograba terminar nada. Escribir requiere un esfuerzo de calorías mucho mayor al
que podemos suponer si miramos a alguien escribir, sentado sobre una silla
delante de una mesa. Hay que concentrarse y todo eso. Hay que decidir. Hay que
estructurar, repasar, leer, corregir, etc. No llegaba a concretar un relato en
aquellos días. Otras veces cargaba un par de libracos. Los había leído todos,
no tenía dinero para comprar más. Los releía. Tampoco podía llegar muy lejos.
Leer, en ayudas, es un somnífero muy poderoso. Cualquier actividad, con los
carbohidratos que yo consumía, era un acto colosal. Tenía las fuerzas de un
gusano. Dormir. Eso es lo que mejor me iba. Dormía en todos lados. Dormía en
los bancos públicos, en los jardines al aire libre, en casa. Una vez dormí
parado, recargado sobre un poste de luz. Me quedé dormido mientras esperaba mi
turno de cruzar la calle en Insurgentes.
2
Comencé
a espaciar las caminatas. Estaban acabando conmigo rápidamente. Caminar trece o
catorce kilómetros diarios no es algo que pueda hacerse si no se tiene comida
en el cuerpo. Salía sólo cuando mi estancia en la habitación se volvía
tortuosa. Esto podía ocurrir en cualquier momento, generalmente después de tres
días de encierro. La habitación era austera. No había en ella nada que yo pudiese
hacer. Todo lo que tenía era mi mente. Deseé tener un televisor y perderme,
haciendo el menor uso de mis capacidades intelectuales. Posar la mirada en un
punto fijo y dejar que me chupasen el seso. Era más tormentoso pensar, crear
todas las escenas en mi cabeza. Lo pasaba en cama la mayor parte del tiempo,
con la gata echada sobre mis piernas o mi pecho, o deambulando de aquí para
allá. Ella tampoco tenía las energías de antaño. Me levantaba únicamente para
robas alimentos por las madrugadas, o para estirar las piernas cada cinco o
siete horas. No abría las ventas debido al aire; me hacía sentir enfermo de
gripe. Dormía o dormitaba. No podía dejar de pensar. Podía descansar el cuerpo
pero el cerebro seguía y seguía y me estaba volviendo loco. Daban ganas de
desenchufarse un rato, como un televisor. Una noche tuve visiones. No supe que
lo eran hasta el día siguiente. Me ardían los ojos. Los había mantenido
abiertos y había visto todas aquellas cosas. Cosas terribles. Cosas
indescriptibles. No eran monstruos y chorradas de esas, sino cosas más
profundas: había visto la angustia, la desesperación, la impotencia, el
fracaso. No puedo decir que vi la muerte, pero podría decirlo si eso fuese
posible. Ver todas esas cosas abstractas es posible. Es posible, lo juro.
Los inquilinos de las otras habitaciones comenzaron a fijarse en mí. Me miraban
ir y venir las pocas veces que salía. Los encontraba en la sala de estar,
reunidos, bebiendo o hablando o riendo como buenas personas. Se esforzaban en
no tener roces el uno con el otro. En mantener en casa un ambiente agradable, o
lo que ello suponían un ambiente agradable. Se invitaban a beber o cenar o
hablar en la sala o la cocina con cierta regularidad. Se contaban cosas.
Algunos hasta intimaban. Se esforzaban por ser amigos. Y me juzgaban porque yo
no me esforzaba lo más mínimo. Ahora se preguntaban, murmuraban, cómo podía ser
yo alguien tan desagradable. Reñí a golpes con uno de ellos cuando Becky era mi
novia. A los demás los evitaba y no les volteaba a ver siquiera. Si alguna vez
dirigí mi palabra a uno de ellos fue para pedir cigarrillos o unas monedas.
Ahora se extrañaban porque iba sin arreglar, sin afeitar, sin peinar, sin
duchar… arrastrándome como un mendigo sin energía. Salía por las tardes a dar mis
paseos. Ahora los hacía por los alrededores de la colonia, sin ir muy lejos.
Los paseos era lo único que me mantenía con vida. No tenía dinero ni siquiera
para una cerveza. No beber era lo que más me deprimía.
Los últimos días fueron fatales. Ya no podía decir que soportara el hambre.
Hacía dos robos al día, uno por las tardes y otro por las madrugadas pero no me
satisfacían. Mientras más comía más deseaba comer más. Dormía todo el tiempo.
Ya no podía llamara paseos a mis salidas de casa. Me arrastraba al parque Luis
Cabrera y me instalaba sobre la bomba de agua de la fuente y me quedaba
profundamente dormido. Una ocasión me despertó un golpe en el costado, no muy
quedo. Era el golpe de la bota de un policía. Muchacho, me dijo, anda, no puedes
dormir aquí, largo. Vale, vale, dije intentando ponerme en pie. El primero
intento de esto fue un fracaso. El policía me sostuvo por el antebrazo y me
jaló. Cuando estuve sobre mis piernas me sostuvo por los hombros y hasta que
estuvo seguro que no caería me soltó. De algún modo sabía que yo no era un
indigente. Quiero decir que no me detuvo ni me apaleó como lo haría con uno de
ellos. Me palmeó la espalda y di un par de pasos. Habría que bajar de la bomba
de agua y era evidente que no lo lograría. Bajó él y me ayudó a bajar. Era un
cuadro de cemento de no más de metro y medio de altura. Cuando mis pies tocaron
el suelo no me sostuvieron. El policía lo hizo, por las axilas. Le di las
gracias y me largué dando pequeños pasos y agarrándome de todo cuánto podía. Me
estaba muriendo de hambre como vaticinó mi padre y todo el mundo cuando dije
que me dedicaría a la literatura. Para ser francos, en aquel entonces no podía
decir que me dedicase a la literatura ni a cualquier
otra cosa.
En casa, recostado sobre la enmohecida cama, maldije a Becky por llevarse el
dinero. Sin embargo, no era culpa suya. Esto hubiese sucedido tarde o temprano,
con la diferencia de cierta cantidad de alcohol en mi organismo. Si hubiese
dejado algo de plata la hubiese bebido al día siguiente o durante los días
siguientes y hoy estaría exactamente igual. Sea como fuera había un placer
oscuro en maldecir a Becky y lo hice. Le gritaba mentalmente puta de mierda,
ladrona, zorra, malparida, embustera, traidora, culera. Bueno, el odio también
consume calorías. Después de injuriar a Becky caí rendido. Dormí hasta el día
siguiente sin interrupciones.
3
Luego,
el día menos esperado, y el más anhelado en realidad, el casero tocó a la
puerta. Los golpes me despertaron suavemente, aunque él aseguró haber tocado
con fuerza durante tres minutos o así. Me disculpé por ello. Venía a cobrar el
alquiler del mes que iniciaba. Abrí la puerta y entró. Se llevó el dedo a las
narices. Había un tufo a muerto, vamos, por el encierro, etc. Traía consigo
aquella libretita que yo odiaba. En ella anotaba los pagos, etc. Y también
usaba una gorra de béisbol cuando cobraba. Yo odiaba todo eso. Y un bolígrafo
de tinta azul. Se paraba en tu habitación, miraba la libretita, pronunciaba tu
nombre siempre precedido de la palabra señor, así: señor Martin Petrozza, y
luego juntaba los labios y rebuscaba en las hojas de la libretita. Pasaba las
hojas con un par de dedos, índice y anular, como un hombre de dedos que
caminara por la libreta y cuando lo encontraba paraba y soltaba la cifra y el
día de vencimiento. Luego presionaba el centro de la libreta, como si
presionara un botón y asentía con la cabeza. Así: señor Martin Petrozza… mmm…
(dedos) mmm… (alto) cinco mil pesos, hasta el primero de junio (botón y cabeza).
Moví la cabeza y dije: no, no. Él me miró extrañado. ¿No qué?, preguntó. Lo
siento, dije, pero me voy. Me miró de pies a cabeza. Estaba hecho un mendigo.
Supongo que recordó todos los problemas que le había dado porque no trató de
convencerme. Dijo: tiene hasta medio día para desalojar. Dio media vuelta e iba
a largarse, cuando grité: ¡mi depósito! Dio media vuelta, dijo: el lunes por la
tarde. Era sábado, Dios, y debía dejar la habitación, largarme y pasar el resto
del día, el domingo y parte del lunes en algún sitio. No podía esperar.
¡Necesitaba el dinero para rentar una habitación de hotel en la colonia Hidalgo
y pensar qué haría el resto de mi puñetera vida! Salté con las pocas energías
que me restaban y tomé al casero por el hombro. Cuando volteó el cuello, dije:
¡lo necesito ahora, a medio día, por Dios! Me quitó de encima y se sacudió el
hombro. No sé, dijo, no es así cómo funcionan las cosas, los depósitos sólo se
regresan en de lunes a… Me erguí tanto como pude y le paré en seco. Le miré directo
a los ojos, con los ojos míos, ojos de loco desgraciado, y le dije: tiene hasta
medio día o… El casero dio un par de pasos atrás y asintió con la cabeza, dijo:
veré qué puedo hacer, señor… Nada de eso, amenacé, usted tendrá su habitación a
medio día y yo tendré mi dinero porque eso es un trato justo, ¿sabe?, y no hay
algo que me enfurezca más que un hijo de las mil putas… Vale, vale, me
interrumpió, tendrá su dinero. Luego recobró el orgullo y bufando salió de allí
echando pestes sobre mí. Le oí exclamar: ¡joputa, cabrón! Luego, oí a la gata
maullar y recordé que esa gata era una violación al reglamento de la casa y me
contuve de ir tras el casero.
Empacar no fue complicado. Nunca lo era, excepto por los libros. A lo largo de
los últimos quince o dieciséis años había comprado más de mil libros, sin
exagerar, y acarrearlos era un esfuerzo sobre humano. Sobre todo para mí, que
nunca tenía dinero para pagar su transportación y debía cargar caja tras caja y
a veces recorrer kilómetros en transporte público una y otra vez hasta
llevarlos todos. Había que dar hasta once o doce vueltas. Afortunadamente
aquella vez no tenía los libros conmigo. Los había dejado en casa de Simona antes de separarme de ella. Ahora sólo
había una docena o docena y media de libracos que había comprado antes de
iniciar mi relación con Becky. Durante nuestro amorío no leía demasiado. Becky
absorbía todas mis energías con alcohol, sexo y peleas. No cabe duda que las
vaginas son tumbas de
escritores. El caso es que ahora sólo hice una maleta. Era una vieja maleta de
cuero que compré de usado en un bazar de pulgas por doscientos cincuenta pavos.
Era un gran chisme. Cabía mucho más de lo que uno hubiera imaginado y estaba en
buenas condiciones. Metí camisas y pantalones, ropa interior, un par de
zapatos, un juego de sábanas y una colcha, una almohada y la mayoría de los
libros. Los que quedaron fuera podía llevarlos en la mano. Eran: Poemas y ensayos de Virginia Woolf, editado por la
Universidad Nacional Autónoma de México; Cuentos
Universales, un compendio de
cuentos de Chéjov, Kafka, Poe, Wile, Hesse, etc., editado por Editores
Mexicanos Unidos; dos obritas de Sartre: Con
las manos sucias y Kane, editado por Lozada; y Las olas, de
Woolf también, de Burguera. En menos de dos horas tuve todo listo. Dormí los últimos
tres cuartos de hora antes de medio día.
A las doce en punto llamaron a la habitación. Me levanté con cierto ánimo y
abrí la puerta. El casero entró y echó una ojeada. Había marcas de cigarrillo
en las paredes, ceniza por todo el suelo y sobre los muebles, la mesa, la cama,
el pequeño sofá. Las cortinas estaban jaladas. Había ceniceros con montañas de
colillas sobre la cornisa. Uno de los vidrios de la ventana izquierda estaba
cuarteado. Lo miró todo y calculó los gastos con una sonrisa. Ofreció darme la
mitad del dinero. Si no lo tomaba guardaría todo el dinero y yo podía
demandarlo si me placía. El hijo de puta sabía que yo no iba a demandarlo: no
tenía tiempo, dinero ni fuerza para hacerlo. Habría que buscar abogado, etc.
Mordiéndome la lengua acepté la plata. Sacó los billetes de su bolsillo y los
contó. Cinco mil pavos. Separó dos mil quinientos y volvió a meterlos al
bolsillo. El resto me lo estiró. Dudé un par de segundos antes de cogerlo y
luego lo cogí. Con una sonrisa en la cara, dijo: un placer, que Dios te
bendiga. Cogí la maleta, que para mi condiciona física pesaba una tonelada y
crucé la puerta de la habitación. Luego la puerta del antecuarto, la de la sala
de estar; bajé las escaleras y abrí la puerta principal. Salí de allí con la maleta en las manos y dos mil quinientos pavos. ¡Entonces recordé que había dejado a Mariana! Dejé la maleta en el suelo, en medio de la calle y corrí a por ella. Cuando
llegué a la habitación el casero la estaba echando fuera con una escoba de
madera. ¡Ya!, exclamé. Levanté a la gata y la llevé conmigo. Estaba muy
asustada. Era una bola de pelo y diez navajas.
Lo primero que hice fue comer en un restaurante de la calle Tonalá. Me pedí un
par de huevos con salsa y una coca cola. La salsa me quemó el estómago. La coca
cola me quemó la garganta. Mariana me arañó las piernas; deseaba
desesperadamente llevarse su parte del plato. Es increíble, pero quien diga que
los gatos nos son fieles, no han tenido gatos. Mariana soportó mis desgracias
con entereza y exigía su bocado. Lo merecía; aunque pudo, jamás me abandonó. Los gatos suelen dar paseos, son nocturnos e independientes, lo que no significa que no sean fieles. Por mi parte la comida no
podía ingerirla como acostumbraba, a grandes bocados, tragando. Debía comer muy
despacio y evitar las salsas y las gaseosas. Mariana no tenía un problema, se subió
a la mesa y se tragó medio plato si dudar. La mesera y la gente me miraba como
a un loco porque iba mal vestido, con una maleta a cuestas y dejaba que una
gata lamiese el plato donde yo comía. Encontré a más de uno mirándome con muecas
de asco. A mí me daban más asco sus esposas, comiendo sobre la misma mesa que
ellos, arpías del báratro que se hacían las tetas o se inyectaban silicona en
la cara o ve tú a saber qué otras aberraciones eran capaces de hacer. Mariana
jamás tendría que hacer aquello: los gatos no envejecen. En ese sentido, ellas
debían tener envidia de Mariana. A pesar de todo la comida me hizo mucho bien.
Pude levantarme de la mesa con más ánimo. Pagué la cuenta y di una buena
propina a la mesera, sólo porque podía hacerlo. Le di cien pavos.
Caminé a la Glorieta de los Insurgentes y antes de entrar al metro abrí la
maleta y pensé en meter al gato, pero no cabría. Lo pensé dos veces, hasta que
lo vi: envolver a la gata en mi chaqueta. No era un medio cómodo de transporte
para un gato, pero era todo lo que podía hacer si no deseaba abandonarla en
medio de la calle. La vida es así: dura, cruel e hijoputa. Si quieres lograr
algo hay que sufrir. Tomé a la gata, la envolví en la chaqueta, cerré el
zipper, anudé las mangas. Todo quedó más o menos como un mojón porque mi
chaqueta era de cuero café, y continué
adelante.
Con Mariana dentro de la chaqueta compré boletos y abordé
con dirección a Pantitlán, hasta Balderas. Ahí transbordé hacía Indios Verdes y
bajé en Hidalgo. La gata se comportó bien después de todo, como si lo supiera:
aquí era polizonte y debía adaptarse por su supervivencia. Los gatos son algo
digno de verse.
Renté una habitación en el hotel Savoy por setenta pesos la noche y
me instalé. Puse los libros sobre el buró y abrí la maleta. Tomé la ducha, me
vestí, cogí la plata y salí. Sabía que ahí fuera había un montón de prostitutas
y bueno… así conocí a Yolanda, con quien gasté casi la mitad de mis dineros en
sexo y alcohol el fin de semana. Todo ocurrió como debe ocurrir con las
prostitutas: me divertí malsanamente, gasté más de lo debido, tuve jaqueca y
resaca, vomité, me maldije por ser tan idiota de gastar en tiempos de crisis y
me confesé que Yolanda no estaba tan buena después de todo y un sentimiento
maldito se sumó a los sentimientos malditos de mi alama, etc. Nada que no haya
vivido alguien que suele acostarse con prostitutas.
El lunes por la tarde, cuando desperté, tenía resaca y ochocientos pavos sobre
el pecho. No sé por qué estaban ahí, pero era muy poco dinero para mantenerme
más de veinte días. Mariana maullaba en un rincón de la habitación, por comida.
Todo había comenzado de nuevo.
Excelente narracion de una depresion, es tan magica que me deprimi de leerla, jajaja
ResponderEliminarEstupendo, como siempre
ResponderEliminarEstos textos tienen la magia de los escritores de verdad, son sinceros y muy bien narrados con un planteamiento de las ideas estupendo y un ritmo muy amigable con el lector, felicidades
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