Bueno, la vida de F. no
podía arreglarse de la noche a la mañana. Continuaba pensando en su vida. La mayor parte del tiempo
vivía con preocupaciones, con angustias, con miedo. Sus angustia principal, y
probablemente la causa de todas las demás angustias, era el dinero. Se repetía
constantemente que el dinero a él no le importaba, pero conforme se acercaba a
la edad madura, esa verdad se volvía contra de él.
Otra cosa que angustiaba a F. era el miedo a la muerte. Podía decir que había
hecho todo lo que había deseado, lo mismo que
podía decir que no había hecho nada. Se había esforzado toda la
adolescencia en no desear nada.
A los diecisiete años tenía sueños hermosos, como el de ser anacoreta, o el de
irse a vivir a un bosque lejano y convertirse en lobo. Sobre todo, odiaba el
pecado original: cargar sobre sus espaldas la culpa de una desgraciada con la
que él no tenía nada que ver. Con una mujer que probablemente, ni siquiera
existió. No concebía que un hombre, un día cualquier, muriese sin más. Los
hombres hacen vidas, hacen algo de sus vidas, sólo para ir a morir
un día cualquiera. A F. no le aterraba la idea de no haber hecho algo el día de
su muerte. Le aterraba todo lo contrario. Le aterraba hacer algo, digamos,
escribir su obra maestra, y luego, irremediablemente, morir. En ese sentido, no
tenía caso comenzar algo siquiera. Lo más sensato era dejar
la vida pasar.
Sin embargo, la vida no se puede dejar pasar. Hay que vivir la vida, queramos o
no. Hay que hacer algo.
Esto es lo que tenía a F. vuelto loco. Esto es lo que lo tenía ebrio desde los
diecisiete años. Sencillamente, no sabía qué hacer de su linda vida.
Nada complacía las exigencias de F. Exigencias intermitentes entre la
genialidad y la estupidez. Exigencias tales como escribir una novela que
tocase las fibras más sensibles del ser humano, sin un aplomo de metafísica, o
entregarse deliberadamente al servicio de Dios en un convento benedictino del
siglo XIV. Lo que más le dolía es que, ambas opciones, estaban fuera de su
alcance.
Entretanto se divertía contando a los niños que llamaban a su puerta lo
terrible que es la vida vacía que se vive en 2011.
Era día de brujas; los niños del barrio pedían dulces a los
vecinos. Cuando F. abría la puerta, preguntaba: ¿y tú, de qué coños vas? La
mayoría iban disfrazados de estudiante de mago; en aquella época surgió una
oleada de literatura fantástica que traía a los niños idiotas. Los niños
contestaban: ¡de Harry Potter! Vaya, respondía F., los Sres. Potter tuvieron
más hijos de los que pudieron criar. ¿Y usted?, preguntaban los críos. ¡De
hombre!, exclamaba F. Porque sepan que en la vida no se puede ser otras cosa
que hombre. ¡No hay magos!, ¡no hay Dios! Sólo hay hombres, y el hombre está
condenado. ¡Yo soy el Diablo! Los niños no se asustaban, en 2011 los críos no
se asustaban con nada. F. no tenía caramelos ni plata para los niños, ofrecía
cerveza, pero se negaban, y tuvo que parar cuando el padre de uno de ellos
amenazó con partirle el culo si continuaba haciéndolo.
2
Si F.
hacía algo, era beber. Pero eso, claro, es lo mismo que no hacer algo. Fuera de
ello, escribía. Escribir, sin embargo, tampoco es hacer algo. Incluso, es peor
que no hacer algo. Cuando uno holgazanea, sabe perfectamente lo que hace.
Cuando se escribe, no se tiene una idea clara. El sentimiento de impotencia, de
vagancia, de frustración, de derrota, se apodera del alma. Un escritor es un
hombre derrotado. Un hombre delimitado por su incapacidad para todas las cosas.
Principalmente, para la vida.
La filosofía de F. era bastante pesimista, pero al mismo
tiempo, era suficiente positiva para mantenerlo a flote. Escribir era el único
motivo de su vida, y beber, el único modo de soportar la vida cuando no escribía,
e incluso, la gasolina de su literatura. Comenzó a vivir así a los veinte años cuando se percató que no podía ser de otro modo.
Sus padres, a los que dejó de ver hace más de catorce años,
le auguraron una vida corta y llena de dificultades. Es curioso, pues, a pesar
de ello, le consideraban flojo y cómodo. Le culparon de elegir el camino fácil.
Sin embargo, estaban muy equivocados. Ni escribir ni beber eran el camino
fácil. No había algo más difícil que escribir y beber. Eso era algo que F.
sabía de sobra. Se vive al borde del suicidio todo el tiempo. Si se es fuerte,
se acaba por hacerlo. Si se es débil, no queda más que seguir viviendo.
Seguir viviendo. Eso es lo que atormentaba a F. No
encontraba un motivo verdadero para continuar. Un motivo sólido. No el ansia de
ser un escritor reconocido,
sino algo más real. Ni siquiera el amor por Lidia era suficiente para saciar la sed de algo de F. Ese algo, desgraciadamente,
parecía imposible de alcanzar y al paso de los años F. desesperaba y cada día
estaba más cerca de pegarse un tiro.
En todo caso, no sería un suicido por amor. Su relación con
Lidia se había arreglado; no podía decirse que tuviese motivos de desamor
para quitarse la vida. En lo tocante a su carrera literaria, nunca le había ido
mejor. El último enunciado es equívoco: nunca le había ido mejor porque nunca
había publicado siquiera. En realidad, estaba muy por debajo de ser un escritor
reconocido, pero al menos, tenía más de lo que suelen tener los escritores
anónimos y sin publicaciones. Podía pararse en las oficinas de TRASH y cobrar un cheque.
Un cheque muy pobre, aunque suficiente para mantenerse vivo, como una esponja
de mar, con el mínimo de energía.
3
La depresión
de F. no era una novedad. Había vivido deprimido los últimos diez años. La novedad era
que por primera vez hace diez años sentía dentro de sí una ligera ansia
de cambiar.
Podría decirse, y así lo creyó F. al
principio, que esta ansias provenía de su amor por Lidia. Sin embargo, hablar
de amor por Lidia era ir demasiado a prisa. Hace mucho tiempo F. creyó
firmemente perder la capacidad de amar a una mujer. Su único amor, si es que
podía considerarse amor a eso, era su amor
por la literatura. Era, más bien, una fidelidad masoquista a lo que lo
hacía ser lo que era: un borracho que escribe. Un miedo inaudito a intentar otra cosa.
En nombre de este insano amor a la
literatura F. intentó separarse de Lidia, a toda costa, sacrificando su sexualidad
y la compañía de una mujer, carente desde hace diez años, en su vida de podredumbre.
Una vez separado de Lidia, F. cayó en cuenta que había cometido una estupidez.
Alejado de ella su literatura no menguaba, como aseguraba, tras haber leído una
frase del poeta C. Pavese. Lidia no tenía ninguna relación directa con su
literatura, aunque a él le hubiese gustado.
Afortunadamente, Lidia era una mujer con
inteligencia suficiente para percatarse de los motivos infantiles y paranoicos
de F., y perdonar sus actos, e incluso, buscarle e instarle a regresar.
De otro lado, de algo más profundo, debía
provenir el ansia de cambio de F.
4
La
búsqueda de su más grande secreto fue lo que le llevó aquella noche, a aquel
bar, donde bebió siete copas de whisky en las rocas, salió hecho una cuba, y
conoció a Fany, una chica prostituta de Eje Central, en la colonia Doctores.
La presentación ocurrió en la calle,
durante la madrugada. F. era un hombre de pocas palabras, pero cuando bebía
solía tener cierta chispa. Al menos,
la suficiente para dirigir la palabra a una mujer que se vende por doscientos
pesos en medio de la fría noche, y que desea, por amor a Dios, que alguno le lleve
dentro de cuatro paredes con tal de calentarse el culo, sin importar si esto
implica chupársela a un cualquiera por cincuenta pavos o menos.
Esta es la oferta que selló el trato e
inició la aventura: treinta y siete pavos, no tenía más, por una chupada en el
apartamento de F.
Un trato ventajoso, pero desde el fondo
del corazón de F., la oportunidad de ayudar a una chica que las lleva de perder
en la vida y en la calle. La amabilidad de F. era un fenómeno, pues, consideraba a esto
un acto filantrópico, mientras se negaba a dar monedas a los críos en las
calles. Pensaba: los críos son enviados por adultos; las putas, hacen lo que
pueden y no se rinden antes que pedir limosna. Contratar prostitutas a precios
risibles era, desde los zapatos de F., un acto de benevolencia. Podría ser
verdad si consideramos que la mayoría de las veces llevaba a las chicas a casa,
les alojaba hasta el amanecer, les procuraba bebida, y, en caso de tener, comida;
les pagaba los servicios y… no las follaba. También es
cierto que el pobre F. había pasado tiempos duros y solitarios y tan sólo
deseaba un poco de compañía. En ese sentido, era una negociación justa, y
encima, bondadosa, mutuamente.
En el apartamento, Fany comenzó a
desnudarse. Comenzó con la falda, que no era más que un viejo trapo de diez centímetros,
y se ladeó los calzones. Estaba dispuesta a brindar su sexo a cambio de unas
monedas.
F., sin embargo, la detuvo. Ya, le dijo,
primero bebamos un trago. F. fue a la cocina y regresó con media botella de
whisky. Bebieron sin vasos y sin hacer demasiado ruido. Ninguno de los dos
deseaba entablar una conversación. Agradecían en secreto la oportunidad de compañía
y techo.
Cuando bebieron toda la botella Fany se echó sobre las
piernas de F., que permanecía desparramado sobre el sofá, y comenzó a tocar a F.
F. no estaba consciente; había bebido suficiente para tener veintiocho años y
una vida de ebriedad continúa. Cada vez bastaba menos para tumbar a F.
Fany aprovechó para levantarse. Si F. no era capaz de tener
una erección, no era problema suyo. Tenía las monedas en la bolsa y podía
largarse. F. no lo notaría.
Antes de irse Fany caminó a la cocina. Buscaba algo más
para beber. Abrió las alacenas. Había algunas botellas vacías o casi vacías. Ni
una llegaba a la mitad. Cuartos o medios cuartos de whisky, ron, tequila,
vodka. Nada que valiese la pena llevar a la calle. Inspeccionó la nevera: una
lata de Tecate. Cogió la lata y la metió en el bolso; un bolso pequeño, donde apenas
cabía la Tecate. Luego salió de la cocina, fue a la puerta del apartamento…
pero… algo la detuvo. Echó una mirada más a F. Ahora estaba profundamente dormido.
Fanny regresó. Acercó la cara a F. y dijo: chico, ¿estás bien? F. no contestó.
Probó con algo más fuerte, le pellizcó el cachete y le dijo: ¡venga, chico,
estoy a punto de irme, si no reaccionas ahora te quedas sin mamada! F. no
reaccionó. Fanny se levantó de ahí y miró el pasillo que daba al cuarto. Supuso
que alguien como F. no guardaba un tesoro en la habitación… pero…
La habitación de F. era mucho peor que la estancia. Un
colchón sobre el suelo, alguna ropa esparcida por todo el lugar, y un olor a
gato o a muerto. En una de las esquinas brillaba algo, un objeto. Fany fue
hasta allá. Era un reloj plateado, no muy caro, de manecillas. F. lo había
recibido como regalo de Navidad hace quince años, de parte de su padre, y lo
había conservado toso este tiempo sin ningún vínculo o sensiblería. Sencillamente,
un reloj plateado que cargaba de aquí para allá a cada mudanza porque eso era
parte de sus pertenencias. Fany lo
cogió y lo echó a la bolsa.
Antes de salir, echó un último vistazo. No, no había algo
más. Treinta y siete pesos, una Tecate y un reloj de manecillas. Pudo ser peor. F. pudo obligarle a prestar
servicios.
No se tomó la molestia de cerrar la puerta al irse.
5
A la
mañana siguiente, F. despierta de un brinco. Al abrir los ojos casi se le va
la respiración. Hay un gato negro sobre su pecho. Cuando recupera los sentidos ahuyenta al gato de un manotazo y se levanta. Debió entrar por la puerta,
abierta de par en par.
Cierra la puerta. No se molesta en sacar
al animal. Camina a la nevera y la abre. Está vacía. ¡Perra!, exclama. Ahora
más que nunca necesitaba aquella cerveza, y Fany se había llevado hasta su
último centavo.
Bueno, la vida de
F. no podía arreglarse de la noche a la mañana.
Me gusto el tono desparpajado de este relato , lo informal que resulta , un fotografia inedita de la realidad de nuestros dias , donde todo nos parece tan poco , y donde el verdadero valor esta a nuestro alcanze , pero el no saber apreciarlo es esa indiferencia marcadisima en tu redaccion , felicidades
ResponderEliminarlo que admiro de tu narrativas es que puedes hacer que tus personajes parezcan terriblemente reales y hasta que uno se sienta en lo zapatos de esos personajes aunque no importa si son reales o no porque la realidad es que esas cosas pasan aunque no el pasen a uno... gran escritor petozza!!
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