Conocí a Marbella poco después de irme de casa de Martin Petrozza. Cogí un
empleo como almacenista en Almacenes Alcázar, y pude dejar la hospitalidad de
mi amigo. La paga dejaba mucho a desear, pero me permitía rentar un cuarto de
azotea en la colonia San Rafael.
Por las mañanas iba al trabajo y por las tardes me pasaba a ELKS. ELKS era un
café bohemio, o lo que sus dueños consideraban un café bohemio; había sillas con bejuco, mesas de lata, ponían música de Pink Floyd; en San
Cosme. Me pedía infusiones o cervezas y escribía durante dos o tres horas,
hasta el cierre del café. Cerraban a las diez; ahí se acababa el sueño bohemio. Luego iba a casa. Fumaba un cigarrillo en la azotea,
recargado en la barda, desde donde podía ver toda la calle y dos o tres calles
más allá. Me desvestía y me metía a la cama. Antes de dormir pensaba en
todo el material que debía etiquetar, almacenar e inventariar al día siguiente, y me quedaba
dormido. La vida era sufrible gracias a las horas en ELKS.
Una tarde, entró Marbella al café. Era una chica como cualquier otra, con
excepción que llevaba el cabello suelto, alborotado, y tenía una sonrisa
maniática. Fuera de ello, tenía un par de senos enormes, casi del tamaño de
melones. Iba vestida al estilo hippie, y podías adivinar con sólo mirarla que
estaba loca. La miré un par de minutos. Ella se percató que yo la miraba y se
acercó. Aún no cogía mesa, así que se acercó y me preguntó qué le miraba. Vaya
pregunta, dije, no sé. Preguntó si podía sentarse. Asentí con la cabeza. Se
sentó. Encendí un cigarrillo. Pregunté a ella si quería uno, pero no quiso. Comencé a dar caladas al cigarrillo. No intercambiamos una sola
palabra. Estuvimos así minuto y medio. Mirándonos las caras.
¿Te gusto?, preguntó de repente. Lo dijo con naturalidad. No pude menos que
responder afirmativamente, casi como un suspiro que se escapa. ¡Camarero!,
exclamó. El camarero vino. Marbella ordenó una copa de vino tinto y una
ensalada.
Marbella estaba loca, y yo
también debía estarlo para dejar que los acontecimientos siguiesen su curso. Me
interrogó. Le respondí todas sus preguntas; la conversación asemejaba un
interrogatorio policial. Yo sólo tenía una pregunta para ella: su nombre. Me lo
dijo y suspiré.
A partir de ese momento se creó entre nosotros un vínculo sagrado.
Hablamos sobre poesía, que es a lo que me dedicaba en ese momento. Dijo que le gustaba Rilke y Auden. Eso bastó para interesarme. Preguntó si yo sabía algo sobre Nietzsche. En ese entonces no lo sabía, pero Marbella
tenía la peculiaridad de conocer cosas difíciles de saber, por ejemplo, la vida
personal de Giacomo Meyerbeer, y desconocía cosas tan sencillas como la filosofía
de Nietzsche. Sin embargo, cuando me instó a hablar sobre las filosofías
nietzscheneanas, caí en cuenta que, a pesar de ser mundialmente conocidas, yo
las desconocía en su mayoría. No pude sostener la conversación más de diez
minutos. Marbella me pidió que parase. Tuve la sensación de haberla decepcionado;
prometí estudiar con más detalle al filósofo y traerle información fidedigna de
sus pensamientos. Esto la hizo sonreír.
Cuando nos echaron del café,
salimos del allí tomados de la mano. No me pregunten cómo sucedió, porque hasta
ahora no lo sé: caminamos hasta mi casa, entramos, fumamos cigarrillos mirando
por la barda, hablamos de nuestra infancia, y nos acostamos sobre la cama. Esa
noche, por supuesto, hicimos el amor.
2
En diciembre de 2013 comenzó lo que podría denominarse, mi vida con
Marbella. Al día siguiente de nuestro primer encuentro, supuse que no volvería
a verla, porque, fatídicamente, no intercambiamos números telefónicos, pero por
la noche, después de haber ido a ELKS con la ilusión de encontrarla, la vi
venir desde mi cuarto de azotea. La recibí con entusiasmo.
La historia de Marbella era la
siguiente: provenía del estado de Guadalajara, donde creció y se desarrolló
hasta los veinte años, edad en que se emancipó del seno paterno, y vino a DF
a probar suerte. Trabajó como camarera en diferentes bares de la colonia Roma y
Condesa, y pudo sobrevivir. Se alojaba en pensiones baratas de las colonias
aledañas; algo muy parecido lo que yo hacía en ese entonces. Su pasión era la
poesía; era poetisa. Había escrito centenas de poemas y había publicado una
decena en fanzines y revistas de la UNAM, y en todos lados donde se interesaran
por sus poemas. Sin embargo, no había cobrado un peso de ese trabajo. Más o menos la misma historia de todos los poetas jóvenes de
México. Actualmente tenía veinticinco años.
Subimos a mi habitación. Traía consigo
un par de botellas de vino, cigarrillos, pan de caja y queso. Bebimos, fumamos
y comimos todo eso. Cuando estuvimos satisfechos, nos recostamos en cama,
mirando al techo, uno al lado del otro, cogidos de la mano. Fue allí cuando me
confesó que estaba embarazada.
El niño pertenecía a un poeta de
Nuevo León, al que conoció en un recital de poesía, en DF, en un bar llamado La
hormiga, en Álvaro Obregón. Se enamoraron al instante, según palabras de Marbella.
Aquella misma noche bebieron copas en el bar y fueron a un hotel en la colonia
Hidalgo. Se acostaron, a pesar que Marbella salía con alguien más, un novio formal. Marbella quedó preñada. En ese momento no lo sabía,
pero no importaba porque el poeta desapareció al día siguiente. Se marchó a
Nuevo León, y no supo nada más de él. Ahora tenía un mes de embarazo.
La
noticia causó en mí gran conmoción. Marbella hablaba de todo ello mirando al
techo, abstraída, como quien habla de un sueño lejano, o de un sueño que tuvo
anoche pero no recuerda muy bien.
Me levanté de la cama, encendí un cigarrillo,
y le dije que podía marcharse si gustaba. Marbella, sin embargo, se sentó al
borde, me abrazó por la espalda, y dijo que no deseaba marcharse. De hecho,
había venido para quedarse. Eso fue lo que dijo. No entendí muy bien a qué se
refería, pero lo dejó claro. Me besó muy despacio, y luego lo soltó: no tenía
dónde dormir desde hace cinco días y necesitaba mi ayuda. Los últimos días los
había pasado en casa de un exnovio suyo, en la Escandón, pero era un mal rollo
y deseaba zafarse de eso. No podía soportar un día más a su lado. El chico era
un enfermo, según Marbella. Entre otras cosas, la trataba como a un objeto, era machista, le amenazaba y no le dejaba realizarse como poetisa. Eso lo había
escuchado de tantas mujeres antes, que ya me creía que eran ellas las que se
cargaban el estigma gratuitamente. Sin embargo, no indagué demasiado en su juicio para con
él porque Marbella era la mejor historia de mujeres que me había pasado, y
porque me gustaba. Prefería retenerla hasta que se hartase de mí y se fuera con
otro a decir que yo era un cabeza dura.
Aquella noche no hicimos el amor. Dormimos
abrazados hasta el amanecer. Cuando desperté, tomé la ducha en el cuarto de
abajo, dentro del apartamento al que pertenecía el cuarto (era una penitencia que
debía sufrir si deseaba vivir en otro lado que no fuera de prestado). Cuando volví, Marbella se había levantado. Se
había vestido y había encendido un cigarrillo. Voy al trabajo, dije. Asintió
con la cabeza al tiempo que expulsaba el humo de la última bocanada. Me vestí
lentamente. Marbella lucía apesadumbrada. Supuse que toda la historia de anoche
era mentira y volvería con su hombre. Voy a casa de Hugo, dijo. Sí, respondí.
Cogeré algunas cosas. Sí. Por la noche podemos encontrarnos aquí, o… en ELKS,
si lo prefieres. Aquí está bien. Prefiero en ELKS; si vamos a estar juntos
tendremos tiempo de sobra de estar aquí, y no quiero volverte loco. Nos hará
bien salir. Sí.
Salimos
del cuarto. Eché llave a la puerta que conecta el departamento con la azotea.
¿Qué harás hasta el anochecer?, pregunté. Bueno, dijo, debo hablar con Hugo; ya
sabes, decírselo. No quiero irme sin decírselo. Entiendo. Estaré en ELKS a las
siete en punto. Sí. Nos despedimos en la calle, con un beso en la boca, tibio y
escueto. ¿Sabes?, dije. ¿Qué? No tienes que volver si no quieres. Marbella
sonrió. Eso ya lo sé, dijo. Asentí. ¡Pero volveré!, exclamó y echó a correr
calle abajo.
3
Durante la jornada no dejé de pensar en Marbella. Me cuestionaba si había
hecho mal en meterla a mi vida y a mi cuarto. Culpaba a los hombres, pero era
muy probable que fuese ella el problema. Además,
estaba embarazada. ¿Qué pasaría con el niño cuando naciera? ¿Viviríamos los
tres en un cuarto de azotea?
Llegué a ELKS a las siete con
veinte. Allí estaba Marbella. Traía consigo una maleta. A penas me miró entrar,
se levantó y corrió hacía mí. Me pegó un beso en los labios. Te dije que
volvería, dijo. Ya lo veo, respondí.
Tomamos copas de vino y hablamos
de nuestro futuro. Marbella lo tenía todo planeado. Yo continuaría con mi
trabajo y ella buscaría empleo en un bar. Viviríamos en mi cuarto hasta ahorrar
lo suficiente para mudarnos a un departamento más amplio, o en caso de no
soportar nuestras vidas de trabajo y casa, irnos a otro Estado. ¿Y el niño?,
pregunté. Marbella miró al suelo. Tragó saliva. Abortaré, dijo Marbella. Me
miró a los ojos, dijo: el niño no es cosa tuya, ¿okey? No pude decir algo. Una
amiga, continuó, lo ha hecho ya. Puede recomendarme un médico. Todo salió bien
con ella, ¿sabes? Yo no podía decir nada en absoluto. Nunca había pensado algo
sobre el aborto, pero ahora me parecía una idea espantosa. Es mejor hacerlo
cuanto antes, ¿vale? Los dedos de Marbella se enredaban en las mangas de su
blusa mientras decía todo eso. Venga, dijo, ¡lo pasaremos bien! El niño es cosa
mía, pero me arreglaré de eso. No debes preocuparte por eso. Es cosa mía. Asentí
con la cabeza. Marbella cogió mi mano. Lo pasaremos bien, chico, ya verás. Ambos
dimos un sorbo al vino. Gracias por todo lo que haces por mí.
Volví a asentir con la cabeza.
Aquella noche, en casa, leí a Marbella
un par de poemas míos. Los había escrito en ELKS, poco antes de conocerla. Dijo que estaban muy bien. Dijo que le habían gustado en
serio. Eran un par de poemas sobre la incertidumbre de haber nacido humano. Lucía cansada, sin ánimo a discutir sobre poesías. Nos recostamos y dormimos como dos bebés.
4
A los dos días o así, Marbella no apareció en casa. La busqué en ELKS pero
tampoco se dejó ver por allí. Pregunté al camarero si había venido últimamente.
La chica hippie, dije, con la que he estado aquí desde el martes. El camarero
se alzó de hombros. Ni siquiera podía recordarme a mí. Era idiota. Estaba
desesperado. No tenía una sola pista de dónde pudiese estar. Quiero decir, no
sabía dónde vivía Hugo, ni su amiga, ni dónde había vivido antes Marbella, o
los sitios que frecuentaba antes de llegar a mi vida. No podía llamarla porque
Marbella no usaba teléfono, ni escribirla porque tampoco usaba correo
electrónico ni Facebook, ni nada.
Llegado a casa me puse a fumar
como un loco. Daba vueltas por la azotea, pensando. No quería que Marbella saliese
de mi vida. Le quería, de algún modo.
5
Pasados tres
días, Marbella apareció. Estaba en la puerta de mi edificio cuando llegué del Alcázar. ¡Dios santo!, exclamé. Lucía pálida y
delgada. A penas podía mantener los ojos abiertos. ¡Estás bien?, pregunté. La
abracé y le besé la cara. Vale, dijo, estoy bien.
Pasamos dentro. Inmediatamente
se desnudó y se metió a la cama. ¿Puedes darme algo de beber?, preguntó. Salí
del cuarto, al apartamento. Traje un vaso con agua. Agua no, dijo, vino, tráeme
vino. Estás loca. Venga, no me jodas. No me jodas tú, bebe el agua. Bebió el
agua, como un niño que bebe jarabe. Ya está, dijo, ahora vino. ¡No tengo vino!
¡Pues consigue! ¡No! ¡Sí! Me senté a su lado. ¿Qué pasa?, ¿has visto a Hugo?
Marbella cerró los ojos. Sí, susurró. ¿Y?, pregunté. Y nada, dijo ella. ¿Nada?
Marbella permaneció en silencio un par de segundos, luego, dijo: he abortado,
eso pasa. ¡Tonta!, exclamé, ¿por qué lo has hecho? ¡Ya te he dicho que no es
asunto tuyo! Me levanté de la cama. ¡Es asunto mío!, grité. ¡Desde que entraste
a esta casa es asunto mío! ¡Desde que te acuestas conmigo, es asunto mío, Dios!
¡No me digas que no es asunto mío porque… ¡Por qué, qué!, gritó Marbella, ¡no
eres mi padre!
No tenía sentido discutir. Lo
había hecho. Vale, dije, déjame ver. ¿El qué?, preguntó asustada. Déjame verte,
quiero saber que estás bien. Me acerqué a ella y le toqué la frente. No tenía
fiebre. Le miré las pupilas. Tenía los párpados rojos. ¿Eres médico o qué? No,
pero tengo instinto. Vamos, déjame verte. Ya te he dejado verme. No, no, déjame
verte. Marbella cerró los ojos. Lentamente se descubrió. Se bajó los calzones.
Tenía los labios de la vagina rojizos e hinchados. Santo cielo, Mar, ¿qué te han
hecho? Estoy bien, dijo. Había sangre en la vulva. Sangras, dije. Ya pasará.
Debes ver a un médico, Mar. Ya he visto uno. Un médico psicópata, eso es lo que
has visto; ahora debes ver uno con conciencia. No contestó.
¿Quién ha pagado los gastos?
Temía que hubiese sido Hugo. Un hombre que paga los gastos de una mujer espera
algo a cambio. Hugo, él ha pagado todo. Pensé que era un patán, y además... el niño tampoco es asunto suyo, ¿no? Es un patán; no sabe que no es asunto suyo, ¿crees que se lo he dicho?; le
he amenazado con demandarle por violación si no pagaba los gastos. No te dejará ir tan
fácil. Ya me he ido. Te buscará. No lo hará. ¿Cómo estás tan segura?, ha pagado
los gastos. Marbella enmudeció. Anda, dime, ¿cómo estás tan segura? No lo hará,
Salmo, ya cálmate. No sé, Mar, no estoy seguro. No estaba seguro de nada, temía
que Mar se muriese en mi habitación, que Hugo la buscase, que la
policía me arrestase por tener a una chica muerta en casa, que Marbella fuese
una chantajista, o una estafadora; que me usase para salir de sus problemas y
me dejase cuando estuviese libre, no sé. Mira, dijo, te lo voy a decir
francamente: Hugo no me buscará porque… bueno… porque ¡no me ama!
Encendí un cigarrillo. No es
razón suficiente, no te ama pero tiene orgullo. Marbella suspiró. Dijo que no
daría más explicaciones. Apagué el cigarrillo a la segunda bocanada. Lo aplasté
en el cenicero y salí. Antes de salir por la puerta, eché una mirada. Mar se
había tapado la cabeza con las sábanas.
Regresé con una botella de vino.
He traído vino, Dios. Marbella no salía de las sábanas. Cogí el destapacorchos
y abrí la botella. Serví en un vaso. Me acerqué a ella. Vamos, dije, he traído
vino. Asomó la cabeza y sacó un brazo. Le acerqué el vaso pero me arrebató la
botella. Ya puedes irte, dijo. ¿Cómo?, pregunté estupefacto. Quiero estar sola,
Salmo. Esta es mi casa, santo cielo, ¿a dónde quieres que vaya? No lo sé,
chico, sólo déjame estar sola. Me quedé parado en medio de la habitación. Anda,
vamos, hazme ese favor, dijo. Estás loca. ¡Por amor a Dios, camina por las
calles, ve al parque, VE A ELKS! ¡No! Marbella comenzó a patalear. Parecía una
loca. Daba patadas y gritaba sin parar: ¡DÉJAME SOLA! ¡VE A ELKS! ¡QUIERO ESTAR SOLA! ¿NO ENTIENDES! ¡SO
CABRÓN!
6
En ELKS no me hallaba. Toda la paz que encontraba en aquel sitio había
desaparecido. Me ordené un whisky en las rocas porque hacía frío y porque
deseaba estar borracho, olvidarme de todo, aunque en el fondo sabía que no
podría olvidarme de nada. Una loca estaba en mi habitación, herida de cuerpo y
alma.
A la segunda copa me pasó por la
cabeza la idea de que Marbella intentara suicidarse. Pedí la cuenta
inmediatamente. No había pasado ni veinte minutos pero una cosa así puede pasar
en un instante. ¿Y si había dicho aquello para largarse? En el fondo prefería
que se largara; con tal que estuviese viva. Bebí la última copa de un trago y
salí de ELKS.
A la entrada del edificio
escuché un ruido. No estaba seguro de nada. Probablemente no había ocurrido tal
ruido. Un ruido tosco, como un objeto pesado que cae al suelo. Rogué a Dios que
Mar estuviese con bien.
Entré a la habitación. Había
sangre por todos lados, en las paredes, en el suelo, en la cama, encima de
Marbella.
¡ESTÁS BIEN? Mar asomó los ojos
por encima de la sábana. Había arrojado la botella contra la pared. Había vidrios por todo el cuarto. Es eso,
pensé. Dios, exclamé, me has asustado. Mar no respondía. Venga, dije, vayamos a
ver un médico. Déjalo, dijo, estoy bien. ¿Por qué has hecho eso? No lo sé,
quería estar sola pero luego me maldije por haberte echado de tu casa. No pasa
nada, dije al tiempo que le acariciaba la cabeza. Lo siento, lo siento mucho,
susurró entre sollozos. Vale, dije, todo está bien. Sí, asintió. La abracé un
par de minutos. Luego me levanté y saqué sábanas limpias. Anda, dije, ayúdame a
cambiar esto. Intentó levantarse, pero se cayó en el acto. Vale, mañana al
médico, ahora ayúdame, vamos. Se giró para que sacara las sábanas sucias. Puse
las sábanas limpias sobre ella, y eché las sucias al suelo. Me desnudé y me
tiré al suelo. Hice a un lado algunos vidrios, con la mano. Era gruesos y verdes y estaban llenos de vino.
Marbella se durmió en seguida.
Yo no pude dormir aquella noche.
que buena historia y que buen relato. un saludo amigo salmoneo y a ver que sigue con marbella estamos al pendinet
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