Este grupo de escritores me gustaba más; sobre todo, porque
jamás hablaban de poesía. Sobre todo, porque se limitaban a beber. Eran,
principalmente, un club de borrachos. Y aunque todos escribíamos o hacíamos
algún tipo de arte, jamás tocábamos temas de arte. Principalmente porque el
arte nos importaba un pito. Es decir, el arte en sus manifestaciones más
efímeras, en sus lindes más opacos: el arte en boca de gente ebria. No tiene
algún sentido, no se llega a algo.
La primera vez que
vi al poeta Mauricio Arcila fue en un recital de poesía, en Foro Hilvana. Fui
invitado al recital por el escritor Eric Uribares, a quién conocí en una
presentación mía, y más íntimamente, en la farra que surgió después de aquel
rollo en mi apartamento (donde ocurrió el incidente con el poeta Raphael Dómine).
Nos reuníamos dos o
tres veces por semana; trataba de evitar que fuese más de dos o tres veces por
semana, pero era imposible con tíos así. No importa si era lunes, martes,
miércoles… ni qué decir viernes o sábado, alguno de ellos podía comenzar con la
llamada que acabaría en borrachera hasta las seis de la mañana del día
siguiente. Hasta las doce del día, hasta las tres, hasta las cuatro de la tarde
del día siguiente. No había algo que nos detuviera (en mi caso, ni siquiera la
buena de Simona). Cogíamos
la botella y bebíamos como si fuera el fin del mundo. Al día siguiente, en el
trabajo, yo era el único con resaca en martes.
No contaba con la
presencia de Mauricio, pero una vez en el evento, encontré por casualidad a
otro poeta, precisamente a Raphael, a quién conocía de hace tiempo porque era
uno de los pocos que leían mis libros, y me presentó a Mauricio. Ambos, Raphael y Mauricio se
conocieron en el taller de poesía de Raúl Renán, que se impartía en una casona de la colonia Condesa.
Allí, Raphael le habló de mí a Mauricio. Le dijo que era un escritor mexicano,
que había publicado un par de libros, que editaba para Casa Lamm, etc.
Éramos un grupo de
mamarrachos. Tanto que teníamos un nombre. Nos hacíamos llamar, La pelusa de la Roma. Aunque odiábamos
aquella colonia de seudointelectuales, maricones y hipsters, siempre estábamos
ahí, e incluso vivíamos ahí (todos excepto Rapha, que vivía en Azcapotzalco, en
un barrio bastante más viril).
Mauricio Arcila era
colombiano; había llegado a México gracias a una beca de CONACULTA, otorgada
por sus estudios en Historia, y tenía intención de formar una revista literaria
en México con el dinero de la Institución. El encuentro fue benéfico porque
Mauricio deseaba contactarme y llevar a cabo su proyecto de revista de la mano
con Whisky en las rocas, y por ese
entonces yo también tenía intenciones de involucrarme en algún proyecto
literario con escritores latinoamericanos, o cualquier cosa que ocupara algunas
horas a mis interminables días de ocio.
Participábamos en
eventos culturales de la zona, en recitales de poesía, ponencias,
presentaciones de libros nuestros u ajenos, o fiestas de escritores y poetas
contemporáneos. Donde sea que nos parásemos bebíamos de lo lindo, e
inevitablemente, armábamos lío. No porque fuésemos un grupo de poetas
subversivos, militantes, anarquistas o bolcheviques; más bien, porque éramos un
grupo de gilipollas. Porque no podíamos contener la boca, las ansias, las
barrigas secas. Porque alguno de nosotros siempre escupía las palabras que
ofendían a alguno, y…
También había un
argentino, porque, como dice el bueno de Salmoneo,
“Nunca falta un argentino...”. A él le llamábamos pibe o Che. No éramos muy
imaginativos. Vino a México en busca de empleo pero las cosas le estaban
saliendo mal con estos chicos. La mitad de la semana la
pasaba ebrio, y la otra mitad, crudo. Quemaba la pasta antes de conseguirla, y
además, traía onda con dos o tres chicas, es decir, adiós ahorros y adiós
energía para laborar.
Por supuesto, éramos
pobres. Nos desplazábamos a pie, por toda la colonia, y nadie podría creer las
cantidades de alcohol que bebíamos con tan poco dinero (a veces, incluso había
drogas). Si nos hubiesen pedido que comprásemos un pastel, jamás habríamos
juntado plata para ello. Si hacíamos cuentas, realmente comíamos más de seis
pasteles. Cada uno ocupaba su cerebro para procurar a alimento a la manda. Una
idea, una fiesta, un favor no cobrado, la venta de un televisor, el recuerdo de
una oferta, cualquier cosa que pudiese permitirnos seguir, seguir, seguir.
Nunca quedó claro
dónde conoció a Mauricio, pero el caso es que un día, Mauricio me presentó a
Leonel, el argentino venido a México en busca de trabajo (Leo era ilustrador y
deseaba impartir clases en algún colegio o algo). Lo conocí en su casa, una
noche que Mauricio llamó para decir que estaba bebiendo con un par de amigos y
dos chicas. Desde aquel día, fuimos amigos de copas y desvelos. Leo lo había
captado: en México se bebe. Después de eso, cualquier cosa es vaga. Cualquier
cosa fuera de beber es una pérdida de tiempo porque las otras cosas se hacen
para poder beber, y si se bebe, no hace falta hacer otra cosa.
Los otros éramos,
Rapha, un tío tremendo al que inevitablemente odiabas o amabas, pero no a
medias tintas; era considerado, internacionalmente, el peor poeta de DF, y yo,
Martin Petrozza, prosista y borracho reconocido entre el círculo de
seudoliteratos de la Ciudad México.
También había
mujeres en el grupo, pero en general, era un grupo de hombres porque la
mentalidad era primitiva y las mujeres nos gustaban arriba de las mesas, o
debajo de nosotros (aunque esto ocurría tan pocas veces como el avistamiento
del cometa Halley). La única mujer constante en nuestra sociedad era mi mujer;
sin embargo, prefería mantenerse lejana de nosotros, lo más distante, y no
vernos las caras de ser posible porque nos consideraba unos brutos.
Con ellos, de algún
modo, estaba regresando a mi adolescencia. Todo lo que hacía con ellos lo había
dejado de hacer desde la preparatoria. No rompíamos cristales de las casas con
piedras porque era demasiado, pero en una ocasión, el poeta Mauricio intentó
romper una piñata a versos; cosa bastante más ilógica. Se paró frente a la
piñata y comenzó a gritarle versos sobre la luna, la oscuridad, la diosa de los
setenta senos, Rómulo y Remo. Luego, viendo que no sucedía nada, se fue contra
ella y la destazó con puños y dientes. Esto sucedió en casa de M., que era una
de las chicas que pertenecía a nuestro club de borrachos.
M. y K., eran
hermanas. Las conocí el mismo día que conocí a Leonel, en su casa (eran el par
de chicas al que aludía Mauricio en su llamada). Tenían veinte o veintiún años,
bastante menos que nosotros (nosotros rondábamos los veintiséis a veintiocho
años). Una de ellas, M., era estudiante de psicología y K., estudiante de
música. Es decir, con demasiado futuro para salir con este cuarteto de
mamarrachos. Sin embargo, reían y bailaban con nosotros.
Bailar es un decir,
porque ninguno de los cuatro sabía mover el culo mejor que un palo. Éramos poetas,
poetas serios, Dios, debíamos estar ensimismados, en una montaña o bajo un
puente, alejados de la sociedad a la que criticamos en nuestros versos. Salir
de nuestras habitaciones debía ser pecado. O si se hacía, debía ser para
observar, analizar, elucubrar y soñar. No para ir a fiestas con música de moda
y gente que bebe y baila y se hace fotos toda la noche.
Las apariciones de
M. y de K. eran repentinas y en ocasiones, venían acompañadas de T. T. también
estudiaba psicología, en el mismo colegio que M., y aunque podía decirse que su
gusto musical era bueno, también bailaba la mierda que los otros. Es muy difícil
encontrar gente honesta con sus convicciones. De todos, Rapha y yo éramos los
únicos que manteníamos el culo alineado con la cabeza. Esto, claro está, no nos
hacía mejores, pero tampoco nos hacía caer en el ridículo que caía Mauricio.
Mauricia era un tío de uno con ochenta metros, enfuñando en una chaqueta de
cuero negro, de barba crecida y actitud de matón… meneándose al ritmo de música
de moda.
Lo mismo Leonel, que
se esforzaba por bailar con M., lucía como una lata de cola bailarina, de esas
que bailan con el aplauso; no sabía hacer otro movimiento excepto aquel meneo de
cadera. En realidad, ambos (Mauricio y Leonel) se esforzaban por bailar con M.
Quizá porque M. adoraba bailar más que nada en el mundo, o porque M. era una
tía estupenda, o porque el oleaje de su cabello agitado al aire les cautivaba
(en realidad era cautivador). Yo mismo me hubiese esforzado por bailar con M.
de no ser porque mi apatía por el baile siempre ha sido más grande que la más
grande de mis pasiones. Desde que tengo uso de razón, bailar ha significado
para mí, un infierno. Algo reservado al resto de los humanos, e incluso a
ciertos animales (si es que los animales bailan; es posible que el ojo humano
los malinterprete).
En general éramos un
grupo bastante hermético, con miembros como Raphael, un enajenado de sí mismo,
las chicas no solían acercarse. A veces me preguntaba cómo M. y K., y en sus
momentos T., podían soportarnos. Aceptar las invitaciones a salir siquiera. No
había mucha conversación entre nosotros. No había baile entre nosotros (con las
excepciones que ya mencioné). No había entendimiento, ni visiones similares del
mundo. Con frecuencia miraba a M. y a K. y me decía: ¡qué demonios hacen aquí
esas chicas! Podrían estar en un antro de moda ligando a chichos adinerados (al
menos, de padres adinerados), viajando en coches último modelo, o mojando los
pies en las playas más hermosas de la república. Y uno las mira con nosotros,
en bares de mala muerte donde M. sufría porque eran bares oscuros y
silenciosos, sin música. M. amaba la música. Y donde K. se exponía al coqueteo
infantil y vulgar de cualquier pelagatos de mierda. O somníferos recitales de
poesía noventera.
En grupo éramos la
representación de la juventud. En solitario… lo que era yo, era la
representación de la vejez prematura. No teníamos estandartes ni líderes, y la
fuerza de nuestros cojones era desenfrenada y enfocada a ningún blanco
particular, excepto quizá, los poetas de la década de los 90, la gente
superflua, los politiqueros. Pero nada de eso lo odiábamos con fuerza
suficiente. Nuestros odios no eran reales ni infundados en bases reales o
sólidas (excepto el odio a los poetas contemporáneos, de moda en la Roma, y los
poetas de los 90´s, que es casi lo mismo). Éramos desobligados, desinteresados,
desinhibidos, amargados. Éramos, principalmente, un club de borrachos sin algo
que hacer.
En ocasiones se unían a nosotros otros poetas,
escritores, dramaturgos o actores. Entre ellos, el dramaturgo Carlos Portillo, que
fuera de su trabajo literario era el prototipo perfecto de Pelusa de la Roma,
porque no vivía ahí, pero se lo pasaba en esos lindes seudobohemios, con
nosotros y otros que llevaba un estilo de vida parecido. Lo más cercano a la
vida bohemia que podía encontrarse en México DF. Al menos, lo más cercano a la
vida bohemia que un escritor de veintiocho años, amargado y avejentado por la depresión
podía encontrar sin salir demasiado lejos de casa.
O el poeta Arturo Loera, que tuvo el
desfortunio de acabar en una fiesta nuestra luego de su presentación de
poemario en bar Atlántico,
donde presentó con Portillo y conmigo.
Si corríamos con
surte (pero casi nunca pasaba) algunas chicas más se unían a nuestras
borracheras. Generalmente J. y X., amigas de mi mujer; un par de chicas
estupendas, que daban para mucho porque a pesar de toda su belleza y glamur
podían adaptarse perfectamente al ambiente que generábamos. Bebían toda la
noche, lo mismo que los más duros y fumaban hierba si había, te sostenían la
conversación así estuvieses borracho.
En general, la
Pelusa de la Roma se expandía poco a poco por toda la colonia, y cada vez eran
menos los lugares en que no habíamos hecho de las nuestras.
A mi me parece una sincera y para nada poco común historia de grupos intelectuales de los que han salido magnificos creadoresy muchas y variadas anecdotas. Me gusta
ResponderEliminarbuenisima historia del petrozza como siempre que es un vago
ResponderEliminarel arte en sus manifestaciones más efímeras, en sus lindes más opacos, el arte en boca de gente ebria, no tiene ningún sentido, no se llega a algo... amo los textos de Whisky en las rocas... saludos a todos sus escritores especialmente Martin Petrozza y Verónica Pinciotti
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