Hace más de diez años me acosté por primera vez con un hombre mucho mayor,
un profesor de filosofía al que consideraba un místico. Era una estupidez
porque el misticismo poco tiene que ver con la materia, con la carne; con la carne
de mis piernas y nalgas que es lo único que buscaba el señor Andersen.
Tenía catorce años y estaba desesperada por convertirme en un adulto libre y
desinteresado. Estaba en búsqueda de mi propia identidad y asentaba mi
existencia en actos que escandalizaran la moral de mi padre. Era a él a quien
dirigía todas mis travesuras secretas. Aunque nunca las supiera (yo misma me
esforzara porque nunca las supiera), hacerlas me drenaba las venas de un poder
infinito. Era mi modo de rebelarme. De decir: ¡que ten por culo, moral!
Después de aquella experiencia continué
saliendo con hombres mayores; los chicos de mi edad no me satisfacían. Tuve
decenas de aventuras con hombres. Me acosté con ellos y llegué a conocerles
mejor de lo que ellos mismos se conocían. Eran hombres solitarios. Solitarios
en medio de una vida encantadora, con esposa, hijos, perro, garaje eléctrico y
servidumbre. Algunos llegaron a considerarme suya. Estaban totalmente
equivocados. Yo no era una lolita perdida e ingenua que buscase el amor en
brazos de un tutor. Yo deseaba matar al padre. Matarlo de un coraje, de un
susto… ¡qué se enterase! El Sr. K, una de aquellas aventuras,
trabajaba en la misma empresa que mi padre fundó; eran amigos, colegas, socios. La
adrenalina de estos encuentros sexuales me mantenía con vida. Cada vez
sobrepasaba más los límites de mi propia capacidad maldita. Uno de estos días
acabaría acostándome con mi propio padre.
Tuve enredos emocionales con un chico
durante mi estadía en el colegio. Era un chico tímido. Le traté muy mal porque
en aquel entonces, a pesar que buscaba la libertad, aún estaba atada a las
cadenas de la sociedad en que me hundí. De la reputación que me hice. Esteban
era, indudablemente, un buen muchacho. Pero un buen muchacho no es lo que un
alma envenenada como la mía buscaba para saciar su sed de rebeldía. Me arrepentí,
años más tarde, de haber roto el corazón a un palomo y se lo escribí.
Aprendí que los hombres entregan el control de sus vidas a las mujeres y las
dotan de un poder supremo. Las mujeres podemos herir de un modo terrible
incluso sin proponérnoslo. Una mujer debe tener la madurez suficiente para
saber controlar todo ese poder sin quebrar un alma, porque todo lo que hagamos
repercutirá en nuestro universo personal hasta la muerte.
En 2012 llegó a mi vida Scott F., mi actual
marido, y al que consideré un hombre de alma débil. Llegó a mí gracias al Sr.
Pinciotti, mi padre, y un amigo suyo que estaba interesado en casar a su hijo
conmigo por motivos e intereses personales, principalmente económicos y
políticos. Mi padre impuso una relación entre nosotros y acepté todo el teatro
que esto implicaba porque tenía dos opciones: rechazar y seguir con mi vida de
correrías, o aceptar, asegurarme fortuna y seguir con mi vida de correrías.
Hasta ese entonces, los hombres me procuraron atenciones pero nunca colmaron
mis necesidades intelectuales. Me casé con Scott sin amarle, fríamente, por dinero,
sin la esperanza de encontrar en él lo que no había encontrado en mis amantes
más apasionados.
Mis ex amantes gritaron cuando se enteraron
de mi matrimonio. Me llamaron puta, zorra, interesada. Les advertí que lo era;
no lo creyeron hasta que lo vieron con sus propios ojos y les dolió mucho que
toda mi libertad no cayera en sus garras, sino en las garras de otro, al que
consideraban menos hombre que ellos. La última idea es falsa: mi libertad no
cayó en garras de alguien. Mi libertad sigue siendo mía; eso es algo que ningún
hombre es capaza de entender. Dijeron que iba en contra de mis propias ideas
porque me casé legalmente. No es verdad. Ningún papel o firma puede atar a una
persona si no se cree en papeles y firmas. El único atado es mi marido porque
él sí cree en ello.
Ahora llevo una vida holgada, llena
de viajes y caprichos cumplidos al tronar de los dedos. Puedo hacer mi vida
como me plazca, en todos los sentidos. Un matrimonio no evita que una mujer se
acueste con quien quiera, ni le impide pensar, crear o actuar según sus propias
convicciones. Esto, por supuesto, es algo que tampoco llega al cerebro de los
hombres. Consideran a una mujer como yo una adúltera, una arpía, una Eva.
Desean acostarse conmigo pero no desean que sus esposas se acuesten con
otros. Desean acostarse conmigo pero se defenderían juzgándome a mí si
les atraparan en el acto. No saben ser libres. Se esconden tras la máscara de
libertad, preocupados por la lengua del e vecino y el imaginario orgullo viril.
Una ventaja que tenemos las mujeres sobre los hombres es que a nosotros no nos
han llenado la cabeza con orgullo y no estamos encadenadas a ser mujer. Podemos
abrir las alas y volar porque no tenemos orgullo que perder. Un hombre, en
cambio, puede pudrirse de vergüenza antes que volar si su modo de volar es
considerado poco varonil. En ese sentido la mujer es mucho más libre. Ellos
están atados a sus cojones.
2
Mi amor por la literatura también floreció a edad temprana, de la mano con
mi primer encuentro sexual. No fue casual que me inclinase por el profesor de
filosofía y no por alguno otro, de alguna otra materia. A los catorce años leí
a Nietzsche, Kant, Schopenhauer. Por supuesto, mi capacidad y mi parquedad de
experiencias no me permitían comprenderlos en su totalidad pero una cosa la
tenía bien clara: la literatura es sagrada.
Comencé a escribir en 2008, pero no fue hasta dos años después cuando comencé a
hacerlo formalmente. Comencé por escribir mi vida
porque no tenía otra cosa que escribir. Inventar historias no me seducía tanto
como narrar mis propias historias. Mi influencia más grande fue Henrry Miller.
Le leía y me preguntaba cómo un hombre, una persona, podía escribir
abiertamente sus pensares y experiencias, sin tapujos, y creí firmemente que la
vida de todos es interesante. Cualquiera con el tiempo suficiente para escribir
su propia vida podría crear una obra de arte. La vida en sí, es una obra de
arte. Si todos fuésemos capaces de escribir nuestra vida de una forma clara y
vivificante...
Leí a otros escritores y cada uno de ellos era para mí como un descubrimiento
divino. Cada palabra ahondaba en mi mente y alma y sumaba un ladrillo a la
muralla que estaba construyendo con letras. Una muralla tras la que me
refugiaba y desde donde miraba al mundo exterior como un mundo ajeno a mí,
extraño, hostil, y al mismo tiempo, como un divertimento. “La vida es una
tragedia para quien siente, y una comedia para quien piensa” (Horace
Wallace). Adopté la frase de Wallace, la hice parte de mi filosofía; me propuse no sentir, si eso es posible, o sentir lo
menos y razonar lo más. No fue difícil porque mi personalidad es aquella, la de
los espíritus elevados que consideran la sensiblería una debilidad del alma
humana, un defecto de fabricación. Esto, claro está, no es lo que los hombres
(incluido el bastardo de Schopenhauer, que llamó a las mujeres “animales de pelo
largo”) consideran muy femenino. Mi corazón de mujer fue
bañado en sangre masculina, y de ahí parte todo el rollo que deseo contar:
Me hice escritora. Escribí mi vida y la
gente lo consideró vulgar y ofensivo. Algunos no podían creer que una mujer pudiese
escribir de ese modo. No sé en qué concepto tienen a las mujeres los hombres
que siguen creyendo que una mujer no puede decir: hacer una mamada. Van a
sorprenderse mucho cuando sus esposas les peguen mamadas a otros hombres porque
ellos no fueron capaces de comprender. Es increíble porque hace cien años
muchas mujeres escritoras y pintoras tuvieron que firmar sus obras con nombres
masculinos y nadie pensó que hubiese una mujer detrás. Ahora no pueden concebir
que una mujer sea capaza de pensar como
un hombre. Hablan de ello
como si ser mujer o ser hombre nos adentrara a mundos totalmente diferentes.
Para el sexo se requiere de dos géneros, y cuando una mujer le pega una mamada
a un hombre, es la mujer, quizá, la única verdaderamente facultada para hablar
de ello. Es ella quien lo ha hecho. Es ella quien lo hace, y es a ella a quien
condenan por decir que lo ha hecho.
Continué escribiendo. Mis textos cautivaron a los hombres, lo mismo que los
horrorizaron y asombraron. Los juzgaban vulgares, poco literarios, inmorales,
excitantes, sinceros. Me leyeron porque les hablé de frente, directo a los
ojos, sin pestañear y con la fuerza de uno de los suyos. Entonces comenzaron a
sospechar. Dijeron: no, esto no es posible. Por más que leían se empeñaban en
pensar en la autora como una niña femenina y cursi que tiene vetado
escribir sobre su sexualidad. Por más que dije: yo soy la antítesis de todo eso,
no pudieron sacar de su mente las ideologías culturales de lo que debe ser, pensar y creer una persona según
su género.
3
Muchos lectores quisieron conocerme. Me contactaron y me invitaron a salir.
Decían comprender mis textos y mi mente; se prometían abiertos, educados
intelectualmente y muy maduros. A mi libertad la llamaban madurez porque era
una libertad acompañada de libros. No era sencillamente libertinaje. Salí con
un par de ellos y no tuve necesidad de salir con más para saber que ninguno
había comprendido una sola de mis palabras. Seguían mirándome como una mujer
fácil de llevar a la cama; la cama era todo lo que se proponían. Disfrazaban el
asunto de amor o de entrega desinteresada, pero eran pésimos actores. No tengo
algo en contra de la cama: la adoro, pero hay que saber llevar a una mujer;
ellos no tenían idea de mi mundo aunque se habían leído mis relatos. Es como si
a sus cerebros únicamente llegasen las connotaciones sexuales y dejasen de lado
los matices psicológicos. Hubiese sido más sencillo no fingir, decir: quiero
acostarme contigo. Hasta ahora no he conocido a uno solo que pueda cumplir con
ello sin enamorarse, sin creerse dueño de mí, o sin hacer de ello una tragedia.
Me llamaron falsa porque escribí llevar una
vida sexual activa y no me acosté con ellos cuando ellos quisieron. Se
ofendieron. Me señalaron. Me juzgaron porque no les chupé la polla, y luego
criticaron cuando escribí un cuento en tercera persona. Eran almas
perversas, caprichosas.
Decidí no salir nunca más con alguien que me contactara debido a mi literatura.
Se los dije. También lo consideraron un acto ofensivo. Decían: yo soy diferente. Sin embargo, actuaban, escribían y
pensaban exactamente igual. Todos decían: yo
soy diferente. Eso,
justamente, los hacía iguales. Era una paradoja difícil de sobrellevar. ¿Cuándo
un hombre dice ser diferente, es realmente diferente, aun cuando todos dicen
serlo? Si publicara las conversaciones que sostuve con todos ellos, s
evidenciaría el absurdo de sus aseveraciones.
Me recluí en un mundo hermético al que sólo
tenían acceso los hombres que yo elegía primeramente. Aquellos a quienes yo
buscaba. Debían ser hombres desinteresados, libres, desapegados de la vanidad
masculina de poseer a una mujer. Salí con algunos a los que consideré de este
modo. Todos me decepcionaron. La facha de libertad se convertía en facha
moralina y machista al primer mes de salir. No podían renunciar a los instintos
de su género. No podían soportar que ellos fuesen amantes míos y no yo de
ellos, y me pedían el divorcio, me prometían dinero y viajes; eso es un cuento
que ya no impresiona, a cambio de traspasar mi persona a las suyas. Eran tratos
indignantes. Los rechacé todos, cada vez más convencida que no había en este
mundo un hombre al que verdaderamente pudiese amar. Seguían tachándome de
víbora por haber jugado con ellos. Por haberles mentido, cuando les dije la
verdad: no soy tuya ni de nadie; si puedes aceptar esto, quizá un día sea
verdaderamente tuya. Su desesperación llegaba al grado del llanto, de la
amenaza, del suicidio, del chantaje. No encontré uno solo que soportara con
entereza el fin de una relación que no debió comenzar, o que fuese capaz de
proponer una relación libre y desinteresada, basada, quizá, en eso que llaman
amor. Un compañero de vida que pudiese comprender mi mente, mi espíritu, y
darme lo que más necesitaba: paz, calma, libertad y holgura.
A pesar de todo soy una mujer, correría con
el primero que me amase sin imponer un contrato legal o moral, un mundo nuevo.
No hay mundo nuevo. Todos los mundos ya están hechos. Romeo y Julieta ya era
una historia vieja aun en su tiempo. Vanina Vanini es un episodio repetido de
un universo repetitivo. Los Don Juanes no existen, se caen al primer beso.