Texto por: Roberto Araque.
Lo recuerdo. Era uno de esos tipos que dicen
que no existen, aquellos que no se ven. Puesto que no se ve no es, entonces era
alguien que no vivía. Era como esas estatuas en los cementerios, por muy
hermosas y majestuosas que sean, no están. Casi todos van a un campo santo y
están tan abstraídos en dilemas
existenciales, y cómo no pensar en eso ante la solemne grandiosidad de la
muerte o la ausencia de un ser querido,que no ven las estatuas ni las cruces.Pero
ellas están aunque sólo para escultores, niños- a quienes les atemorizan – y
gentes raras. Sí, esos raros que van a la iglesia y ni siquiera un atisbo
de Dios o el Diablo pasa por sus mentes. Entonces eso era él; un barrendero y,
al mismo tiempo, una de esas personas raras y maravillosas
que conoces una vez en la vida.
Tenía muchos años, y durante los últimos 20 barrió el tramo de
la avenida que va desde el liceo” Miguel José Sanz” hasta la Bomba de gasolina “E/S
Caracas”. Claro, sólo un lado de la avenida pues el otro – pienso - nadie lo limpiaba. Lo conocí justo después de
haber dejado los estudios. Había encontrado un empleo como operador de
Chiller en un centro comercial. La paga era buena y eso me contentaba. Llevaba
una buena vida; por las mañanas me levantaba muy temprano, tomaba el bus frente
al liceo “Sanz” y partía al centro comercial. Ya cuando llevaba varios meses en
el empleo empecé a notar que, a pesar de que cuando volvía del trabajo las
calles se encontraban atestadas de suciedad, alguien las limpiaba por las
noches. Ese alguien era un ente invisible, inexistente para mí y para el resto
del mundo.
**
La primera vez que me habló, dijo:
- Permiso, señor.- Pasó su escoba debajo del banquillo en el que estaba sentado y continuó
su labor. Como aún yo no era lo suficiente invisible no podía responder, sin
embargo lo observé y me simpatizó su cabello encanecido, su tez morena con
arrugas y la forma en que barría; tan cansada, luchadora y persistente. Era
como ver un ave que lucha en su vuelo contra una tormenta y que dirigiéndose
inexorablemente a una majestuosa y silenciosa muerte no se rendía, sólo batía
sus alas como si nada importara. Lo veía, lo admiraba por unos instantes y
desaparecía.
***
A
los cuatros años de haber dejado los estudios me botaron del trabajo. En realidad no me despidieron,
sino que me obligaron a firmar una renuncia a cambio de una compensación que
para mí era exagerada, sin embargo nada más distante de la realidad. Me fui
alegre, pensé que las maquinas no funcionarían sin mi ayuda y me volverían a
contratar con un aumento tan pronto se vieran acorralados ante la complejidad
del sistema que un simple analfabeta operaba, pero lo cierto del caso es que
nadie notó mi ausencia. La cuestión era que conocía las maquinas de palmo a
palmo, con sólo escucharlas sabía que fallarían y eso me hizo pensar que
merecía un aumento de salario. No me lo concedieron, me fui a huelga y terminé
haciendo amistad con el barrendero porque ya era de su equipo; al fin entendía
el sentido y la causa de la invisibilidad.
No obstante, tenía cierto trato con
el barrendero aun cuando era empleado y tenía buena paga. No era una amistad
sincera, se asemejaba más bien a la relación que tienen los príncipes de
Inglaterra con la gente pobre de África. En cierta oportunidad, antes de perder
el empleo, le llevé una escoba nueva. Fue un gesto que no agradeció porque
tiempo después entendí que era como meter una bala un revolver que te apunta
directo a la cabeza. Él veía cierta inocencia en mí tras mi arrogante juventud,
quizá fue por eso que no me reventó el regalo en la cabeza y abandonaba su
invisibilidad para aconsejarme. Lo cierto del caso era que ya estaba cansado,
no aguantaba más y su invisibilidad se hacía más real inclusive para los de su
misma clase. Pero con todo y eso, era un tipo alegre y parlanchín. Una vez me
contó cómo encontró trabajo: Para
la fecha en la que yo nacía él se encontraba desempleado, con cuarenta y dos
años y una familia que mantener. Ya a los cuarenta años eres viejo, no tienes
la misma fuerza y te cansas rápido. Tampoco puedes ver como lo hacías en tu
juventud, te enfermas con más frecuencia, los huesos pierden elasticidad y
existen mayores probabilidades de desarrollar cáncer u otras enfermedades, es
por eso que las empresas ya no contratan a esa edad. Él no tenía dinero, no
tenía casa ni cara lastimosa como para pedir limosna. Nunca tuvo ánimos de
delinquir, pero una vez lo intentó y casi lo agarran. No sé cómo, pero notó que
la avenida estaba sucia; había basura de todo tipo a lo largo de ella. No
siempre fue así, el recordó que en su infancia la avenida era limpia. Un día él
le dijo a su padre que había más hojas que de costumbre, su padre expresó que
eso era porque el verano era más largo y que el viento no soplaba con la fuerza
suficiente como para arrastrar las hojas. Luego, cuando llegó la época de
lluvia, su padre le dijo que la gente era floja, cochina y no barría. Años
después entendió que había una empresa que se encargaba de limpiar las calles;
había quebrado y despidió a todo su personal. Cuando preguntó porqué había
quebrado la empresa le dijeron que fue porque la alcaldía no le devengaba lo
correspondiente por sus servicios. Entonces la culpa era del alcalde. Pero no
era así, la culpa la tenía- según algunos entendidos del tema- el gobernador
que no transfirió lo correspondiente a la alcaldía para cancelar lo adeudado
con la empresa de aseo. Sucedía que no era tan simple, pues el presidente había
reducido el dinero correspondiente a las gobernaciones porque el precio del petróleo
había bajado. Entonces todo era culpa del mercado capitalista que obligaba
vender el petroleó más barato, tanto así que no alcanzaba para pagar nada. Y de
esa idea partió al materialismo, pues esta era la causa de que las personas
fueran explotadas y que los capitalistas quisiera más y más dinero. Al final,
ya cuando encontró las respuestas, las personas se habían acostumbrado a vivir
rodeados de basura. Tomó una decisión; agarró una escoba y se puso a limpiar la
calle. A todos los comercios que hacían vida a lo largo de la avenida le pedía
una colaboración por sus servicios. Todos ellos le abonaban algo y le pagaban
por otros favores; pintar fachadas, destapar cañerías, montar aires
acondicionados o arreglar tendidos eléctricos. Pero su trabajo lo cansaba,
terminaba muy tarde y, después de que acumulaba la basura, tenía que cargarla
hasta el rio Guarapiche con una carreta. En vista de esos problemas un
comerciante le propuso prestar su camioneta, herramientas y devengar un salario
con todos los beneficios que dicta la ley, a cambio él se encargaría de cobrar
los servicios de limpieza a los otros comerciantes. Así nació la primera
empresa privada de aseo en mi ciudad. Con el tiempo aquel comerciante contrató
a otros hombres invisibles y con su trabajo mi ciudad llegó a tener un nuevo
apodo – “La ciudad distinta”-.
Pasaron
los años y continuó su trabajo como todos los días. Ya los comerciantes no lo
reconocían, pero a él no le importaba. En su invisibilidad era feliz, hasta que
el cuerpo empezó a pasar factura. Ya tenía su jubilación, miserable pero la
tenía. Eso le alegraba. El último día que lo vi, antes de que me despidieran,
se sentó a mi lado. Tenía un empaque de golosinas en mi mano. Nunca me gustó
tirar la basura en la calle, prefería guardarla en mis bolsillos hasta llegar a
la casa. Él cuando se acercó sólo dijo:
-Puedes
hacerlo.-
-¿Hacer qué?-
-Lo que pensabas hacer; tirar el empaque en la
calle.- Lo miré sorprendido, traté de explicar eso de que una casa aseada no es
donde más se limpia, sino donde menos se ensucia. Él sonrío, mostró toda su
dentadura podrida y respondió:
-Fíjate. Si no hubiese basura en la calle,
nunca hubiese encontrado empleo. Mejor ensucia, así tengo trabajo y todos
aquellos tipos que nadie ve. -
-Cierto.- Respondí.
-…Y prontamente tú también tendrás empleo.-
Texto por: Roberto Araque.
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