Cuando salía,
Petrozza daba por sentado que estaría en alguna taberna barata. Leyendo,
bebiendo, jugando al póquer, acostándome con mujeres, o vomitando en alguna
jardinera pública. Más o menos lo que él hacía cuando salía de noche. No
imaginaba que en mis salidas nocturnas se me iba la vida en cortejar a una
mujer. Me dejaba el corazón a pedazos en ello. En poco tiempo estaría acabado.
Me decía: “venga, Salmoneo, ¿por qué no puedes hacer como el payaso de Petrozza
y ser feliz, como un puerco que se revuelca en su lodo, de un modo tan natural
que nada, ni la vida ni el destino ni nada, se puede interponer?”
Por supuesto, el último enunciado es falso. Petrozza también sufría,
tanto o más que uno; y su lodazal era el reclamo a la vida por ser tan cruel.
He sido injusto al expresarme como un payaso de un amigo; es mi reclamo a la
vida.
La mujer en cuestión, era, irónicamente, una mujer que había amado antes
(o quizá no la había amado sino hasta ahora). Había sido novia mía y yo mismo
la había dejado: por buscar un destino, renuncié a mi destino. Su nombre: Estela.
Todas las tardes iba a visitarla, hasta su casa, en el Estado de México, donde
yo vivía en la casa que mi
abuelo heredó a mi abuela. Salí de aquella casa, mochila al hombro, con la
intención de buscar un camino nuevo, y ahora, instalado en la ciudad, en casa
de Petrozza, en la colonia Roma, regresaba cada día al lugar del que partí a
visitar a las personas que abandoné. Además de Estela, la abuela me extrañaba
tanto como a su propio hijo. Pasé con ella la infancia y parte de la
adolescencia. La dejé cuando decidí distanciarme de la mujer a la que ahora
quiero acercarme, y como yo era joven, no la extrañaba ni la quería la mitad de
lo que ella a mí. Es un misterio de la naturaleza la conformidad con que los
nietos aceptan la mortalidad de los abuelos.
El viaje era largo. Regresaba a casa de Petrozza pasada la media noche.
A veces, no regresaba. Me quedaba en casa de mi abuela y ésta me mimaba hasta
el hartazgo. Si algo tenía la abuela es que miraba a todos como si fuesen
críos. No importaba si tenías cuarenta años, lo mismo te cobijaba y te besaba
la frente antes de dormir y te llenaba la panza de comida antes de dejarte ir
por la mañana.
Otros que dejé en mi partida fueron los señores Palafox. Los padres de
Estela. El señor Palafox fue patrón mío.
Estaba loco como una cabra,
pero le tenía en alta estima. La señora Palafox, en cambio, era la razón
encarnada y me profesaba un cariño adecuado para un nuero. No se excedía, ni se
quedaba corta. Me procuraba lo suficiente para saber que andaba por buenos
pasos, pero sin entrometerse demasiado en mis asuntos. Ambos eran dueños de una
tienda de abarrotes y yo trabajé para ellos atendiendo el negocio y limpiándolo
como un enajenado. El señor Palafox tenía una manía por la limpieza tal que era
cosa de negros trabajar en su tienda.
Todas estas gentes, los señores Palafox, mi abuela y algún vecino de la
colonia al que saludaba en mis visitas, me recibían con los brazos abiertos y
llenos de entusiasmo de ver mi cara y saber de mí. Me hacían las preguntas de
rigor, sobre mi nueva estadía en DF, mi modo de ganarme la vida, mi situación
económica y mis metas e ideales. Todos excepto el señor Palafox me felicitaban
por haber dejado el Estado e irme a la ciudad. Para Palafox, la gente de la
ciudad era de una inmoralidad absoluta; gente sin filosofía, gente desalmada,
gente vacía y de una vida interior pobrísima. Más me valía irme al monte más
lejano y guardarme bajo un árbol, en una choza o enterrarme vivo antes que
sumergirme en el mecanismo de una sociedad podrida. Palafox era muy estricto en
lo tocante a temas como éste. Su cosmovisión, aunque compleja, la tenía bien
asentada, clara, sobre cimientos tan sólidos como las creencias de Edad
Media.
Todos en aquel sitio se alegraban de mirarme de nuevo. No hubiese sido
difícil regresar a la vida que dejé; todo encajaría perfectamente, de no ser
porque Estela, por quién había regresado realmente, se oponía a mis peticiones
y rechazaba mis alegatos. Estaba, según, dijo, decidida a “dejarme morir en
sufrimiento” antes que brindarme una oportunidad segunda. Su coraje, su orgullo
y su miedo hacían de ella una fiera. Una hembra herida por el abandono de su
macho. Reconocer la culpa mía, aceptar todos los cargos, remendar todos los
errores… nada sería suficiente para ganar el beneplácito de este corazón
femenino.
2
En casa, las
complicaciones no eran menores. Continuaba instalado en el apartamento del
bueno de Petrozza, sin trabajo, sin dinero, sin cara para coger comida del
congelador. La deuda con mi camarada se acrecentaba día a día. En ocasiones no
tenía dinero suficiente para pagar los transporte públicos que me trasladaran a
donde mis objetivos se centraban. Afortunadamente, Petrozza era desapegado y me
procuraba unos cuantos pesos. La vergüenza de pedir prestado, sabiendo que no
lo devolvería, me hacía llagas en el orgullo. Debía ser cuidadoso; pedir a
Petrozza por las mañanas, antes de que se bebiera hasta el último centavo. Mi
consuelo: evitar una copa a un hígado. En el caso de Petrozza, era como
arrancar un pelo a un gato. Sin embargo, debía insistir. No podía permitirme un
solo días sin hacer algo, por mínimo que fuera, para el alcance de mi objetivo.
Reconquistaría el amor de la dama anhelada, aunque me arruinara en el intento.
Petrozza no sospechaba en nada mis actividades. Como ya dije, me estiraba los
pesos pensando que los gastaría en trago. Eso le consolaba. Si le hubiese dicho
que los invertiría en el Banco, no me los hubiese dado. Si le dijese que los
usaría para pagar la operación de mi vieja abuela, no me los hubiese dado. Si
le dijese que los necesitaba para mudarme a otro lado, no me los hubiese dado.
Según su entendimiento, los Bancos no deben usarse jamás, todo iría mejor si no
usáramos los Bancos; las viejas deben morir, mientras antes, mejor, para dejar
de sufrir en esta porquería de mundo; ningún amigo suyo se mudaría mientras él
tuviese un techo que brindarle. No había modo de sacar dinero a Petrozza si no
era mediante el trago. Para ello, Petrozza soltaba las monedas como quien
ayuda, de corazón, a un necesitado.
Mis llegadas a altas horas de la noche, y el cansancio con que llegaba, hacían
que mi teatro funcionara. Petrozza llegaba poco antes o poco después de mí, tan
borracho, que hubiese jurado que yo salí con él y entramos juntos. Vivir en
esta farsa me desgastaba.
Con Simona hubiese resultado sencillo platicar, contarle mis tormentos, los de
Estela y los de su novio Petrozza; develar todos mis sentimientos. Hubiese sido
sencillo de no ser, como era, que una parte mía, una parte interna, de mi alma
o de mi espíritu, me obligaba a mantener en secreto mis planes de reconquista.
Ya sea la consciencia, o una vieja superstición, no me permitía, una fuerza
mayor a mi voluntad, el confesar mis planes, por miedo a que éstos no
funcionasen, como un petardo que se ceba.
Así, me vi atrapado en una prisión de emociones encontradas. La necesidad de
contarlo, y el impedimento de hacerlo por miedo al fracaso. Obligado a engañar
al amigo que me procura techo, rogando a una mujer que no desea siquiera
mirarme, y encadenado a un destino que empobrecí al tratar de huir. No cabe
duda que fui el culpable de mis males, como el alacrán que se da muerte con la
propia ponzoña.
3
Los motivos que me
arrojaron a pies de mi amada no son tan oscuros como los que me alejaron de
ella. A su lado, sentía apretarse el dogal que priva de libertad al ennoviado.
Mi sed de libertad aumentaba. Dos presiones me oprimían: mi noviazgo, mi
relación laboral con el padre de mi novia. Me dije: “No hay modo de salir de
esto”. Debía cortar de tajo mis relaciones si deseaba ser libre y ser yo
mismo. Pero, ¿no era yo mismo antes de emprender el camino? ¿Si no era yo
mismo, quién decidió por mí aventurarme en la búsqueda de mi yo? ¿Y si fue
otro, la búsqueda y la necesidad, al no provenir de mí, no fue vana? Sea como
fuere, partí. Salí de todo. Abandoné mi casa, mi trabajo y mi mujer.
Llegué sin un centavo a DF, a casa de Petrozza, donde me instalé para comenzar
el proceso de crecimiento interno, consistente, según mi entender, en leer,
leer, leer. A esto, Petrozza recomendaba beber, escribir, follar, gastarse
hasta el último peso y trabajar para volver a hacerlo, como un Sísifo en la
ciudad.
No es difícil dejarse envolver por alguien como Petrozza. En mis borracheras
con él, todo era alegría, pero en las resacas… Es allí cuando mi visión del
mundo tal como lo entendía dio un giro de ciento ochenta grados. Petrozza tenía
razón cuando decía: “en las resacas es donde el alma se endurece, se pule, se
fortalece y se mira con claridad”. En defensa de mi amigo, debo confesar que
nunca conocí a nadie que bebiese como él. Bebía con filosofía. Para él, beber
era un modo de soportar la vida, de entenderla, de crecer. Así era Petrozza:
encontraba oro, donde todos miraban mierda.
Gracias a este ejercicio, comprendí mi desnudez. No tenía absolutamente nada.
Ni siquiera una promesa de algo. Si continuaba así, pronto me vería,
literalmente, desnudo. Mis ropas no resistirían el uso diario, y no tenía
dinero para comprar más. Estaba en el punto exacto para comenzar de nuevo.
Todas las posibilidades se abrían ante mí. En adelante podía ser quien yo
decidiera ser. Habría que labrar el camino desde cero.
Aquí comencé a extrañar lo que perdí. Quiero decir, a Estela. Bien dicen que un
hombre no posee lo que puede perder en un naufragio. Es decir, las cosas
materiales. Yo había perdido todo ya, excepto mi sentimiento de amor. Eso nadie
podía quitármelo, sino yo mismo. Con Estela tenía algo que no podía perder en
un naufragio: una compañera de vida. Un lazo. Debía recuperar el lazo. Debía
fortalecerlo hasta hacerlo indestructible. La compañía de mi mujer haría la
vida más llevadera, y sobre todo, la vejez.
Tenía dos alternativas: conquistar a una chica nueva, o reconquistar a la que
amé. Supuse que ambas exigirían el mismo trabajo, así que decidí enfocarme a
Estela.
q maravilla!! gracias
ResponderEliminarme encanta
ResponderEliminarEsta bien
ResponderEliminarConmovedor relato, ¡quién no se ha sentido así alguna vez!
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