Betty iba a salir
con chico de Guadalajara que vino a DF en plan de ligue. Se conocieron por
Internet. Estuvieron hablando alrededor de dos meses y medio, hasta que el
chico se decidió a venir. Las charlas eran íntimas y cachondas. Se contaban
problemas personales y se narraban cómo se lo harían si estuvieran juntos en
una habitación de hotel. Betty le enviaba fotografías suyas en ropa interior.
El chico no mandaba fotografías pero comentaba que las fotos de Betty eran
estupendas, y que Betty era una mujeraza. Entonces Betty propuso conocerse. El
chico no tenía dinero (eso dijo) para venir a DF. Betty se lo estuvo pensando
la última semana. Al final, aceptó pagar el viaje de aquel tío. Pagaría
transporte, hospedaje, alimentos y bebida. También, por supuesto, se acostaría
con él todos los días de su estancia en DF.
El sábado por
la mañana llamó Betty para pedir que la acompañase a recoger a Luis. Betty y yo
solíamos salir hace dos años. Dejamos de hacerlo porque se creía que yo era un
perdedor. Su sueño siempre fue casarse con un hombre apuesto y adinerado. Ahora,
después de casi dos años, llamaba para decirme que había quedado con un chico
de Guadalajara. Betty no perdía la oportunidad de restregarme en la cara sus
citas con hombres. Betty no había madurado nada.
Bueno, no
tenía algo mejor que hacer, así que acepté acompañar a Betty. Me citó en el
aeropuerto (¡había pagado un vuelo de avión!). Luis llegaría a las dos de la
tarde, pero nos citamos a la una, por cualquier cosa. Durante ese tiempo
podíamos tomar un café y charlar.
Así lo
hicimos, con la excepción del café. Nos vimos a la una en el aeropuerto y
tomamos una copa en Barba Roja. Betty venía arreglada, como si fuese a
presentase en televisión. Llevaba un vestido ajustado, zapatos altos y
maquillaje suficiente para engalanar a un payaso. Supongo que además de
impresionar a Luis, deseaba que yo exclamase algo, ya sabes, algo que le
asegurase que Luis y yo (y todos los hombres) estábamos de acuerdo en su
belleza. No hice ninguna exclamación. Betty caminaba pavoneándose. De algún
modo me avergonzaba. Hubiese sido fácil de aceptar si Betty fuese prostituta;
no habría de qué avergonzarse, al menos sería mi mujer y mi dinero. Pero Betty
no era una prostituta, y si hay algo peor que una prostituta es una mujer
vestida como una, sin que lo sea.
Durante la copa,
Betty me lo contó todo, lo de Luis y cómo se conocieron, etc. La escuchaba
mientras bebía mi whisky en las rocas, cortesía de Betty Bob. Estaba tan
desesperada que aceptó pagar mi copa con tal que la acompañase. No quería
llegar sola y ser raptada y violada por un desconocido. Eso dijo, pero con su
atuendo, daba la impresión de desearlo con el alma. Era la primera vez que
Betty salía con alguien de Internet. Definitivamente, estaba desesperada. Tenía
casi treinta años y no lograba establecer una relación formal de pareja. No me
hubiese sorprendido que Luis tuviese quince años.
2
Luis llegó
desinhibido, atento y galante. Saludó a Betty con beso y abrazo, y halagando lo
bien que lucía. Era alto, blanco y de sonrisa agradable. Venía perfumado,
engominado y con los zapatos lustrados. En la muñeca izquierda portaba un reloj
de oro, o al menos, un reloj dorado. Te pensabas que era un junior o algo, pero
cuando recordabas que Betty había pagado los gastos… Luego, Betty nos presentó.
Luis me saludó emocionado, con abrazo y palmada en la espalda, como si fuésemos
grandes amigos. Tenía una mirada y una sonrisa que seducían, y al mismo tiempo,
dejaba entrever en la mirada una veta de locura. Pensé en decírselo a Betty,
que Luis no era como ella imaginaba, pero me contuve porque Betty jamás lo
aceptaría y pensaría que yo estaba celoso. Dejé que las cosas pasaran.
Luis cogió su
maleta, una maleta demasiado pequeña para viajar a otro Estado por semana y
media, y fuimos a Barba Roja a beber unas copas.
Luis tenía un modo
de beber que reconocí al instante. Ordenaba copas sin remordimientos (a pesar
que sabía que Betty correría con los gastos), las bebía de un trago o dos y
hacía chistes sobre otros bebedores. Brindaba cada cinco minutos y hablaba de
todo lo que pasaba por su cabeza (tratando de distraer la atención de Betty
sobre la cuenta). En treinta minutos nos contó que era amante del soccer; jugó
en tercera división y tenía un futuro asegurado hasta que, un mal día, sufrió
una lesión incurable en la rodilla. Betty escuchaba apasionada. Casi llora
cuando contó lo de la lesión y cómo su sueño de ser futbolista se vino abajo.
Yo no me creía un pelo de este rollo. Este cabronazo era un tío con cojones, un
estafador. Quizá sabía reconocerlo porque lograba ver e su alma parte de la
mía. Hubiese apostado un brazo a que el tal Luis estaba utilizando a Betty para
pagarse unas vacaciones en DF.
Betty actuaba de un
modo estúpido y empalagoso. Reía al final de cada frase de Luis. Se le pegaba
al hombro y abría los ojos desmesuradamente cuando Luis estaba a punto de
contar algo. Yo me aburría mortalmente y estaba seguro que Luis también, pero
Luis debía mostrarse interesado en Betty el tiempo necesario para que
continuase sacando la pasta. Por mi parte, Betty sabía lo apático que podía
llegar a ser, así que era igual; Betty pagaría mi cuenta sólo por el hecho de
haberla acompañado. A estas alturas fingir hubiese sido un gasto de energía
innecesario.
Para
comprobar mi teoría sobre Luis, hice un par de comentarios sobre alcohol y
mujeres. Comentarios lanzados como flechas. Ambos, dieron en el blanco. Luis
contestó inteligentemente, sin dar rienda suelta a los malos pensamientos de
Betty, pero mostrando cierta proclividad a la juerga; como un secreto entre
hombres. En adelante, toda nuestra conversación giraba en torno a dos sentidos:
el literal, y un sentido más oscuro; un lenguaje con el que Luis y yo nos
conocíamos y nos entendíamos, como un par de jugadores de dominó en pareja. En
este lenguaje opaco, acordamos salir y visitar bares y tugurios en ausencia de
Betty, e incluso, con el dinero de Betty.
Casi al final de la
velada, fingí perder mi teléfono móvil. Me revisé los bolsillos e hice alarde
de haberlo perdido en el camión de ida al aeropuerto. Luis, que captó de
inmediato, se ofreció a marcar desde el suyo. Dicté mi número para que marcara.
Así, intercambiamos números sin que Betty lo sospechara. Mi teléfono sonó
dentro de mi bolsillo. Pedí disculpas por la falsa alarma y mi tontería de no
encontrarlo allí dentro.
Media hora
después salimos de Barba Roja casi borrachos.
3
Llamé a Luis al día
siguiente por la tarde. No era mi intención llegar tan lejos; sólo deseaba
saber cómo habían llegado y si se había follado a Betty. Entre Luis y yo
existía confianza suficiente para contarnos esas cosas; la confianza que existe
siempre entre un par de machos.
Le llamé y
dijo que lo estaba pasando bien, pero necesitaba más acción. Betty no se le
despegaba un segundo y le obligaría a ir al cine y al centro comercial. Lo que
yo quiero es irme de putas, de bares, de juerga, dijo, no vine a DF para ir a
centros comerciales. Podía imaginarlo perfectamente: Betty entusiasmada con
mirar la última película de moda, algo sobre superhéroes o sobre alguna
gilipollez donde sale J. Deep, o algo. De paso, ir a mirar todas las boutiques
de ropa para chicas. Betty olvida que Luis tiene un par de higos entre las
piernas. Con higos, uno no tiene paciencia para mirar cosméticos y bolsos. Hay
que alimentar a los higos. Hay que vaciar el jugo de los hijos. ¡Hay que irse
de putas, por amor a Dios!
Respecto a lo
otro, Betty no se había dejado follar. Betty era el colmo. Le mandó a Luis
fotografías suyas en ropa interior y ahora que lo tenía para ella, no se
dejaría follar. Esto también podía adivinarlo: no se dejaría follar en la
primera noche porque consideraba que una señorita, etc. Betty tenía la cabeza
llena de toda esa mierda de etiqueta clasemediera. No aceptó que Luis se
quedase en casa suya por lo mismo; prefirió pagarle un hotel cerca a su casa
con tal de guardar las apariencias. No lograba engañarse ni a sí misma.
Ideamos un
plan para divertirnos. La cosa estaba así: debíamos alejarlo de Betty sin que
ésta se ofendiera, porque si se ofendía, podía mandarlo de regreso a
Guadalajara o más lejos, y no le daría dinero. Esto último era lo más importante;
ni Luis ni yo teníamos un quinto para salir. Necesitábamos un pretexto válido
para que Betty le entregase a Luis dinero en efectivo y le brindase tiempo a
solas, toda una tarde y una noche y parte de la mañana, o de ser posible dos
noches (y dinero suficiente para pagarnos el trago todo ese tiempo).
4
Me encontré con
Luis en el metro Mixcoac. Era el único sitio a donde sabía llegar desde su
hotel. Venía con la expresión del triunfo estampada en la cara. Me abrazó y
exclamó que era hombre libre. Llevaba con Betty dos días y ya estaba harto.
Fuimos a un bar
cerca del mercado de Mixcoac. Un lugar pedestre con mujeres con pinta de
venérea. Luis quedó encantado; era uno de los míos. Dios los hace y
ellos se juntan. Esto es lo que necesitaba, dijo, un poco de acción
con la gente más baja. Lo mismo que yo, Luis renegaba de la vulgaridad
hipócrita de la clase media. Nuestras aguas eran las aguas del abismo.
Ordenamos un
par de birras y me lo contó. Se libró de Betty del modo más rastrero: fingió
recibir una llamada urgente de algún familiar suyo. Supuestamente, el familiar
padecía una enfermedad terminal y estaba hospitalizado. Debía mandar dinero,
caso de vida o muerte, por Western Union a Guadalajara. Le apenaba la cosa,
pero… él era toda la familia de ese supuesto familiar. Era, además de primo, su
mejor amigo en la vida; le había hecho tantos favores que no podía negarse. Por
supuesto, no deseaba involucrar a Betty, pero… El familiar había prometido
devolver el dinero en una semana, no más. Tiempo suficiente para que Luis
pagase a Betty antes de irse. Betty estaba al borde del llanto; Luis era
estupendo actuando. Para salir solo, Luis prometió que si Betty le soltaba la
pasta, la enviaría e inmediatamente regresaría a por ella para ir pasar la noche
en su hotel. Por supuesto, Betty aceptó de inmediato. Le prestó a Luis dos mil
quinientos pavos. En este momento, me dijo Luis al tiempo que encendía un
cigarrillo, Betty debe estar arreglándose para salir. Acto seguido, soltó una
carcajada. ¿y qué harás cuando vea que no llegas por ella?, pregunté. No sé,
contestó, ya inventaré otra historia, no sé, que me perdí en la ciudad o
cualquier cosa. Ya, dije, ¿y qué hay si te marca? Luis sacó del bolsillo su
teléfono móvil y lo apagó. Asunto arreglado, exclamó. Ya me las apañaré mañana
por la tarde para pedir perdón. Definitivamente, Luis era un demonio. Incluso
sentí remordimiento por la pobre de Betty, pero luego recordé que me había
dejado y brindé con Luis.
5
Bebimos hasta la
media noche en aquel lugar. Bebimos y hablamos de historias de mujeres. Mujeres
que habíamos follado, o que nos habían rechazado, o que habíamos engañado.
También de mujeres que nos engañaron. De las mujeres más bellas con las que
habíamos estado, y de las más feas; a las que adjudicábamos el alcohol sobre
nuestras cabezas. Luis tenía decenas de historias que contar.
Luego, Luis
sintió la necesidad de ir de cacería. Nos mudamos de bar, a un sitio en el
centro de la ciudad. Un sitio donde las mujeres abundan. Mujeres locas y fáciles
de ligar.
Nos interesó
un par de chicas que rondaban solas la barra. Nos acercamos a ellas y les
hicimos la plática. Eran un par de estudiantes de Filosofía en la UNAM. Tenían
veintitantos años y necesitaban vivir la vida tanto como nosotros. No eran unas
bellezas pero eran mujeres aceptables y ligeras. Una de ellas era de tez blanca
y cabello rizado. La otra morena y lacia. Yo me incliné por la rizada.
Bebimos
algunas copas en su mesa. Charlamos de cosas banales, como los filósofos que
más admirábamos, o los ensayos de Montaigne, o las máximas de Schopenhauer. No
fue difícil llevarles la conversación, comentaban las cosas que generalmente se
comentan de estos autores. Gracias a Dios no tocamos el tema de Nietzsche, que
es un tema que me toca los cojones.
No sé
cuántas copas bebimos, pero recuerdo poco de aquella noche. Lo suficiente para
saber que no mojé la brocha con ninguna de las chicas que ligamos. Hubo un
momento de expectación: decidimos salir del bar e irnos al hotel de Luis a
seguir la fiesta (en realidad, a follar, o intentar follar). Salimos de allí
hechos unas cubas. Mi chica se tambaleaba a cada paso y yo apenas tenía fuerza
para agarrarla antes de que cayera al suelo. Esto nos retrasaba. Luis y su
mujer iban adelante, con demasiada seguridad para un tío que viene de otro
Estado y apenas conoce la ciudad.
Caminamos hacia el Zócalo para tomar un taxi.
Caminamos por Brasil y Donceles. Pensé que nunca llegaríamos, está tía se
sentía muy mal. Se tambaleaba, se quejaba, lloriqueaba. Su amiga, sin embargo,
se alejaba cada vez más de nosotros, con Luis. Escuchaba sus risas alejarse. Le
grité, o eso creo, pero no me escucharon. Es probable que no haya gritado; a
veces pienso en hacer cosas y eso basta para engañar a mi cerebro y creer que
las he hecho. Serían las dos o tres de la madrugada, no recuerdo. Tampoco
recuerdo que hubiese gente en las calles.
Hay un momento de silencio. Mi chica ya no se
queja. Tampoco habla. Miro al frente y no logro ver a Luis. Estoy en la calle
de Brasil con una borracha encima. La tengo colgada del cuello. Dejo de
caminar, no hay esperanza, Luis ha desaparecido. No tiene caso seguir. Debo
actuar. Tengo a una mujer borracha y me gustaría dejarla en la banqueta, pero
no puedo. La miro. Tiene la mirada perdida. La llevo a una esquina. La tomo por
la cintura y la hago vomitar. No vomita. Le digo, venga, maldita sea, échalo.
Le aprieto la boca del estómago. Sólo Dios sabe cuántas veces he estado yo en
su lugar; no puedo abandonar a una compañera de farras. No se debe abandonar a
un compañero de farra, Luis hijo de puta.
Esto es imposible. Esta chica se ha convertido
en una muñeca de trapo. La siento en la calle y me coloco junto a ella. Somos
un par de borrachos sentados en la calle, a plena madrugada. Enciendo un
cigarrillo. Es cosa de esperar el amanecer. Sólo Dios sabe cuántas veces he
puesto mis esperanzas en la salida del Sol. Somos creaturas de la noche, pero
anhelamos la luz del día. Fumo un cigarrillo tras otro y canturreo canciones
olvidadas. De vez en vez miro a la chica. Esta dormida, con las nalgas de
fuera. Luce cómica; apuesto que nunca sabrá lo bajo que ha caído. Podría
bajarle las pantaletas y follarla ahora mismo. No hay gente, no hay luz, no hay
conciencia.
Me rasco lo bolsillos y lo encuentro: un
billete de veinte pavos. Recuero haber visto un Seven-Eleven en la esquina de
Donceles. No sé dónde estamos, es una calle cerca de Brasil y Plaza 23 de mayo.
Quizá sea Cuba, o Venezuela. No sé, es igual. Me levanto. Echo una última
mirada a… no recuerdo su nombre, no importa. Echo una última mirada y me largo.
En el camino no pienso en ella, pero al salir
de la tienda sí. He comprado aguarrás, un Leoncito. No puedo regresar a casa,
intentarlo sería absurdo. Tardaría más de una hora caminando, llegaría al
amanecer. No tengo idea de qué hora sea. Puedo irme a otro lado, beber a solas,
desresponsabilizarme de todo. Esperar la apertura del metro en las escaleras
del metro. Lo pienso dos veces. Finalmente decido ir por ella.
No recuerdo dónde la dejé. Doy vuelta en
Belisario Dominguez, pero no está. Regreso por Cuba, tampoco es Cuba donde la
dejé. Tacuba, Chile, Palma Norte. No hay nada. No recuerdo ni siquiera el sitio
donde nos quedamos. Camino a prisa. A pesar del frío, ¡estoy sudando! No puedo
respirar sin dificultad. Me siento en una barda. Me rindo. Respiro hondo y
destapo el aguarrás. A penas doy el primer trago, miro un par de polis venir
por la esquina. Van a detenerme. Me levanto en seguida y camino aprisa hasta la
siguiente calle. Los polis me han visto, saben que oculto algo, Dios, no estoy
de humor para ser detenido.
Camino aprisa, muy de prisa. Al doblar en la
esquina corro. Corro sin voltear atrás. Corro tanto como puedo. Cuando me
detengo el peligro ha pasado. Siento el pecho húmedo. Es el aguarrás. Se ha
derramado al correr. Estoy hecho una maldita cuba, huelo como una cuba o peor,
y soy altamente inflamable. Gracias al Cielo, el Sol comienza a ponerse. En
menos de una hora el metro estará abierto.
6
La tarde
siguiente comenzaron a llamar. Eran Betty y Luis. No contesté ninguna llamada.
Cada llamada de Betty me taladraba el corazón: era una boba, pero no se merecía
aquello: hacía lo que podía, como un gato haciendo sus cosas de gato; no podía
hacerlo de otro modo.
Betty llamó al menos una decena de veces.
Podía imaginarla con los ojos llenos de lágrimas, pensando en el abandono de
Luis, con las entrañas ardiéndole porque siempre se topa con hombres idiotas.
Porque no puede ganar el amor de ninguno. Porque yo fui el único que se acercó
a ella seriamente y me abandonó. Triste, porque no hay nada más triste que la
soledad a los treinta años.
Luis llamó sólo un par de veces. Podía
imaginarlo tomando la ducha después de haber follado. Tranquilo y sonriente y
diciendo: ¡qué pasó, amigo, anoche no supe de ti! Hijo de puta, pensé, ¡si
Betty llama de nuevo se lo contaré todo!
Afortunadamente para todos, Betty no llamó de
nuevo.
de puta madre como siempre!!!!!!! genial petrozza!!!!!
ResponderEliminarEs muy bueno...felicidades...eres muy bueno Martin.
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