A Claudia D. Osorio.
Ted,
Ad y Ally anduvieron con el chisme todo el verano. No sé de dónde les vino la
idea, pero aseguraban que las mujeres orientales, las chinas y las japonesas
(China y Japón constituían todo el Oriente de nuestra pobre educación estatal),
tenían vaginas horizontales. Una raya horizontal, en vez de una vertical como
las occidentales.
Por aquel entonces, Ted, Ad, Ally y yo cursábamos
la elemental. Lo más cercano a una educación sexual que poseíamos eran un par
de hojas arrancadas de una monografía de un tomo de la enciclopedia El Tesoro
del Saber, que Ad robó de la biblioteca personal de su abuela. Más o menos lo
mismo que la educación sexual de toda nuestra generación. En aquellos tiempos
ningún adulto tenía el valor, o el descaro, según las buenas costumbres, de
hablar de sexo a un menor de edad. Incluso entre adultos se guardaban de hacer
comentarios respecto a sus vidas sexuales. Era México, 1964. Un lugar y un año
en que el sexo era algo que uno debía descubrir por sí mismo. No importa los
riesgos que esto implicara, era mejor tener en casa una adolescente preñada,
escondida en la habitación, que pasar la vergüenza de hablar con los hijos
sobre aquellos escabrosos temas.
Ally era el más convencido. Todos los días
llegaba con nuevas especulaciones; apuesto que se hacía puñetas pensando en las
vaginas horizontales de las japonesas: en su entusiasmo por descubrir lo que él
consideraba el gran misterio del universo, mostraba un fanatismo digno de un
enajenado. El problema era que en México, en 1964, no había una sola mujer
oriental disponible para demostrar las teorías de Ally.
Ninguno de nosotros había mirado una mujer
desnuda. Ted juraba que lo había hecho, pero dejó de hacerlo cuando Ad
descubrió que todo el tiempo se refería a su madre: la había mirado cuando Ted
tenía cinco años. Hasta esa edad Ted durmió en la misma habitación de sus
padres. Su madre se cambiaba sin vergüenza delante del crío, y, bueno… las
mujeres occidentales eran de una verticalidad indudable.
Casi a finales del verano, el chisme dejó
de interesarnos. Ally lo esparció por todo el barrio. Algunos chicos, sobre
todo los menores, se impresionaron, pero Ted, Ad y yo estábamos hartos. ¿Qué
nos importaba la raja de las orientales? No conocíamos a ninguna, esto era
México y las orientales estarían muy lejos, en China o Japón, comiendo peces. Lo
que nos importaba eran las mujeres del ahora.
Jenny, la rubia del quinto grado; Sue, la hija del señor Greasley; Olivia, la
hermana de Randy, y, secretamente, la profesora Marisol. Las llamábamos a todas
mujeres, aunque eran crías de ocho o
nueve años, Dios. Excepto la profesora Marisol, que debía rondar los
veinticinco, una edad indescifrable para nuestra corta infancia.
2
Al
finalizar el verano, de vuelta al colegio, Ally encontró oídos frescos a sus
elucubraciones sexuales. El rumor de las vaginas orientales cobró fuerza.
Todos, sin excepción, hablaban de ello y sumaban hipótesis a las teorías de
Ally. Hasta las mujeres de quinto y sexto grado llegaron a dudar de los
conocimientos biológicos enseñados en las primarias mexicanas. En los libros
había textos y monografías, pero ninguno abordaba los oscuros pasajes del
cuerpo Chino o el cuerpo Japonés. Una histeria colectiva se apoderó del
colegio. Hoy parece una locura, pero durante el resto de aquel año escolar tuvo
cierto sentido. Principalmente, por que ocurrió lo inimaginable:
Una chica nueva ingresó al colegio. Sí,
una oriental. Tendría ocho o nueve años. Provenía de una pequeña ciudad llamada
Otsuki, al Este del río Sagami, en la Perfectura de Yamanashi, Japón. Su año
zodiacal era el año del mono. Su comida occidental favorita, las hamburguesas
al carbón. Su día preferido era lunes, y no le molestaba levantarse temprano
para ir al colegio. Su nombre era Mizuki, que significa bella luna. Toda esta información yo la desconocía por completo, no
la supe sino mucho después, cuando comencé a interesarme por Mizuki
verdaderamente. Al principio, las energías de todos se concentraban en una sola
cosa: comprobar o desmentir las teorías del señor Ally, conocido teórico de la
sexualidad femenina, famoso por su teoría de la horizontalidad de las mujeres
orientales.
Supongo que para Mizuki fue un año muy
duro. Lidiar con el idioma, las costumbres, las comidas, la cultura, el cambio
de horario… encima, con la mirada vigilante de todo el colegio. Chicos y chicas
rumoraban a sus espaldas; los más desinhibidos delante de ella. Había algo en
la piel amarilla de Mizuki, en sus cabellos completamente lacios, en su
flaqueza, o, quizá, en toda la constitución de su cara, subrayados los ojos,
que daban pie a la creencia de la teoría. No podías mirarla y evitar pensar en
aquel asunto. No podías mirarla a los ojos, sin que tu vista, en algún momento,
terminara en su entrepierna.
Ted, Ad, Ally y yo, debo confesarlo, fuimos los
más litigantes en el asunto de la caza. Nuestro objetivo: descubrir la verdad
tras la falda de Mizuki. No sería una tarea sencilla, teníamos nueve a diez
años, ninguna experiencia en mujeres y una inmadurez equiparable a nuestras
ansias de saber a toda costa.
3
Elaboramos
un plan de acuerdo a nuestras capacidades intelectuales, muy pocas, por cierto,
consistente en hacer creer a Mitzuki que uno de nosotros estaba enamorado de
ella, con la finalidad, por supuesto, de levantarle la falda sin que se hiciera
un escándalo, como quien dice, por las
buenas. Lo dejamos al azar. Jugamos al juego de la paja más corta. Ted
trajo las pajas, Ally las empuñó, y todos sacamos una por turnos. Para mi
desgracio o mi fortuna, saqué la paja más corta. Ahora todo estaba en mis
manos. Nuestra educación sexual dependía de mi triunfo como Casanova.
Definitivamente, fracasaría. Mizuki poseía
sobre mí un poder inmenso, hipnotizante. No podía mirarla a los ojos sabiendo
que mentía. Pesaba sobre mis hombros el poder que ejercen las mujeres sobre los
hombres cuando nos atraen sinceramente. Bajo este influjo se me trababa la lengua,
me ponía colorado y me comportaba como un idiota. No hay nada más difícil que
jugarle una broma de amor a alguien que nos atrae de verdad. Ted, Ad y Ally
notaron de inmediato mi incapacidad y se molestaron. En especial Ally, que
aseguraba que yo era tonto. Le disgustaba saber que su fama como sexólogo
estaba en manos de un incompetente.
Ally comenzó a trazar otros planes. Se
asoció con un par de chicas de quinto grado a las que propuso algo más sencillo
que lo mío. Puesto que ellas y Mizuki compartían los mismos sanitarios… Era
cosa de tiempo, un tiempo que podía reducirse demasiado si empeñaban en ello,
para que, por un supuesto descuido, una de ellas abriese la puerta del excusado
justo en el momento en que la pobre Mizuki…
Yo no desistí de mis encomiendas, ahora,
por iniciativa propia. Llegué a saber dónde vivía Mizuki. Trabé relaciones con
su madre, una vieja japonesa, viuda, que llegó a México recién por la premura
de salir de un país en decadencia. Se instalaron en un pequeño apartamento en
la colonia Doctores. Conté de ello a mis padres, quienes, movidos por un
corazón grande, se amistaron con la señora Natsuki. La invitaron a comer a casa
y me convertí en amigo de aquella familia japonesa y en tutor de Mizuki. Dos o
tres veces por semana visitaba la casa de Mizuki con la finalidad supuesta de
enseñarle español y cultura mexicana. Era una chica muy inteligente; hacía
progresos con una rapidez impresionante. Sin embargo, mis metas amorosas
mermaban cada hora que pasaba en compañía suya. Nos volvíamos amigos, antes que
novios.
4
La
noticia se esparció en menos de dos horas. La señora Natsuki vino a hablar con
la directora del colegio, acusando a dos estudiantes femeninas que acosaban a
su hija. Según el testimonio de Mizuki, estas chicas la seguían todo el tiempo,
especialmente, cuando iba al sanitario. Rumoraban de ella, la vigilaban, y
aquella tarde, habían tenido el atrevimiento malsano de abrir la puerta del
excusado cuando Mizuki se disponía a hacer uso de él. Acertaron en el momento
justo. Encontraron a Mizuki, aterrada, subiéndose las pantaletas. Ante esto,
las chicas estallaron en risa. Se burlaron de Mizuki mientras la pobre se
cubría los genitales con las manos, como una gata indefensa ante una colonia de
gatos macho.
Ted, Ad, Ally y yo, nos reunimos a la
salida con las chicas. Había un ambiente de excitación en todo el colegio. No
tardaron demasiado en llegar otros mirones, ansiosos de saber. Las chicas
poseían la respuesta a las incógnitas que nos habían atormentado todo el verano
y parte del año escolar.
Ally las apremiaba para que contaran, pero
las chicas no podían dejar de reír. Todos los espectadores sudaban.
Finalmente, las chicas desmintieron las
teorías de Ally. Lo habían visto con sus propios ojos: las chicas orientales
tenían vaginas como cualquier otra mujer. Ally no podía creerlo. Las injurió. Las
señaló con el dedo y gritó que mentían, que no podía ser. Según él, había
estudiado durante mucho tiempo el caso. Comenzó a justificar sus hipótesis con
los ojos rasgados de Mizuki, con la sospechosa vehemencia con que las mujeres
en oriente eran cubiertas de ropa hasta el pescuezo… Ally confundía Japón con
Medio Oriente.
La mitad del colegio estaba ahí, siendo
testigo de la estupidez de Ally. Yo estaba en medio, con Ted y Ad. Todos
reíamos a carcajadas. Le llamamos imbécil. La fama de Ally cayó en picada. Le
señalamos con el dedo. Nos burlamos por más de media hora, hasta que, de la
nada, la madre de Mizuki y Mizuki se hicieron presentes. Pasaron por donde la
bola de chicos. Se detuvieron un segundo a mirar. Los ojos de Mizuki se posaron
sobre los míos. Me miró siendo parte de todo eso, riendo, juzgando. Desvió la
mirada y bajó la cabeza. Su madre la cogió de la mano y se la llevó. En
adelante, nunca más visité la casa de la señora Natsuki, que significa siete lunas.
5
El
nuevo ciclo escolar comenzó, aburrido como cada año. Mizuki había dejado el
colegio y el rumor de la vagina oriental pasó de moda. Ted, Ad, Ally y yo
ingresamos a cuarto grado. Una edad en la que nuestra libido comenzó a
florecer. Nuestro nuevo objetivo era acostarse con alguna chica.
Entonces pasó. Un chico de segundo grado
comenzó a hablar de ello. Una nueva teoría sexual. El chico aseguraba saber
todo sobre lo que los adultos llaman hacer
el amor. Según él, la reproducción humana sucedía cuando el hombre
penetraba a una mujer, con su pene, en la vagina. Al hacerlo, el pene del
hombre quedaba incrustado en la vagina de la mujer. Se le caía. Lo cedía en pro
del conservamiento de la especie. Y con esa pequeña masa de carne, incubada en
la panza de la hembra, se formaba lo que sería el nuevo ser. Durante los nueve meses
que duraba la gestación, el hombre iba desarrollando un nuevo pene y la mujer,
un bebé. Era una teoría descabellada, pero con cierta lógica.
El rumor de esta nueva teoría dejó helados
a todos los chicos. Ninguno estaba dispuesto a perder su pene por una mujer.
Era una teoría escabrosa, y al mismo tiempo, tierna y justa. Nos parecía tan
justa, que incluso Ted, Ad Ally yo llegamos a considerarla verdadera. En todo
caso, sólo había un modo de comprobarla.
si creen aun que china abarca unan gran planicie terreste jajaj
ResponderEliminarEs una teoría interesante. Y sería una razonable explicación a por qué tengo el pene tan pequeñito pese a que mi hija ya tiene diecinueve años. Añado,pues un elemento informativo a esa teoría, tras la gestación el pene en el hombre no recupera su dimensión original hasta pasados los diecinueve años como poco.
ResponderEliminarSiempre quise saber si era cierto!
ResponderEliminarHe disfrutado mucho leyendo el relato.
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